EL FESTIVAL CERVANTINO EN GUANAJUATO
Joan Manuel Serrat inauguró el tradicional encuentro mexicano, que se destaca por una programación artística marcada por la variedad. Incluye desde la participación de Café Tacuba hasta la presencia del trompetista Markus Stockhausen o el legendario Roscoe Mitchell.
› Por Diego Fischerman
Desde Guanajuato, México
Las cuatro cabezas de los insurrectos, entre ellas la del Padre Hidalgo, fueron colgadas en 1811 y estuvieron expuestas en jaulas durante más de nueve años. Colocaron una en cada esquina del almacen de granos –o alhóndiga, como todavía se lo llama– que había servido de refugio a los españoles y que luego el emperador Maximiliano convertiría en cárcel. En la plaza de ese edificio, Joan Manuel Serrat, casi a solas, es decir con su alter ego Ricard Miralles al piano, celebró un ritual en que la intimidad fue compartida por casi diez mil personas ubicadas en las gradas previstas por los organizadores del Festival Cervantino, en las callejuelas laterales y hasta en los balcones de las casas linderas.
“No es necesario que me abran las puertas de la ciudad, me siento como en casa. Cuando me cerraron las puertas de la mía, aquí me las abrieron”, había dicho Serrat a la tarde, al ser condecorado por el intendente de Guanajuato. A la noche, la fiesta que terminó, como corresponde, con “Fiesta” y con fuegos artificiales, había comenzado con “Cantares” y “Tu nombre me sabe a hierba”, y había recorrido gran parte de la trayectoria del cantante, pasando por piezas como “Penélope”, “Esos locos bajitos” y, también, por “Caminos de Guanajuato”, en un homenaje a su autor, José Alfredo Jiménez. Y si el olor del maíz y el ají inunda las pequeñas calles escarpadas y serpenteantes de esta antigua fortaleza colonial que poco tiene que ver con Buenos Aires, el humor popular, en cambio, se le parece bastante. Durante uno de los numerosos monólogos que intercaló entre canción y canción, mientras hablaba de cómo lo había cambiado ser padre, un hombre gritó “Soy tu hijo, maestro”. Y no se hizo esperar la voz femenina que replicó “Entonces yo soy la madre”.
El Festival Cervantino lleva ya treinta y seis ediciones y se caracteriza entre otras cosas por el eclecticismo. Serrat en el comienzo y Café Tacuba en el cierre demarcan un territorio en el que caben el recital del notable tenor mexicano Ramón Vargas, músicos de vanguardia como el trompetista Markus Stockhausen o el legendario Roscoe Mitchell, que integró el Art Ensemble of Chicago, la impactante Orestíada de Esquilo del Deutches Theater de Berlín, dirigida y adaptada por Michael Thalheimer y donde la sangre es protagonista en sentido literal, Ana Belén leyendo a Mercé Redoreda, la puesta que el argentino Marcelo Lombardero realizó de Manon Lescaut de Puccini para la Opera Nacional de México –aquí repuesta por Pablo Maritano– o Jordi Savall haciendo música barroca mexicana junto a un grupo local en el ámbito sobrecogedor del Templo de la Valenciana. Entre las propuestas resulta particularmente destacable la presencia del Teatro Romea, dirigido por Calixto Bieito, que llegó al festival como parte de la colaboración con la Generalitat de Catalunya, invitada especial de la edición de este año. La versión que Bieito hizo del cantar de gesta Tirant lo blanc es una verdadera catarata de estímulos teatrales y, como en los mejores tiempos, logró que en su primera función una buena parte de los concurrentes se retirara indignada mientras la otra, en el final, lo aplaudiera entusiasmada durante largos minutos. Tal vez fuera demasiado el texto en valenciano antiguo, sumado a los desnudos, las salpicaduras de diversos líquidos; entre ellos la sangre de unos conejos despanzurrados; o la genial actriz que hacía de organista ciega y que tocaba fantásticamente su instrumento a la vez que cantaba de manera extraordinaria y se desvestía, o la instalación de toda una cocina en escena donde no sólo se desarrollaron algunas escenas sexuales sino que quien había hecho en algún momento de obispo preparó una paella que convidó al público junto a una copa de vino, y unos bizcochitos que ofreció a los concurrentes como si se tratara de hostias.
También fue parte del Cervantino un encuentro organizado por el Comité Iberoamericano de Periodismo Cultural que culminó el sábado y del que participaron representantes de toda Iberoamérica, incluyendo los hispanoparlantes de Los Angeles, sumados a Brasil, Portugal y España. Allí, PáginaI12 fue el único invitado argentino y su experiencia tomada como referencia. Frente a realidades como la guatemalteca, la nicaragüense, la dominicana o incluso la de la mayoría de los diarios mexicanos, donde es escueto el espacio de lo cultural, más allá de las numerosas discusiones acerca de qué es lo que eso significa realmente, las secciones de Cultura y Espectáculos y el suplemento Radar, frecuentemente consultados por Internet por los colegas de otros países, aparecen como rara avis. Es que una sección que destina un mínimo de seis páginas diarias (que muchas veces son siete u ocho) a ese campo, manejando un fructífero tránsito entre los “espectáculos” –que en este caso no incluyen la farándula y sus satélites– y la “cultura”, y un suplemento como Radar están lejos de ser la norma en el periodismo hispanoparlante.
Los “entremeses” cervantinos que dieron origen al festival y que por la noche todavía salpican con trajes renacentistas y los textos en español antiguo las angostas veredas, las plazas y las fuentes de la ciudad, se codean con una multitud que impide casi el desplazamiento a pie y lo hace imposible en cualquier vehículo. Las estadísticas indican que en cada festival la población de Guanajuato se duplica. Y es que si no, no sería posible que el auditorio maravilloso donde tiene lugar Tirant lo blanc esté tan lleno como el exótico teatro Juárez, con una decoración entre morisca y azteca, donde se lleva a cabo la ovacionada Manon Lescaut. Producida por un equipo argentino, sería protagonizada por la chilena Verónica Villarroel y el tenor mexicano Alfredo Portilla, pero éste pudo cantar apenas el primer acto ya que, afectado por una alergia, debió ceder su lugar a Richard Bauer. La Orquesta del Teatro de Bellas Artes, con la conducción de Guido Maria Guida, cumplió una excelente labor y se destacó en el notable interludio que precede al tercer acto. En esta versión escénica, donde se destacaron Villarroel y el barítono Jesús Sastre, en el papel de su hermano, resultó ejemplar la construcción de las escenas grupales. El realismo de las acciones, apoyado por el excelente vestuario de Luciana Gutman, se enriquece con el contraste con una escenografía y una iluminación que rozan lo onírico, sobre todo en el último acto, donde lo corpóreo es reemplazado por la proyección de un desierto con una luna gigantesca y febril que acompaña la muerte de la protagonista.
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