Martes, 28 de octubre de 2008 | Hoy
OPINIóN
Por Rocco Carbone *
Crítica y grotesco rigen a los personajes de Capusotto. Pregunto: ¿hubiera podido ser de otro modo, con un apellido que conjuga palabras como capu y sotto que, en los dialectos meridionales de Italia, quieren decir “cabeza abajo”? El grotesco, se sabe, es un mundo reorientado y desjerarquizado. Ordenado al revés. Patas arriba, galeanamente. O cabeza abajo. Entonces, los personajes, funcionales al apellido que lleva puesto el (otro) Diego, son producto de una intersección. Como ese prototipo que encarnaba las intuiciones de Scalabrini Ortiz acerca del ser nacional y cuyo símbolo topográfico es un cruce: Corrientes y Esmeralda. También los personajes de Capusotto condensan elementos originales cuya índole es disímil. Mezclan contrarios que se reflejan uno en otro; expresiones imprevisibles y libres exhibidas como el resultado de una “anomalía”.
Distintivo resaltado –en lo que se refiere al Bombi Rodríguez– por Horacio González, quien subrayaba en PáginaI12 que el arte combinatorio de Capusotto “consiste en agrupar dos términos provenientes de universos incompatibles”. Y eso es Bombita, justamente, quien condensa las crispaciones de la historia argentina reciente. En su doble condición de hijo y de militante. Montonero, nac & pop, hijo de la vedette nacionalista católica Tacuara (apellido, en este caso; pero sobre todo aquel movimiento nacionalista de ultraderecha nacido después de la caída de Perón que profesaba la restauración de la enseñanza religiosa en las escuelas, el revisionismo histórico y un antisemitismo-antiizquierdismo exacerbados) y de un judío, ni más ni menos: Grunkel Abramov, clown trotskista. Los personajes de Capusotto, evidente, se articulan sobre un hibridaje. Su unidad descansa sobre un número: el dos.
Se tensan entre lo cómico y lo dramático. Y su principio epistémico es doble, complejo, contradictorio, para nada estático. Todo lo contrario: más bien. Es así que los efectos psíquicos que estimulan no son unívocos sino ambivalentes. Despiertan sensaciones contradictorias. Bombita “produce una feliz intranquilidad” (González). Y como él, también los demás personajes se sitúan dentro de las formas de la risa y el llanto. Provocan “fascinación” a partir de cosas repugnantes (Micky Vainilla, en concreto). Y hacen reír, escandalizando. La sonrisa que promueven no es sólo convulsiva. Sino preocupada. Más: nerviosa. Las situaciones que ocasionan nos producen también temor. A nuestra sonrisa se sobrepone un estremecimiento. O: la risa es ensordecedora en un principio, pero cuando racionalizamos la situación que la provoca, nos asalta otro sentimiento: la preocupación, si ir más allá, la angustia.
Cuando nos percatamos de la contradicción que estamos experimentando, debemos reconocer que hemos entrado en el espacio de lo grotesco. Y de la crítica al contorno. Más general: lo que experimentamos es un sentimiento de perplejidad acerca de lo que sucede y de cómo reaccionar frente a ello. O no es eso, pregunto, lo que experimentamos frente al discurso “macrista” hecho carne en la figura chaplinesca de Micky Vainilla. Este nos canta enfáticamente acerca de su country electrificado –protegido por un ente de seguridad con estética de escuadrón nazi– en el cual circulan tres morochos no hostiles que reforman un baño y “a las siete se van a su casa, en el conurbano”.
De divisiones, se habla: “unidos pero no juntos” en la ciudad, vallas mediante, en función de la clase, después de Beijing y alrededor del Obelisco: un sketch. Pero también se enfatiza la limpieza y la seguridad. Expresiones de clase que delatan el desprecio por los “morochos”, “cabezas” y cualquier sector postergado puede ocupar esta categoría: sectores populares, apelando a otro tipo de narrativa. Eso es Micky Vainilla. Está claro: ecos (y no tanto) ideológicos con fondo amarillo. Frente a todo esto, tranquilidad y despreocupación se me van trastrocando en temor (más: terror), sobre todo si consideramos las expresiones artísticas como un conjunto de actos, y de situaciones posibles, susceptibles de acontecer en la realidad. Y que en el caso específico de Capusotto acontecen o acontecieron en la Argentina. Sea. La misma risa preocupada emerge frente al cobani que, didáctico, asegura: “el jipi y la jipa son putos”.
A sus explicaciones sigue una suerte de subtitulado diferido sobre pantalla negra que conjuga un letrero y una voz que sobreactúa una pronunciación castiza. Hasta acá: risa franca y contagiosa. Que se transforma en angustiosa cuando descubrimos (y lo racionalizamos) cómo el policía reacciona contra sus deshumanizados monigotes: con una cachiporra los desaparece del escenario. La situación es de un humorismo grotesco (y crítico: el hippie no es el hippie, es la otredad a borrar), ya que el humor se exhibe como un medio de conseguir placer a pesar de los efectos dolorosos que se oponen a él y aparece en sustitución de los mismos. El recorrido de esta narración nos define una conclusión que considero corroborable. Los personajes de Capusotto formulan una lectura crítica inquietante y no por eso menos certera de la historia argentina. Historia que es siempre dos cosas a la vez, sin posibilidad de aislar un aspecto del otro, que es su contrario. Los dos extremos en juego se condicionan mutuamente. Entonces, la naturaleza de estos personajes expresa la plenitud contradictoria y dual de la historia política –y de la cultural también– de este país.
* Ensayista e investigador y docente de la Universidad Nacional de General Sarmiento.
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