INVOCANDO ESPIRITUS, DE PETER CORNELL, CON VIRGINIA MADSEN
› Por Diego Brodersen
INVOCANDO ESPIRITUS
(The Haunting in Connecticut, Estados Unidos, 2009)
Dirección: Peter Cornwell.
Guión: Adam Simon y Tim Metcalfe.
Intérpretes: Virginia Madsen, Kyle Gallner, Elias Koteas, Amanda Crew, Martin Donovan.
Una más de casa embrujada y van... No, no es razonable comenzar una reseña de esa forma. Al fin y al cabo, también podría afirmarse, en otros casos, “una más de amor” u “otro drama histórico” sin que ello implique juicio de valor alguno. Nada impide que una película tenga un punto de partido manoseado hasta el hartazgo y no sea, al mismo tiempo, un dechado de originalidad o un excelente ejemplo de clasicismo genérico. Invocando espíritus no es ni lo uno ni lo otro: es, apenas, una más de casa embrujada. Supuestamente basada en hechos reales, el primer largometraje de Peter Cornwell –quien había realizado en su Australia natal el notable cortometraje de terror animado Ward 13– hace pie en todos y cada uno de los clichés del subgénero de films con “vieja casa poseída por fantasmas, hasta que algún personaje descubre los secretos del pasado que permiten liberar a los espíritus condenados”. Ni siquiera el hecho de que uno de los protagonistas del drama sea un joven enfermo de cáncer habilita la posibilidad de que el relato se mueva un milímetro de caminos transitados antes por miles de parientes espectrales.
A una añosa casa de tres pisos en Connecticut va a parar de urgencia la familia Campbell, movilizada por la enfermedad terminal del hijo mayor Matt (Kyle Gallner) y la cercanía de un hospital especializado en oncología. La madre del muchacho (Virginia Madsen) es quien lleva las riendas del clan, acechado por el cáncer, los problemas económicos y las recaídas de papá Campbell (desaprovechadísimo Martin Donovan) en el alcoholismo. Con los dos hijos menores y la niñera se completa el grupo, quien en una primera instancia permanecerá por completo ignorante de las imágenes y sonidos del más allá que comienzan a perturbar a Matt al traspasar el umbral del nuevo hogar. Claro, todos les echan la culpa a las drogas del nuevo tratamiento, probables amplificadores del miedo a la muerte y el dolor físico. Pero resulta que la mansión en cuestión fue en el pasado no sólo una funeraria, sino la guarida de una banda de espiritistas dedicados a mantener peligrosas relaciones de ultratumba.
Ectoplasma va, ectoplasma viene, cada nuevo giro del relato puede ser previsto al milímetro por el espectador habituado a las historias de fantasmas. A la previsibilidad se le agrega una pesadillesca tendencia a puntuar cada escena con esos golpes de efecto sonoros pensados para el sobresalto más cretino y un exceso de posproducción visual y sonora, en la forma de chispazos y temblores digitales y violines en estado de excitación extrema. En los últimos tramos hace aparición Elias Koteas como un sacerdote especializado en maldiciones y ciencias ocultas, hijo bastardo del Padre Merrin de El exorcista, con cruz imantada ideal para descubrir centros de energía. Luego de la escena en la biblioteca que permite descubrir en apenas un par de minutos la clave del enigma –mezcla de algún capítulo de Scooby-Doo con El código Da Vinci– se viene el desenlace a puro golpe de montaje y un mensaje de solidaridad entre el mundo de los vivos y el de los muertos con cierto tufillo new age. Poco miedo para tanto cadáver inquieto.
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