LOS PERSONAJES Y LOS MISTERIOS DEL CARNAVAL URUGUAYO
Tipos curtidos en la fiesta carnavalera de Montevideo, como Pepe “Veneno” Alanís, el Canario Pereyra y los integrantes de Yambo Kenia Pedro y Cheché disparan anécdotas de un ritual que mantiene una increíble vigencia. Donde la vida y la política se cruzan a golpe de tambor.
› Por Facundo García
Desde Montevideo
Se pueden hacer mil teorías sociológicas, pero a la hora de la verdad la única certeza acerca del carnaval es que guarda un misterio. ¿Por qué ese espíritu atorrante conquista a tantos, haciendo que recuerden por décadas canciones o amantes que quizá nunca más se cruzarán por su camino? De poco valen las respuestas científicas. Hay que conformarse con las pistas que ofrece el lenguaje poético, o con lo que sugieren las melodías. Para entender a Luis Alberto “Canario” Pereyra, por ejemplo, hay que imaginar que las compuertas que separan el sueño de la vigilia se han caído a pedazos. De otro modo no se comprende cómo hace el tipo para dormir dos horas diarias desde hace semanas, en un laberinto de horarios, lentejuelas y tambores que lo tiene en pie desde las cinco y cuarto de la madrugada. Cuando le comentan cómo va a hacer para aguantar los cuarenta y cinco días que dura la fiesta popular, él suelta, mate en mano, una carcajada gigante. Y canta. Esa es su contestación.
Canta bien, el Canario. Tiene una voz que anida rápido en el que oye, y deja un nudo en la garganta. A las diez de la mañana, el calavera acaba de pasear sus canciones por seis o siete tablados. Sin embargo está ahí, cumpliendo con su empleo de todos los días, con su oficio de utilero a cuestas. Las paredes blancas y azules del Club Liverpool son testigos silenciosos de cómo dobla cientos de camisetas, lava medias y ordena pantalones para que el equipo salga a la cancha rutilante. Cuando llegue la noche, eso sí, será su turno. Con un único gesto se pondrá por enésima vez el traje fucsia que usa el grupo de parodistas al que pertenece, los Zíngaros. Entonces el cansancio quedará abajo, esperándolo entre las butacas.
“Ya son treinta años de carnavales. En 1980 fui miembro fundador de la famosa Reina de la Teja, cuando la represión nos perseguía igual que las moscas”, recapitula el cantante. Su participación en diferentes grupos le permitió viajar por varios países, consagrarse varias veces como mejor solista de murga y forjarse un autorretrato repleto de hazañas y aventuras, por fuera de la monotonía que le hubiera dado su rutina de obrero raso. Claro que en ocasiones la memoria se vuelve pesadilla. “Me acuerdo que desde el acoplado del camión escuchabas que los gurises de los barrios corrían al lado del vehículo, gritando ‘ahí viene la murga, vó’ –se transporta–. De repente, aparecía una camioneta del ejército y nos querían llevar porque en una actuación uno de nosotros había levantado la mano con el puño cerrado. Era así. No se podía levantar la mano izquierda, y en medio de las actuaciones alguno se había olvidado. Yo mismo a veces me descuidaba y veía que ahí abajo los matones se ponían a cuchichear. Mirá, tocame el brazo. Todavía se me pone la carne de gallina.”
La celebración popular salpica los asuntos políticos, por lo que nunca le faltaron enemigos. Mucho antes de la fundación de La Reina de la Teja, carnavaleros como Pepe “Veneno” Alanís ya habían sido encarcelados, torturados y obligados a exiliarse. Un gordo lo señala sigilosamente: “Si te interesa eso preguntale a Veneno, que tenía una murga anarquista”, susurra. Efectivamente, en los setenta Alanís tuvo que disparar para Suecia en carácter de refugiado. Hasta que hace cuatro años se vio lejos de su patria y jubilado, confesándose lo que ahora repite frente a la bahía de Montevideo: “Yo siempre quise terminar en mi paisito”. En consecuencia, dejó la paz escandinava y se volvió solo. Allá quedaron su ex mujer, su hijo y su nieto.
Pepe pertenecía a las Juventudes Libertarias de la Federación Anarquista Uruguaya cuando en 1969 fundó La Soberana. “Queríamos popularizar el teatro, dado que acá los pseudointelectuales pretendían que en las barriadas se representaran únicamente obras de Tennessee Williams o de Arthur Miller”, revela el hombre. Las letras murgueras se volvieron más y más ácidas, e incluso Veneno y sus compañeros llegaron a subirse a escena encadenados, con un mapa de Uruguay en el sombrero. “Se generó un movimiento que yo no había visto y no volví a ver después. Caravanas enteras nos seguían de un tablado a otro. En auto, en bicicleta, caminando. En 1974 nos animamos a dedicarles nuestra despedida a tres Pablos: Picasso, Casals y Neruda, que habían muerto por aquella época. El resultado fue que nos prohibieron y me encarcelaron por ‘vilipendio, escarnio y atentado moral a las fuerzas armadas’. Fueron tres años y cuatro meses en la cárcel de Punta Carretas –hoy un shopping–, junto a 445 compañeros”. Veneno se detiene. Se sienta a la orilla del Río de la Plata, enciende un pucho y queda en silencio. No quiere arruinarse el carnaval.
Desde que el Frente Amplio llegó al poder en 2004, la “línea editorial” de muchos carnavaleros se ha vuelto más tolerante con las políticas oficiales. Cosa que no le gusta ni medio a Carlos “Doble Filo” Soto, poeta y periodista que a pesar de sus ochenta pirulos invita a abordar el tema con ayuda de un “whiskicito” a las once de la mañana. “En la era de oro de los carnavales, que para mí fue del ’47 al ’75, se atacaba a los gobiernos sin mirar colores, a diferencia de lo que pasa actualmente”, reclama.
