OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
I wanna rock and roll all nite/
and party every day.
(Simmons/Stanley, 1975)
A comienzos de los ’80, Argentina era un lugar raro para el consumidor de música. En la misma disquería podían convivir impecables ediciones importadas, efecto del plan económico de Martínez de Hoz, y al mismo precio (o más) discos nacionales hechos de vinilo que flameaba, títulos de canciones traducidos al borde del ridículo y escasa información. Ese contexto, la dificultad para recabar data precisa más allá de las gloriosas Expreso Imaginario y Pelo (que hacían lo que podían, y era mucho, desde este culo del mundo), hacía brotar como familia de hongos esos maravillosos rumores que decían que Freddie Mercury se había cortado un testículo para subir su voz una octava, que Ozzy Osbourne mordía murciélagos o que KISS... Ah, KISS: qué sería del imaginario rockero sin ellos. En las charlas de colegio se meneaban cuestiones capitales como el apisonamiento de pollitos en escena, la lengua de vaca de Gene Simmons, la supuesta sigla Kings In Satanic Service o la leyenda urbana lanzada por los bienpensantes para alejar a la juventud argentina de esa lacra maquillada: que la edición estadounidense de Double Platinum “traía droga”, para esclavizar a los fans.
Hoy, una eternidad después, Paul Stanley y Gene Si-mmons (los otros dos son apenas unos empleados de pintura prestada) son como amigos de la casa: vinieron a cara lavada, vinieron con las jetas embadurnadas, vinieron en 3-D –ese inolvidable show con miles de personas en River viendo rock con anteojitos de cartón—, y mañana cerrarán en River el Quilmes Rock para un público que hace tiempo se acostumbró a reírse del legendario pollicidio, y los sigue llevando en el corazón. Todo esto sonaba a imposible en 1981, cuando en el kiosco se podían comprar las figuritas de KISS o las de Queen (país futbolero, uno “era de” KISS o de Queen: pocos se atrevían a “ser de” ambos), y verlos en movimiento en el inimputable telefilm –aquí estrenado en cines– KISS contra los fantasmas producía una gozosa mezcla de asombro y satisfacción.
Esa clase de artistas que asustaban a la abuelita eran el código secreto de una generación descolocada, demasiado joven para haber participado de la caliente primera porción de los ’70 pero que aún así sospechaba que la cultura oficial nada tenía que ver con sus instintos. Hablar de KISS era escaparle a ABBA, a Raffaella Carra, a Richard Clayderman, a los programas juveniles de TV, a lo que surgía de los parlantes de una radio que apestaba. Mientras en el intercambio de figuritas se desdeñaba la ultrarrepetida de John Deacon, alguien podía comentar que el hermano mayor lo había llevado al show de Seru Giran y que las canciones de Peperina sonaban mejor que las de Bicicleta. Y eso que en ese disco Charly García cantaba sobre “Un río de cabezas aplastadas bajo el mismo pie”, contaba que “los inocentes son los culpables, dice su señoría/ el rey de espadas” y, en “Mientras miro las nuevas olas”, se burlaba de la “nueva ola” del Club del Clan. De esa clase de cosas que defendía la cultura oficial de un país milico.
En el Club del Clan había surgido alguien que se autodenominaba “El Rey”. Un chango tucumano que cantaba, a bordo de un buque, “Me gusta el mar, tengo alma de navegante/ mi bandera va adelante y mi corazón detrás/ Me gusta el mar, soy guardián de mi frontera, donde empieza mi bandera se terminan las demás”. Para la generación descolocada, aterrada por el sorteo de la colimba, esos versos alcanzaban para odiarlo. Y si eso no bastaba, estaba su papel de “Principal Alberto Nadal” en Brigada en acción (donde decía “la policía argentina es una de las mejores preparadas del mundo”) o la letra que hablaba de tirar alguien al río en la parte más profunda, o la intolerable memez de ¡Qué linda es mi familia! (última película de ese símbolo de la sanidad argentina que era Luis Sandrini), Locos por la música o La sonrisa de mamá. “Si ellos son la patria, yo soy extranjero”, había cantado Charly en Sui Generis, y uno se apropiaba de la frase.
Casi tres décadas después, frente a la Basílica de Luján, Charly García se baja de una combi apoyándose en el hombro de Palito Ortega. Y el integrante de la generación descolocada siente que alguien le anduvo revolviendo todos los papeles.
