Mié 06.05.2009
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ARIEL DORFMAN Y SU NUEVO LIBRO: AMERICANOS. LOS PASOS DE MURIETA

“Todavía no hemos resuelto los problemas del siglo XIX”

El autor de Para leer al Pato Donald explica el sentido de su flamante –y monumental– novela épica, que involucra a varias generaciones en una trama atravesada por la historia de los EE.UU. y de América latina. “Los semivencidos también tienen algo que decir”, señala.

› Por Silvina Friera

La energía de Ariel Dorfman evoca inmediatamente la imagen de un gato que tira de la punta de un ovillo que nunca termina de desenredar. Como el gato, su curiosidad traviesa por ver qué hay más allá o más acá está inmunizada contra el cansancio. Aunque esté sentado, charlando y tomando un café, da la impresión de que vive en un perpetuo movimiento, que su cabeza y sus ojos avanzan más rápido que el resto de su cuerpo. En el hotel de Recoleta donde se hospeda este argentino-chileno-norteamericano que nació en el barrio de Flores en 1942, más precisamente sobre la calle Malvinas Argentinas, no para de recibir visitas, amigos que hace un tiempito que no veía. Nadie se va sin un ejemplar de la monumental Americanos. Los pasos de Murieta, recientemente publicada por Seix Barral. Lo de monumental no es sólo por la extensión, sino por el riesgo, la ambición, la inquietante y saludable desmesura de esta novela épica que involucra a varias generaciones de la familia Amador-Ocampo, protagonistas y testigos de un puñado de acontecimientos históricos que arrancan con la independencia de Estados Unidos (1776) hasta el comienzo de la Guerra de Secesión (1861). Este abanico temporal está cincelado por una trama de sucesos complejos como la ejecución de Tupac Amaru en Cusco, la empresa independentista de Bernardo O’Higgins, héroe y padre de la patria de Chile; los cimbronazos de ese territorio resbaladizo que era México, la revolución industrial en la región y la fiebre el oro en California. A esto hay que agregarle la leyenda de Murieta, un bandolero chileno o mexicano, cuya cabeza podía verse sumergida en whisky dentro de una gran botella.

A fuerza de machacar con el adjetivo, Americanos es monumental porque además de un aire de novela decimonónica escrita con los recursos del siglo XXI, entre los cuatro narradores hay un jabón. Sí, leyó bien, un pedazo de jabón. ¿Cuándo y dónde se ha visto que un Jaboncito sea el responsable de unir las piezas históricas de este rompecabezas? Uno se topa con la novela de Dorfman como si el tiempo no hubiera pasado; o como si nos deslizáramos por las aguas estancadas de un presente histórico.

“Casi todas las novelas que he escrito tienen un origen muy remoto, son ideas que andan dando vueltas por mi cabeza por mucho tiempo”, dice Dorfman en la entrevista con Página/12. “Uno de los problemas de contar la historia es que no puedes estar seguro de cómo ocurrieron esos acontecimientos, ni siquiera sabemos lo que ocurrió hace diez minutos. La historia es el lugar privilegiado de las disputas, donde los vencedores van imponiendo la pauta de cómo contar, pero los semivencidos también tienen algo que decir”, subraya el autor del emblemático Para leer al Pato Donald. Despejado el intríngulis del origen más remoto, su interés por escribir una novela histórica, el escritor se mete de lleno en el origen más específico. Exiliado de Chile, en su paso por París en 1975 asistió a la reposición de Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, una pieza teatral-operística de Pablo Neruda. Murieta era una especie de marioneta gigante que andaba con su cabeza cortada por el escenario. “Me sentí fulminado porque Murieta era yo. A mí también me habían decapitado, me habían cortado la relación entre el pensamiento y el corazón, entre el sexo y el cerebro”, recuerda Dorfman. “Murieta me estaba dando una novela del exilio; una novela de alguien que perdió su país y al que en tierra extranjera le han cortado la cabeza. Como a todos los exiliados, nos cortaban la cabeza. Los exiliados tuvimos que pasar por decapitaciones simbólicas y reales. El arraigo para mí se da fundamentalmente en el cuello, no en los pies. El cuello es el lugar del arraigo”, señala el escritor. “Todos los decapitados que hay en esta novela son históricos y ciertos. La idea de cortarle la cabeza a alguien es un acto de apropiación total; dejas el cuerpo sin cabeza y te quedas con el cerebro, el pensamiento, la memoria. Es decir, te haces de la cabeza.”

