OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
El reloj es enemigo de la cultura. Es cierto, se ha señalado un amplio arco de obstáculos que van de la imposibilidad económica o social al garrote embrutecedor milico (“el palito de abollar ideologías”, Mafalda dixit), pero al cabo la principal barrera entre el ser humano y su voluntad de alcanzar cultura está medida en minutos. No por nada la cuestión es recurrente en obras literarias, cinematográficas, musicales, teatrales: El tiempo está de mi lado, cantan Los Rolling Stones, mientras Pink Floyd retruca que el sol es el mismo pero vos sos más viejo, corto de aliento y más cercano a la muerte. We’re running out of time, es el latiguillo de ese Jack Bauer cada temporada más desteñido, más aburrido, lleno de clichés, poseído por sus pequeños gestos. Incapaz de ganar cultura con tan poco tiempo entre balazo y balazo, entre la apretada sádica a un prisionero y la desactivación de una bomba atómica. ¿Quién puede sentarse a leer un libro en semejantes circunstancias? ¿Hay función de teatro a las 4 de la matina, cuando Jack termine de liquidar terroristas malos y se pueda poner una venda en la herida y una corbata decente?
Leer, ver ese programa o esa peli que nos recomendaron; sentarse a escuchar con toda atención el encantador From the corner to the block de Galactic, el hipnótico Radio retaliation de Thievery Corporation o el nuevo delirio de la Easy Stars All Stars, el tributo a Sgt. Pepper de la Lonely Hearts Dub Band; llevar al pibe al cine a ver Monstruos vs. Aliens en este 3-D de siglo XXI, que hace que aunque una película esté muy lejos de una Toy Story o un Wallace & Gromit, la experiencia sea inolvidable. Aquellos anteojitos de cartón ahora dan risa, son de otro... tiempo. Pero nos falta tiempo para todo. Aprovechamos veinte minutos de subte para hundir la cara en el libro mientras el iPod nos pone al tanto del disco de tal, miramos la tele en el andén para que no se nos escape algún quilombo que esté pasando, vemos los carteles de cursos extracurriculares de la UBA y nos lamentamos por enésima vez de que estaría bueno avanzar con el inglés, o animarse al italiano, o sorprender a la familia largando una perorata en ídish en el próximo Pesaj. Da lo mismo: es el acto de cultura que también nos gustaría llevar a cabo si no fuera porque tenemos tan poco tiempo, tan poco tiempo.
El tiempo se divide en minutos. La vida debería dividirse en compases.
El tiempo, los años que pasan, es también uno de los protagonistas de El poder del perro, de Don Winslow: uno de esos libros que provocan que uno le robe minutos a todo para poder seguir pasando páginas. “Abandonen toda esperanza (de soltar este libro) quienes entren aquí”, escribe Rodrigo Fresán en un prólogo que se deshace en halagos a los que no queda otra que darles la razón, toda la razón. Es un ladrillo de más de 700 páginas que asusta a cualquiera preocupado por el tiempo para leer, pero una vez que se empezó sólo queda el placer de que son un montón de páginas para disfrutar. Ya se verá cómo.
No es sólo que Winslow escribe como los dioses, con un estilo seco y rotundo que quita el aliento. De 1975 a 2004, el escritor estadounidense desgrana la historia de Art Keller, agente de la DEA a quien en primera instancia podría encajársele el término “incorruptible” pero en realidad es inadecuado, porque es un hombre que debe moverse en ámbitos donde abundan los grises. Y el rojo sangre. Keller es un tipo de principios tan sólidos como los de un Philip Marlowe, pero con un laburo enormemente más peligroso, más taimado. Mitad mexicano mitad gringo, Art, Arthur, Arturo camina entre el fuego del narcotráfico continental, el trampolín mexicano que introduce en el próspero mercado estadounidense la cocaína, la maría y el crack originados en Colombia. En esa senda en llamas, Keller se cruza con los Barrera mexicanos y los Cimino y Calabrese neoyorquinos, asesinos de la mafia y asesinos de la CIA (y a veces ambas cosas a la vez), el cambio de drogas por armas en el asunto de los Contras con Reagan, la pulseada de la Iglesia mexicana y el Vaticano con el gobierno durante el terremoto de 1985. Crack, guita a raudales, torturas bestiales y plomo por toneladas: como señala James Ellroy en la tapa, El poder del perro es “una hermosa visión en miniatura del infierno”. Un libro que exige ganarle tiempo al tiempo.
