OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Hace algunos días, el diario inglés The Independent dio cuenta de una curiosa polémica: los productores de la serie televisiva The Wire protestaban porque el hecho de que los espectadores británicos vieran el programa con subtítulos le restaba potencia al producto. Extraño asunto: como corresponde a una ficción producida en Estados Unidos, The Wire está hablada en inglés. Pero no es, ciertamente, la lengua de Shakespeare: el artículo citaba declaraciones de gente del medio televisivo y del público en general que confesaba su frustración frente a diálogos sencillamente incomprensibles. Incluso Dominic West, quien interpreta al detective Jimmy McNulty, confesaba que él mismo perdía a veces el hilo de algunos diálogos. Es que, sobre todo en una primera temporada centrada en la pulseada entre la policía y las bandas de narcotraficantes negros de Baltimore, y una segunda que pone el foco en los trabajadores portuarios, la notable serie producida por HBO parece efectivamente hablada en un dialecto que no es inglés británico ni americano. Es un slang indescifrable: es wirés.
No debe haber muchos ejemplos de obras que obligan a leer subtítulos, aun a quienes supuestamente dominan el idioma. Y eso amerita detenerse en las particularidades de las líneas al pie de pantalla.
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Tienen razón los muchachos de The Wire: el subtítulo es una anomalía, un mal necesario, una distracción. Por más que el cerebro sepa reconocer una palabra completa apenas se identifican las primeras letras, ver y leer una película implica un esfuerzo doble. El amante del cine hace ese esfuerzo con gusto, pero hay públicos a los que les cuesta adaptarse a la idea. Los ejemplos más claros son el estadounidense, donde sólo supertanques como Amélie vencen la inercia y la vagancia del espectador promedio, y el español, que acostumbra ver las películas dobladas aunque produzcan deformidades como Bruce Willis con acento andaluz. No hay director en la historia que haya podido resolver esa intromisión en la obra, ese elemento ajeno que conspira contra el efecto cabal de lo que ha filmado. Y aun los más cuidadosos quedan expuestos a la tiranía del traductor.
(Fuera de la sala de cine, los traductores de la industria discográfica argentina hicieron estragos inolvidables, como subtitular “Helter Skelter” como “A troche y moche” o “Please, Please me” como “Por favor, por favor yo”.)
En el caso de las traducciones desmañadas, la interferencia de las leyendas al pie pesa el triple: quienes dominan el inglés, o el francés, o el italiano, pueden perder definitivamente el hilo de la concentración para refunfuñar, una y otra vez a lo largo del metraje, “eh, no dijo eso”. Lo cual lleva a preguntarse si en estas tierras no habrá una gran confusión con respecto al Dogma danés, el cine iraní, los rusos que parecen avanzar a cámara lenta o las avanzadas del Sol Naciente, de lenguajes tan imposibles de dilucidar. ¿Y si no entendimos un pomo por obra y (des)gracia del subtitulado? ¿No será ése el origen del célebre malentendido que atribuye a Humphrey Bogart un “Tócala de nuevo, Sam” que nunca pronunció en Casablanca?
En eso, como en tantas otras cosas, los niños son más felices. Para ellos es el alegre disfrute de films en los que pueden zambullirse sin ataduras, un universo perfecto en el que los personajes de Walt Disney hablan su lengua (salvo el Pato Donald, que siempre habló en algo que no se sabe bien qué es). Y no queda más remedio que someterse a esas reglas: cuando un padre, seducido por las estrellas encargadas de darles voz a personajes animados, lleva al crío a la “versión subtitulada”, estará descendiendo al quinto infierno de las voces que en la oscuridad repiten los subtítulos para niños aún no entrenados en el arte de ver y leer.
A veces uno preferiría seguir viendo películas mudas.
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Y sin embargo, no es posible dejarse llevar por el delirio de pedir un mundo sin subtítulos. Mal que nos pese, el esperanto fue un fracaso y el mundo viene subtitulado. Como The Wire para los ingleses, la leyenda al pie aparece incluso cuando supuestamente no la necesitamos, con todas las distorsiones que eso provoca. Ya se ha hablado aquí del curioso arte del videograph (el zócalo, en la jerga de TV), pero en los últimos días ese arte expandió sus fronteras en el universo paralelo que generan la señal TN, América o el diario Clarín cuando se habla de la ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, subtitulada con el mismo rigor que aquellas canciones de The Beatles. El jueves, la pantalla de Crónica TV tuvo casi todo el día una caja de texto con la frase “Mercedes Sosa está muy grave”; el subtítulo era comprensible, pero hubiera sido más criterioso quitarlo cuando se emitían informaciones desde el Mercado de Hacienda.
En sus últimas dos presentaciones en la Argentina, Laurie Anderson debió recurrir al subtítulo en vivo. En el caso de la artista estadounidense, el recurso es ineludible: en 1990, en ocasión de su primera visita, cuando presentó Strange Angels, Laurie se tomó el enorme trabajo de aprenderse la fonética castellana para los textos entre canciones, pero la profundidad y los matices idiomáticos de presentaciones como The End of the Moon exigieron al espectador el esfuerzo de escuchar y leer. Sólo las puestas de óperas clásicas pueden darse el lujo de confiar en el conocimiento que el público ya tiene del libreto.
Llevado al absurdo, el subtítulo es una omnipresencia cotidiana. Las calles tienen subtítulos. Los ascensores los tienen. Los colectivos, los comercios, los menúes de restaurante (“finas lonjas de lomo de ternera sazonado, sobre delicado mezclum de hojas verdes...”), las fotos de diarios y revistas –eso llamado “epígrafe”– los tienen. Los programas de humor a veces apelan al recurso, como aquel fabuloso sketch de Peter Capusotto y sus videos en el que el tío Keith Richards contaba chistes verdes. Algunas personas, algunos discursos, algunas instalaciones plásticas, algunas discusiones de pareja, deberían venir con subtítulos. Uno de los nombres más llamativos del rock reciente, El Mató a un Policía Motorizado, nació de una velada en la que, entre vahos de alcohol, los músicos encontraron en un subtítulo el apelativo ideal para su banda. Una de las frases más célebres del séptimo arte es, en rigor, un subtítulo: Basado en una historia real.
Entonces uno termina pensando en el programa que mañana, con la conducción de Juan Sasturain, arranca su nueva temporada por Telefé. Y mientras espera en la cola, se da cuenta de que al final uno no sólo va al cine, sino que va a ver para leer.
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