Jue 21.05.2009
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QUENTIN TARANTINO PRESENTó INGLORIOUS BASTERDS, SU NUEVO FILM

Temporada de caza de nazis

Con aires de western, es quizá su película más cinéfila (lo cual es mucho decir) y exhibe más de un diálogo inolvidable. Sin embargo, la nueva película del creador de Pulp Fiction y Perros de la calle termina siendo su creación más irregular.

› Por Luciano Monteagudo

Desde Cannes

El Grand Théâtre Lumière, la sala principal del festival, tiene capacidad para 2300 espectadores y ayer a las 8 de la mañana, media hora antes del comienzo de la proyección para la prensa, no quedaba una sola butaca libre, al punto que los organizadores de Cannes tuvieron que habilitar inmediatamente una sala adyacente, con unos 800 asientos más, que también se completaron en un torbellino que no duró más de unos pocos minutos. El motivo de semejante ansiedad era la première mundial de Inglorious Basterds, el esperado regreso de Quentin Tarantino, seguramente el único cineasta en actividad capaz de generar semejante histeria colectiva, al menos por aquí en la Croisette.

Ganador de la Palma de Oro 1994 por Pulp Fiction y presidente del jurado oficial 2004, Tarantino le había prometido a Cannes que haría todo lo posible por llegar a tiempo con la primera copia de su nueva película para la competencia de este año y cumplió, entregando dos horas cuarenta minutos de una de las pocas revisiones del cine de género (o de subgénero) que todavía le quedaban por abordar: la de un comando suicida durante la Segunda Guerra Mundial. Si en su ópera prima Perros de la calle fue el film noir, en Jackie Brown el denominado “blaxploitation”, en Kill Bill las películas hongkonesas de artes marciales y en Death Proof el film de horror y las road movies, aquí en Inglorious Basterds su excusa son los típicos “men on a mission”, un grupo de descastados a la manera de los de Doce del patíbulo, dispuestos a morir con tal de matar a todos los nazis que se les crucen en el camino, incluido el mismísimo Führer.

“Erase una vez en... la Francia ocupada por los nazis”, se lee en el prólogo del film, casi como si fuera un título. Y la explícita referencia a los spaghetti westerns de Sergio Leone no es gratuita: la película comienza efectivamente como un western, con una pacífica granja en el medio de una pradera (francesa) a la que no tarda en llegar por un camino polvoriento una partida de villanos vestidos de negro, que no montan a caballo sino a bordo de unos ominosos Mercedes-Benz de la época. La banda de sonido también se suma a esa mixtura de géneros, con unos ecos de “Pour Elise” a los que se superponen unas guitarras que parecen salidas de la pródiga pluma de Ennio Morricone (los créditos finales citan casi una decena de sus composiciones). Esa mélange de géneros y estilos, que va del film de acción a la comedia farsesca, de Robert Aldrich a Ernst Lubitsch, será de allí en más la nota dominante de una película, como todas las de Tarantino, audaz, desmesurada, estructuralmente barroca, pero en este caso más irregular que nunca, con grandes momentos que, sin embargo, nunca alcanzan a conformar una gran película.

Dividida en varios capítulos, Inglorious Basterds –un título que Tarantino tomó prestado a una película bélica que el realizador italiano Enzo Castellari filmó hace tres décadas– narra varias historias simultáneas, que van confluyendo entre sí hasta un final que, literalmente, se abre camino a sangre y fuego. Del lado de los héroes están los temidos “Basterds” (escrito por ellos con “e” y no con “a” quizá para darles un carácter aún más amenazador), un grupo comando liderado por el teniente Aldo Raine (Brad Pitt) e integrado por combatientes estadounidenses de origen judío, dispuestos a vengarse de cada nazi que atrapen arrancándoles el cuero cabelludo, a la vieja manera de los indios. No por nada al teniente Raine le dicen “Apache”, así como al siniestro coronel Landa (impresionante Christoph Waltz, que se roba la película) lo llaman “Jew Hunter”, porque ningún judío es capaz de escapar de su olfato de cazador. Salvo Shosanna Dreyfus (Mélanie Laurent), única sobreviviente de una familia exterminada personalmente por Landa y que llega a administrar la sala de cine donde tendrá lugar el grand finale, una ucronía que no conviene revelar antes de que el film llegue a Buenos Aires, a fines de agosto.

Rodada en su mayor parte en los estudios Babelsberg de Berlín, con actores estadounidenses, alemanes y franceses y hablada simultáneamente en tres idiomas (además de una graciosa escena en italiano), Inglorious Basterds es quizá la película más explícitamente cinéfila de Tarantino, lo que no es decir poco. Hay constantes referencias a Leni Riefenstahl y a Georg Wilhelm Pabst, se lo ve al legendario actor Emil Jannings conversando jocosamente con el mariscal Hermann Göring, y hasta hay un “basterd” que en su vida civil era crítico de cine y habla excelente alemán gracias a su profundo conocimiento de la cinematografía de ese país, al punto que le explica al mismísimo Churchill –en uno de esos diálogos que sólo Tarantino parece capaz de escribir– por qué el ministro de propaganda Joseph Goebbels tiene más similitudes con el productor David O. Selznick que con el zar de la Metro, Louis B. Mayer.

El problema de Inglorious Basterds quizá sea precisamente ése, que sus diálogos, su guión, se imponen por primera vez a la puesta en escena. La escritura siempre fue fundamental en Tarantino, el pilar de todos y cada uno de sus films, al extremo –lo dijo aquí en Cannes el año pasado, en una multitudinaria masterclass– de que empieza los ensayos leyendo en voz alta los textos de todos y cada uno de sus personajes. Pero este guión, con el que venía trabajando hacía casi diez años, luce como una serie de escenas sueltas, algunas incluso reiterativas (los duelos de miradas de saloon, que preanuncian la violencia), a las que esta vez Tarantino no les supo dar el brillo acrobático de Kill Bill o el vértigo mecánico de Death Proof. Habrá que ver, una vez en Buenos Aires, si una segunda visión en condiciones más serenas permite ratificar o rectificar estas impresiones provisionales.

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