Una breve composición de la novela. Harrison Solar, uno de los narradores y protagonistas, llega al rancho de los Amador-Ocampo (que tiene dos hijos mellizos, Pablo y Rafael) para ofrecer sus servicios como traductor. Nadie sabe del desamparo del que huye. El es un “impostor” que bajo el paraguas Solar oculta su verdadero apellido, Lynch, un hombre que supo combatir junto a O’Higgins, pero terminó enfrentado con sus propios hermanos mellizos, John y Thomas, seguidores de José Miguel Carrera. Esto ocurre en octubre de 1842, cuando la flota norteamericana ocupa por 36 horas Monterrey y declara California como propia. “Me di cuenta de que era un momento eje de la historia de Estados Unidos, pero nunca se ha pensado que también es un momento eje de la historia de América latina. Porque el momento en que Estados Unidos se hace tan poderoso en California es el momento en que se funda la posibilidad de un imperio. Piensa tú qué pasaría hoy si América latina llegara hasta Oregon, Arizona, Colorado, Texas, estaríamos en otro mundo. Imagínate que Pedro Amador haya tenido razón y que se pudiera crear una república independiente bolivariana de California. Sería otro cantar, pero no es así como terminó la historia”, destaca el escritor. Ante la imagen de la cabeza de Murieta, exhibida en una botella, Dorfman descubrió las dos vertientes de su vida que podría volcar en la novela. “Hacerse norteamericano, como me hice yo de niño, cuando tuve un trauma vital, pero luego la historia hizo que yo sea, con mucho gusto, latinoamericano –explica–. Pero qué pasaba si le entregaba una opción a un mellizo y otra opción al otro. Siempre me interesa ver qué pasa cuando fracturas algo que originalmente era unitario. A esta altura ya estaba reconciliado con mi ser bipolar, estética y éticamente unitario, pero dividido desde el punto de vista de mis lealtades y mi doble visión. De a poquitito me fui dando cuenta de que detrás de todo esto estaban los fratricidios, las revoluciones, el modo en que la historia devora a sus propios hijos.”

–Cuando Harrison Solar se presenta en la hacienda de los Amador, dice que es traductor, y la pregunta que se hace Pedro es para qué quiere un “pinche” traductor. La traducción es una pieza clave para comprender la novela, para desentrañar ese pasado, pero también para entender el presente. ¿Qué rol le asigna usted a la traducción?

–Este es un mundo de traductores; tú no puedes imaginar la globalización como la mera hegemonía del inglés, porque el inglés que hegemoniza este momento global es un inglés maravillosamente bastardizado por todos los idiomas que se lo apropian, lo utilizan y lo cambian. Cuando mi editor me dice “esta palabra no existe en inglés”, mi respuesta es “ahora existe”. ¿Ustedes quisieron que fuera un idioma global? Jódanse o maravíllense. Porque estoy escribiendo como lo hace Junot Díaz, es decir, me estoy apropiando del idioma. Esta novela es un acto de apropiación de la historia norteamericana para decir que esa historia nos pertenece, porque lo que pasó allá influye y refleja lo que ocurre acá. No puedes contar una historia sin contar la otra. En ese sentido es una historia de nuestro tiempo porque como alegoría está lo que han sido los procesos revolucionarios y de represión que hemos tenido en los últimos treinta o cuarenta años. Las épocas son cíclicas y algunas vicisitudes se repiten. La problemática que se vivía en 1820 o 1850 no es tan diferente de la nuestra.

–¿En qué sentido lo dice?

–Nosotros no hemos resuelto los problemas del siglo XIX latinoamericano. Cuando a Harrison Solar lo toman preso y lo empiezan a maltratar, es evidente que estoy hablando de nuestra época. Son nuestras cárceles contemporáneas. Los secretos protagonistas de esta novela son los indígenas; uno no se da cuenta hasta el final cuán importantes son. Cuando lees la novela, sientes que cada página te está hablando de nuestro presente. Hay un diálogo con el pasado, pero es una novela muy contemporánea, aunque simultáneamente decimonónica.

–¿La estructura la concibió como si fuese una novela decimonónica?

–Sí, a la manera de Tristam Shandy. A mí me gusta mucho que haya varios narradores, pero a la vez uno de ellos es un narrador que jamás había aparecido en el siglo XIX, que es Jaboncito. La novela se armó cuando me di cuenta de que era el jabón el que tenía que narrar buena parte de la historia. Incluso había empezado a narrarla toda desde el Jaboncito, pero no funcionó. El Jaboncito me permitió muchas cosas, pero fundamentalmente no tomar tan serio la historia. Porque mal que mal, si hay un jabón que está narrando, nadie te puede decir que es una novela realista (risas).

–¿Pensó a Jaboncito como el Sancho Panza de Americanos?

