SABOR SEMIAMARGO EN LAS PUESTAS DE PETRUSHKA Y LA CONSAGRACIóN DE LA PRIMAVERA
El coreógrafo finlandés Tero Saarinen en el FIBA utiliza la tecnología de manera efectista para ratificar que la suya es una propuesta contemporánea, cuando sin ese recurso podría haber sido un cálido homenaje a los ballets rusos.
› Por A. M.
Uno de los atractivos del FIBA es que el espectador puede devorar en dos semanas espectáculos de los lugares más disímiles y lejanos, ahorrando el pasaje y contrastando casi en simultáneo propuestas de Polonia, Corea o Finlandia. En el segundo día de festival, fue el turno de ese país nórdico: el coreógrafo finlandés Tero Saarinen presentó Velada con Stravinsky. Se trata de un espectáculo compuesto por versiones contemporáneas de dos de las obras más famosas que este compositor creó especialmente para los ballets rusos de Sergei Diaghilev: Petrushka y La consagración de la primavera. La velada prometida se inició con la sala Martín Coronado llena y el público palpitando de emoción, gritando y aplaudiendo antes de que se levantara el telón. Allí estaba gran parte de la comunidad teatrera porteña; no faltaron los miembros de la casa, Kive Staiff y Mauricio Wainrot, y un buen puñado de coreógrafos locales. Era una fiesta, con tanto revuelo que a duras penas alguien podía imaginarse a sí mismo en una butaca de una ordenada sala finlandesa, ni siquiera cuando las luces se apagaron. Más bien, todo indicaba lo contrario: la función comenzó al grito de un “Macri sorete” que alguien lanzó desde la platea y muchos festejaron la ofensa con más alaridos. Finlandia parecía estar muy lejos; esa función era bien argentina y su público dejó en claro que una acción cultural es también un gesto político.
Cuando se restauró el silencio, el universo nórdico invadió la escena. Los tres protagonistas de Petrushka –el moro, la bailarina y la marioneta que da nombre a la pieza–, con impecables trajes típicos del folklore ruso, cambiaron el ambiente de la sala. La versión de Saarinen se deshizo de las minucias del argumento y los personajes secundarios de la obra (originalmente coreografiada por Michel Fokin) para jugar con las relaciones entre los miembros de este trío amoroso. Sin embargo, aunque con pocos elementos escenográficos –un escenario rodeado por bombitas de luz es toda la puesta de esta pieza–, Saarinen conservó el espíritu del cuento infantil y esa estética particular del ballet tradicional que puede resumirse como la puesta en movimiento de cientos de cuadros impresionistas. La imagen de la Petrushka de los ballets rusos se hace aún más presente cuando, inesperadamente, nieva sobre los personajes. Entonces el coreógrafo juega con la evocación de la belleza de la obra original y con la parodia de la misma; recupera la ingenuidad de la pieza, para luego permitir el despertar sexual de los personajes, haciendo que la naïf y asexuada bailarina termine provocando al moro sobre unos tacones altos.
Con elementos del vodevil, del burlesque y del payaso circense, esta Petrushka es bella y poética y, sin embargo, parece avejentada. Es conservadora como el cuento infantil; su lenguaje no termina de despegarse del clásico. Claro que su coreógrafo se ha formado principalmente en el campo de la danza clásica: comenzó su carrera como bailarín en 1985 en el Ballet Nacional de Finlandia, al cual perteneció hasta 1992; entonces decidió acercarse al contemporáneo, para formar su compañía en 1996. Pero, entonces, teniendo en cuenta su origen, no se entiende la elección que ha hecho de los bailarines, porque al menos dos de ellos –la chica y el moro– parecen tener poca formación clásica, lo cual se nota especialmente del torso para abajo, en los arabesques, en los attitudes, en los saltos y levantadas.
En el segundo acto, fue el mismo Saarinen quien protagonizó Hunt, su versión de La consagración..., una obra que desde la primera interpretación de Vaslav Nijinsky en 1913 abrió aguas en el mundo de la danza, replanteó parámetros e inspiró a muchísimos sucesores que revisitaron un sinfín de veces la pieza (en Argentina, Oscar Araiz y Mauricio Wainrot crearon sus propias versiones). Aquí Saarinen utiliza una estrategia similar a la de su Petrushka: busca distanciarse del original –en este caso incorpora la tecnología, con proyecciones y efectos estroboscópicos, y también elementos de la danza butoh–, pero sin embargo conserva su espíritu, su intención primigenia. Saarinen aparece como un bailarín poseído por la música, desgarrado, envuelto en furor y locura, evocando al Nijinsky imparable y demente. Igualmente lírico, sus poses recuerdan a una postal de otros tiempos. Una nube aparece sobre Saarinen y sobre ella se proyectan imágenes indefinibles. Luego la nube desciende para convertirse en una falda, inspirada en un vestido de boda tradicional japonés, y el intérprete se la coloca. El torso desnudo y la pollera blanca sirven de pantalla para múltiples y veloces proyecciones. La obra con reminiscencias de otras épocas de golpe se convierte en un ejemplar del siglo XXI, de esos que cruzan danza y tecnología y que abundaron en las dos ediciones anteriores del FIBA.
Con el recurso tecnológico sucede algo curioso: Saarinen despliega brutalmente su locura y su malestar con el cuerpo, pero cuando la música lo vuelve todo más intenso, cuando llega a su clímax, el intérprete se detiene, se vuelve inmóvil, abandona la danza y se convierte en pantalla. Todo el furor deja de habitar su cuerpo para expresarse en imágenes. La Velada con Stravinsky deja un sabor semiamargo. La tecnología irrumpe en la escena y aporta efectismo, como en un show de fuegos artificiales. Como si con ella Saarinen ratificara que ésta es una obra contemporánea, cuando sin usarla podría haber sido un cálido aunque un poco oxidado homenaje a los ballets rusos. Aún así, el público del FIBA fue benevolente y aplaudió con soltura, aunque, a decir verdad, para ese momento ya no todas las butacas estaban ocupadas.
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