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La tiranía de los minutos, la depresión frente a la enorme biblioteca que nunca llegaremos a leer, limita además la capacidad de volver atrás, releer los cuentos de Cortázar, volver a escuchar el segundo de Talking Heads, mirar un episodio de la primera temporada de Dr. House (que en su quinto año demuestra que mejora más y más con el... tiempo) quedan necesariamente relegados por lo que aún no leímos, vimos, escuchamos. Recordamos el placer que nos dio conocer a Ignatius J. Reilly, pero en este momento Art Keller nos tiene agarrados del cogote.
En ese contexto, ¿cómo recibir la noticia de que el 9 de septiembre saldrá a la venta la discografía completa de The Beatles, ahora sí recontrarremasterizada y con el arte original pero también ampliado como para babearse? Los Beatles son el alimento base, consumido con placer a lo largo de las décadas, eso a lo que siempre se vuelve. La movida de EMI es tan noble como oportunista: es cierto, hay mucho por corregir en las grabaciones de The Beatles, aunque ellos se las arreglaron muy bien para obrar milagros con aparatos vetustos. Pero es inevitable advertir el contexto de crisis financiera general, y las pequeñas crisis que la industria musical ya tenía que afrontar antes de que el Muro de Wall Street se viniera abajo. Seguramente la restauración sonora tuvo su precio en libras, pero volver a poner en el mercado el catálogo más sólido de la historia (los discos de Los Beatles nunca tienen precio de oferta) a un costo menor del que llevaría producirlo, volver a apelar al fiel corazón del amante Beatle, es una jugada ciertamente rentable. Y dinero no es lo que anda sobrando en estas épocas.
Entonces, tic tac tic tac, el tiempo vuelve atrás y nos sitúa en el exacto lugar en que estábamos la primera vez que escuchamos Revolver. Tic tac, la aguja parece detenida una vez más (porque eso es lo que pasa cuando leemos un gran libro, vemos una gran película, nos topamos con el disco inolvidable: todo se detiene, la juventud eterna es posible) pero es un engaño porque la aguja sigue corriendo, sign’o’the times mess with your mind, hurry before it’s 2 late, y un fan de The Beatles no puede desperdiciar esta oportunidad de quebrarse el marote con las canciones de siempre pero en límpido sonido, pero también esto y aquello está esperando la atención. Demasiado.
El tema también se menea en los blogs y foros de Internet, donde se cruzan los melómanos: allí, la vieja guardia no termina de entender esa noria interminable en la que caen los usuarios más jóvenes, que bajan y bajan álbumes en forma compulsiva, le prestan media escuchada y pasan al siguiente. La desesperación por el tiempo que no alcanza parece más palpable en esa costumbre, esa cosa más de coleccionista de files que de apasionado: hay que hacer download de todo eso porque está ahí, al alcance de la banda ancha, aun con la plena conciencia de que la cantidad de tiempo bajado ocuparía sin pausas los próximos, digamos, seis o siete meses. La industria musical debería poner una atención más fina en ese fenómeno: la gente se baja un montón de material ilegalmente, es verdad, pero no ha dejado de comprar discos. Y probablemente seleccione sus compras culturales, que no son precisamente moneditas, apelando a ese método. Las ruedas –los engranajes– siguen girando, en los últimos cinco o seis años las cifras de ventas de música vivieron en ascenso.
En El poder del perro, Art Keller también reflexiona sobre el tiempo. Está a punto de ponerle las manos encima al Tío Barrera, capo del trampolín mexicano, en una operación que exigió un complejo y delicado entramado político entre México y Estados Unidos, y entre las mismas fuerzas de seguridad de cada país, y en la que “todo depende del factor tiempo”. “Es un golpe de Estado del Estado, piensa Art, planeado al segundo, y si este momento pasa, será imposible mantener el secreto un día más. La policía de Jalisco salvará a Barrera, el gobernador aducirá ignorancia y todo se acabará.”
Por suerte, nada se acaba allí: aún falta una mitad del libro. Aún queda tiempo para detener el tiempo. Aun podemos creer que toda la vida por delante nos permitirá seguir alimentando el intelecto, el alma.
Tic tac.
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