Soto muestra fotos antiguas y hasta una insólita enciclopedia de “murgología”. Recorriendo sus artículos, sorprende descubrir la cantidad de veces que la política argentina tuvo eco en los guiones locales. Y no sólo recientemente –De la Rúa era una imitación cantada–, sino desde mucho antes. “En 1946 hicimos la parodia de Perón”, advierte Doble Filo, mientras acomoda sobre la mesa la imagen en blanco y negro de un personaje en motoneta, peinado para atrás y perseguido por una dudosa estudiante secundaria que parece pedirle que la espere.
–Usted tiene doce premios a la mejor canción “de retirada”. Es el momento más importante en la actuación de una murga, porque es donde la letra y el mensaje cobran mayor peso. ¿Cómo llegó a convertirse en poeta de Carnaval?
–Es inexplicable. Supongo que la influencia vino del vecindario, con señores que a fuerza de escribir se ganaban un prestigio impresionante entre los que vivíamos en las cuadras cercanas. No te olvides que hasta mediados de los setenta pertenecer a una zona u otra era acá como ser de un club de fútbol, te daba identidad para todo el viaje. En ese equipo, el poeta era un jugador clave, un ídolo. Ibamos a conocer a esos referentes al Café Británico, u oíamos los coros que se formaban en tres o cuatro esquinas famosas. Luego se formó el Coro de la Aduana. Allí empecé yo. Cuando escuché que el almacenero cantaba mis letras, sentí por primera vez que realmente estaba escribiendo.
No hay carnavalero curtido que desconozca la despedida que Soto compuso para los legendarios Asaltantes con Patente, allá por 1961. “Gorrión que abriendo sus alas/deja su nido de sombra/porque la tímida alondra/en el azul la reclama”, decía. En ese estilo poético y nada facilista, Doble Filo ha seguido creando. El 2009 lo encontró versificando para la mítica “Cuareim 1080” y –según sus propias palabras– “esquivando a toda costa el estilo chabacano que nos impone aquí la televisión argentina”. Antes de que se encabrite aún más contra el auge de lo soez, llega su esposa Perla y pone un CD de viejas grabaciones. “Nosotros nos conocimos en carnaval, hace cincuenta y tres años”, cuenta ella. La pareja se mira con intimidad y silencio, como si el periodista fuese un florero.
Desde luego, otros romances de carnaval son menos afortunados. Hay artistas que se llevan dispensers de agua mineral cargados de vino tinto, con el desbarajuste marital que eso propicia. Eso es sólo un detalle. Para el que lo vive diariamente, semejante jolgorio termina por trastrocar la personalidad. En efecto, horas después de la entrevista con Soto, la cena se interrumpe ante los gritos de una joven que propina cachetazos a su novio en ritmo de semicorcheas. Al rato ya es vox populi que el donjuán había mandado a su chica a que lo esperara en un escenario y se había rajado con una amante a otro de los veinticinco o treinta tablados que hay en la ciudad. Mala suerte, lo pescaron. “¿Quién es ésta?, ¡explicame! ¡No me hagás pegarte al pedo!”, grita la despechada, que sigue tirando sopapos. Y el chanta cobra de lo lindo, en silencio.
Al día siguiente la pregunta se vuelve inevitable en el galpón del Club Miramar, al otro extremo de la capital: “¿Amores de carnaval? Uy, ¡se complicó!”. El negro Pedro Díaz le guiña el ojo al todavía más negro Cheché Santos, ambos cantantes de Yambo Kenia. Su agrupación acaba de ganar el desfile inaugural y el de las llamadas, así que están de buen humor. Pedro es el más grandote, usa una musculosa y es el que está cebando. Tal vez por eso se anima a evaluar las modificaciones que ese mes de locura provoca en la vida sentimental. De paso, tira una fórmula tentadora: “A mí me sucede al revés que a varios. Con mi ex mujer nos separamos durante el año, y cada vez que viene el Carnaval nos juntamos...”.
–Se levanta mucho interpretando ahí arriba, ¿no?
–Y, siempre va a haber una rota para un descosido. El que le agarró la mano a esto sabe que es uno el que se tiene que ubicar, porque nunca sabés en qué te estás metiendo cuando te enganchás con una mujer...
–Sí, puede ser casada...
–¡No!, ¡es que son casadas siempre!
Pedro nació en Melo, en la frontera con Brasil. Se inició cantando spirituals y lamentos en portugués. De la música religiosa pasó al género romántico, en una carrera que lo paseó sin pudores por hoteles de cinco estrellas y por whiskerías perdidas de la Patagonia. Hasta que en 2000 debutó como artista carnavalero. En contraste, el derrotero de Cheché es muy diferente. “Nací adentro de un tambor –metaforiza–. Si preguntaban ‘quién sabe cantar’, yo levantaba la mano, aunque todavía estuviera en la cuna. De adolescente, me marcó haber sido vecino del gran Eduardo Mateo, un ‘oreja de repollo’ que componía –te lo juro– hasta cuando estaba sentado en el inodoro.”
Es imposible transcribir la retahíla de nombres y genealogías que intercambian los dos Pedro y Cheché cuando entran en confianza. Es un universo ajeno y fascinante, con anecdotarios que no tienen freno posible. Los amigos continúan enumerando, soltando estribillos roncos y tomando mate hasta que se pierde noción del tiempo y sus facetas. “¿Que dónde está realmente el carnaval? –resumen al final, señalándose a ellos mismos con sus cuatro manos enormes–. Está acá adentro. Los que cantan son nuestros ancestros.”
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