A UN AÑO DE LA MUERTE DE SUSAN SONTAG
Un pensamiento que sigue teniendo la misma vigencia
El aniversario de la muerte de la intelectual lleva a preguntarse por el lugar dejado vacante como cronista crítica de la cultura.
Por Julián Gorodischer
Un año después no asomaron reemplazos evidentes a la función crítica que ejercía Susan Sontag, como cronista de la nueva era del Imperio. Ella dijo: “Si Clinton era Julio César, el que llegó es Augusto”. Y después se murió. Fue el 28 de diciembre, derrotada por una leucemia que arrastraba desde los lejanos ’70, poco después de publicar su último ensayo fotográfico, ese género infrecuente que la emparentaba con el francés Roland Barthes (otra conexión francófila, para la acusada de antinorteamericana) y que consistía en la reflexión aguda disparada por el estímulo que daba la foto. La imagen –entendía Sontag– incentivaba al pensamiento crítico, dedicado en Ante el dolor de los demás (Alfaguara, 2003) a desentrañar el horror en la cárcel de Abu Ghraib y otras prisiones iraquíes. “Negarse a llamar tortura a lo que sucedió en Abu Ghraib –escribió en esas páginas– es tan indignante como negarse a llamar genocidio a lo sucedido en Ruanda. El reconocimiento de que los estadounidenses torturan a sus prisioneros refutaría las virtuosas intenciones estadounidenses y la universalidad de sus valores. La cuestión no es si la tortura estuvo en manos de unos cuantos individuos, sino si fue sistemática.”
Reconocida por algunos como la máxima intelectual estadounidense, nacida en 1933 con el nombre de Susan Rosemblatt, su seudónimo podría tener que ver con varias causas. La periodista y crítica cultural María Moreno se preguntaba, en Página/12: “¿Para que sus iniciales se repitieran como las de Marilyn o para resignificar la terrible combinación SS?”. En cualquier caso, ya rebautizada, fundó un estilo (el camp en Notas sobre el camp) y un género: una prosa entre la crónica y el ensayo, siempre ligada a la coyuntura con sus actings que precedieron al furor por la performance, como cuando tematizó su propio cáncer en La enfermedad y sus metáforas (su ensayo sobre la estigmatización y el control punitivo sobre el enfermo) o montó una puesta de Esperando a Godot en plena Sarajevo incendiada. Antes de morir, volvería a ligarse a la coyuntura de la guerra en Irak con su deconstrucción de la tortura. Pero, para Sontag, nunca se trató de la búsqueda del efecto inmediato ni del punch de ligarse a la actualidad caliente. “Decidí ir a Sarajevo en 1993 para ver cómo aún podían existir campos de concentración en el norte de Bosnia –explicaba a este diario–. Ellos me dijeron que no eran animales y que también les gustaba el arte, que antes en Sarajevo había cultura. Así que empezamos a presentar la obra en el sótano de una casa, iluminados por velas. La vida seguía su curso normal en medio de la guerra.” Revisar esa declaración es, tal vez, dar con el quid de su obra ensayística y novelada (en ficciones como En América y El amante del volcán): la búsqueda de las claves que hacen a una conciencia... el factor diferencial que separaría al ser humano de los otros animales.
Desde Contra la interpretación (1966) pasando por La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas hasta sus memorables análisis fotográficos incluidos en Sobre la fotografía (1977) y Ante el dolor..., sus textos revolucionaron la teoría por su no distancia con respecto al objeto: Sontag se inspiraba en el “aquí y ahora” de la experiencia, reflexionando sobre el karma del portador en plena devastación de la epidemia (antes de la aparición del cóctel de drogas), trasladada al in situ de los hechos como cuando fue enviada como periodista a la Guerra de Vietnam o cuando filmó a las tropas israelíes para un documental en Oriente Medio (en 1973). Su prosa tomaba fuerza cuando hibridaba la sólida formación filosófica (adquirida en universidades de California, Chicago y París) con el sino de su tiempo. Fue la intelectual en tránsito, de clara intención testimonial, aunque ella siempre fue más optimista con la novela que con el ensayo, en su posibilidad como generadora de cambios en sí misma y en la sociedad. “La novela es un vehículo ideal –escribió Sontag en Fotografías y fotografiar–. Nos enseña el tiempo. No es lineal pero sí secuencial; es creación, no solamente de una voz sino de un mundo; simulalas estructuras esenciales según las cuales nosotros caemos en la trampa lúdica de estar vivos.”
No hay lectura de sus textos que omita la denuncia. “¿Hay un antídoto a la perenne seducción de la guerra? –escribió–. Es más posible que esta pregunta se la formule una mujer que un hombre.” En cualquier caso, su literatura de protesta se centraba en desobjetivar para abrir nuevos sentidos a lo instituido. Lo justificaba en Sobre las imágenes: “Las cámaras definen la realidad de las dos maneras esenciales para el funcionamiento de una sociedad industrial avanzada: como espectáculo (para las masas) y como objeto de vigilancia (para los gobernantes)”. Cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias, si-guió cultivando explícitamente una voz estridente, de propulsora de una literatura de intervención política. “Uno: desprecio los valores mercenarios. Dos: aversión a hacer uso principalmente instrumental de los escritores... Tres: cautela ante el filisteísmo cultural que se encubre con la aplicación de los valores democráticos en materia literaria. Desconfianza permanente de las afirmaciones nacionalistas y las lealtades tribales.” Y concluía: “Eterno antagonismo contra las fuerzas represivas y la censura”.