–¿Sabes una cosa?, tienes toda la razón. Jaboncito es escéptico, pero es leal hasta la muerte; acompaña a su amo por donde sea, le da consejos aunque el amo no lo escucha. El amo es flaco, largo, melancólico e iluso. Así que mira que le has dado en el clavo absoluto porque para mí la novela más grande de todos los tiempos es el Quijote. Además, Americanos está llena de pequeñas historias de otras personas que van contando su historia, como una caja china. Como el Quijote, tiene un traductor, que no es un moro, pero actúa como moro. Yo no esperaba esa aparición, pero él se metió y mejoró la novela (risas).

Dorfman se refiere a un tal Eduardo Vladimiroff, el supuesto traductor de Americanos, el cuarto narrador de la novela (además de Harrison, Jaboncito y un tercer narrador semionmisciente), que interfiere con citas al pie de página, en las que refuta, aclara o amplía los datos vertidos por el autor, y que escribió un prólogo en el que le reprocha a Dorfman que no le haya contestado los correos que le envió con sus dudas y sugerencias. “Yo me caracterizo por escribir con otras personas: el libro del Pato Donald lo escribí con (Armand) Mattelart; con mi hijo menor, Joaquín, escribimos una novela, Ciudad ardiente, que ahora está por filmarse; con mi hijo mayor, Rodrigo, he escrito cuatro o cinco guiones. A mí me gusta mucho tener un colaborador, aunque ésta es la primera vez que tengo un colaborador al que no invité”.

–Escribió Americanos en inglés y después la tradujo al castellano, ¿no?

–Sí, pero no la traduje, la tradujo Vladimiroff, yo no tenía tiempo (risas).

–No parece traducida, hay palabras como “engatusamiento” que es de alguien que nació y vivió en la Argentina, de alguien que es ante todo escritor.

–Sí, es una muy buena traducción (risas). La muerte y la doncella la escribí en castellano y después la traduje al inglés y con el inglés corregí el castellano. Las crónicas que saco en Página/12 a veces las escribo en castellano y a veces en inglés. Escribo casi todo en los dos idiomas. Escribí un cuento, “Gringos”, que ganó el premio al mejor cuento escrito por un norteamericano. Pucha, decía yo, este chileno-argentino gana este premio, pero ese cuento no lo he traducido todavía. No he tenido tiempo. Se lo voy a mandar a Vladimiroff, quizá lo pueda traducir (risas). Americanos la escribí en inglés porque es una obra fundamentalmente de California, pero es un inglés habitado por el castellano. Tengo la sombra y el ritmo del castellano adentro.

–Aunque decida escribir en inglés o en castellano, ¿su cabeza funciona de un modo bilingüe?

–No, fíjate, mi cabeza funciona en un monolingüismo doble. En este momento, si tú me hablaras en inglés, te hablaría en inglés inmediatamente sin problemas. No hay una esquizofrenia. En Rumbo al sur, deseando el norte cuento lo que fue esa pelea. Pero ya no peleo, la única pelea fue a raíz de ese libro. Porque el inglés no quería que su historia se contara en castellano y el castellano no quería que su historia se contara en inglés. Y me paralicé hasta tal punto que una mañana a la madrugada me puse a escribir en francés (risas). La razón por la que la escribí en inglés es que los elementos traumáticos de mi vida habían sido en castellano. Pero en Americanos nunca dudé porque si la hubiera escrito en castellano, sería absolutamente otra novela. Es una novela que tiene detrás mucha tradición norteamericana, pero también latinoamericana. La perspectiva de la novela es claramente latinoamericana, pero de alguien que vive en Estados Unidos. El hecho de escribir una novela en el idioma que es mayoritario en California, por muchos chicanos que haya, me pareció que tenía sentido, que lo podía hacer.

–Como contraposición a la sangre que aparece mucho en la novela, también está el agua. ¿A qué atribuye esta presencia?

–Jaboncito tiene miedo al agua, porque el agua es su aliado y su enemigo, porque el agua lo va a disolver, pero lo va a realizar. Todo en la novela es contradictorio al nivel más sensual del idioma. El otro rival de Jaboncito es la espada: o estamos con el jabón o con la espada. Creo que la novela pone la decisión en nuestras manos. A mí siempre me ha dolido pensar que de los que dieron todo por la independencia no hay ni uno que haya terminado bien. Terminaron exiliados, muertos, asesinados. Me interesaba mucho la figura de O’Higgins y Carrera porque son dos modelos posibles de América, pero ninguno de los dos tuvo razón, los dos estaban equivocados. ¿Pero quién soy yo para juzgarlos? Necesitamos una historia que no nos absuelva después del crimen sino que imposibilite el crimen. Por eso la democracia es tan importante; la libertad, la justicia y la verdad son tan importantes porque nos permiten crear un mundo donde hay un espacio para que respiremos.

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