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La reaparición de Charly sobre un escenario fue el campanazo de largada para una semana empalagosa. Mientras los espacios virtuales ardían con debates sobre el estado de García, el discurso generalizado buscó expresar la alegría y el entusiasmo porque “Charly está bien”. Nada casualmente, el fan promedio se plegó a esa visión, mientras observadores más imparciales advertían que el Charly de Luján no estaba “bien”. Gordo/hinchado, sí. Sin brotes violentos, sí. Tranquilo. Muy tranquilo. Químicamente tranquilo. Es obvio que su salud ha mejorado, que come y duerme con cierta normalidad, que su riesgo de muerte es menor que hace unos meses: imposible no alegrarse por eso. Pero es evidente que el músico (por si hace falta aclararlo: uno de nuestros músicos capitales, imprescindible para contar la historia del rock argentino) es tan poco dueño de sus actos hoy como cuando otra clase de drogas recorría su cuerpo.
El espectáculo televisado de Luján fue tan morboso como el de Mendoza, Charly tirado en el piso con un enfermero sobre su espalda. En Luján se exhibieron las miserias de un hombre aún en proceso de recuperación, y sobre eso se construyó un discurso de que ahora está bien, se encamina a ser un elemento útil a la sociedad y no ese loco de mierda que era antes. Que el lugar elegido estuviera a diez minutos de la quinta de Ortega fue desdeñado en pro de una justificación cristiana: Charly quería “agradecerle a Dios su recuperación”. La incomodidad que produce el modo en que aquella cultura oficial sana, limpia y católica se apropia del hombre que le escupió sus mejores ironías a la cara supera la alegría por saber que sigue en pie.
“En las terapias de recuperación es habitual hacer esto, pero en privado”, comentó en una charla informal José María Arcucci, guitarrista y cantante del grupo Laguneros y musicoterapeuta de larga labor con pacientes de toda clase. “Si el paciente es músico toca puertas adentro de la institución, para familiares y los mismos enfermeros y médicos. Es un paso importante y es útil, pero debería formar parte del mundo interno de la recuperación.” Puede deducirse que Charly necesitaba un empujoncito de su gente, que fue un berretín concedido por quienes lo vigilan, pero también ha quedado claro más de una vez que el público le hace bien, pero también mal. Y lo público le viene jugando muy en contra: el acto de una estrella demoliendo hoteles y su propia humanidad debería ser tan privado como el difícil camino de la desintoxicación. Lo de Mendoza fue público, lo de Luján también. Sería preferible reencontrarse con Charly entero de verdad, en un show que nos volara la cabeza.
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Las imágenes de Charly, afortunadamente, duraron poco: la muerte de Raúl Ricardo Alfonsín produjo la gran ola informativa de la semana, y una nueva clase de consenso excesivo y extenuante. La necesidad de mantener emotiva la pantalla para evitar la fuga hacia otro canal llevó a una cobertura en la que Alfonsín fue elevado a la categoría de semidiós. Fueron pocos los analistas y opinadores que escaparon al esquema de una celebración exaltada de sus indiscutibles logros y una minimización de sus tremendas metidas de gamba. Cámaras en el Congreso, cámaras en la calle, cámaras aéreas, movileros que buscaban la lágrima de la doña con el “señora, señora, ¿qué recuerdos tiene de Alfonsín?”. Hasta el capo de la misma Sociedad Rural que lo rechiflaba cuando quería hablar copó las cámaras para enaltecer la figura del padre de la democracia.
En ese contexto, dos canales dieron la nota: a las 21 del martes, cuando ya todos estaban en cadena, Canal 9 siguió adelante con su desfile de enlatados. La estrategia le viene alcanzando para sobrevivir, con lo que no valía la pena ponerse en grandes esfuerzos cuando la gente iba a preferir a los demás. E incluso podía quedar como alternativa pasable para el que en 1983 votó a Luder y sigue creyendo que era el mejor. Crónica TV, los inimputables de siempre, siguió adelante con la transmisión del sorteo de la quiniela (que es un espacio pago, y produce picos de rating): sólo al terminar de cantar la última letra anunció que era oficial, que había muerto Alfonsín. Poco después, mientras la competencia mandaba al aire los especiales que se empezaron a editar en cuanto se supo que lo del ex presidente era grave, el canal de la placa roja mandó un homenaje a... Alfredo Barbieri. Ninguno de los dos casos sorprende: nadie espera demasiado de un canal de telenovelas, y Crónica, firme junto al pueblo, es demasiado peronista como para empezar a babearse de admiración por Alfonsín.
Otra curiosidad del destino: en 1989, cuando el gobierno de Alfonsín se caía a pedazos y las plazas se llenaban como ahora pero para putearlo, Charly García sostenía su preferencia por Angeloz y se negaba a pronunciar el apellido del candidato del PJ, al que llamaba Nemen Never. Ahora está más cerca de Carlos que de la UCR.
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A comienzos de los ’80, Argentina era un lugar raro. Hoy, una eternidad después, lo sigue siendo. Y mañana toca KISS.
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