ARRANCO LA COMPETENCIA INTERNACIONAL
Tanto en la israelí Ajami como en la estadounidense Putty Hill, la localización parece un protagonista más, tal vez el principal, de dos películas que se destacan por la verdad de su puesta en escena.
› Por Horacio Bernades
No por nada las dos películas que inauguran la Selección Oficial Internacional del 12º Bafici llevan el nombre de los lugares en los que transcurren: en ambas la localización parecería ser un protagonista más, tal vez el principal. Nominada al Oscar al Mejor Film Extranjero 2009, Ajami debe su nombre al de un barrio modesto de la ciudad de Haifa, donde conviven israelíes, palestinos y cristianos. Aunque las concéntricas espirales de violencia y muerte en los que se embarcan día a día –como calcados del laberíntico diseño urbano– parecerían demostrar que si algo no pueden hacer sus habitantes, es justamente eso: convivir. Putty Hill es el nombre de unos alrededores boscosos de la ciudad de Baltimore, hasta donde el joven realizador Matt Porterfield se acercó para filmar una película. Pero terminó filmando otra, semidocumental, semiimprovisada y protagonizada por los propios vecinos del lugar, como hiciera el portugués Miguel Gomes en la extraordinaria Aquel querido mes de agosto, ganadora del Bafici 2009.
Codirigida por el israelí Yaron Shani y el palestino Scandar Copti, la mayor originalidad de Ajami es que, aun haciendo foco en la violencia de la vida cotidiana en Israel, si de algo no habla es del conflicto árabe-israelí, tal como se lo entiende en términos políticos. De lo que habla la película de Shani y Copti es de algo más generalizado, menos fácil de encasillar y, por lo tanto, más inquietante: la infinita, irresoluble superposición de desangramientos internos. Lo desesperante es que hasta las más pequeñas rencillas (la queja de un vecino a otro por los balidos nocturnos de una cabra, por ejemplo) se resuelven, de acuerdo con lo que plantea la película, del mismo modo que el conflicto mayor de la zona: por la fuerza e intentando, eventualmente, exterminar al prójimo. Ambiciosa, en sus dos horas de metraje Ajami entrelaza varias historias, que se conectan entre sí mediante una estructura espiralada.
Hay una disputa sangrienta entre una familia palestina y un clan beduino, en la que intercede una suerte de “padrino” católico de la zona; está la historia de un joven árabe, inmigrante ilegal en Israel; la de un palestino, que para pagar la deuda con el “padrino” se inicia en el narcotráfico; hay una familia israelí que busca a su miembro más joven, un soldado desaparecido, y hay, finalmente, una suerte de versión cristiano-musulmana de Romeo y Julieta. Todas esas líneas de relato se anudan en indefectibles espirales de intolerancia, venganza, sangre y muerte. Organizadas por capítulos, las diversas historias de Ajami están atadas de modo tan fluido y compacto que se experimentan como si fueran una sola. Las idas y venidas temporales, que recuerdan un poco a Tarantino y otro poco al Iñárritu de Amores perros, están plenamente justificadas, en tanto generan círculos narrativos que transmiten, desde la forma misma, la idea de encerrona sin salida. Comparar a Ajami con Gomorra suena pertinente. Pero hay una diferencia de fondo. La película italiana se acerca a su tema –la camorra– de modo abierto, sin saberlo todo de antemano, mientras que en Ajami el entretejido narrativo, impactante como es, parece al servicio de una idea previa: la de que en Medio Oriente todo se resuelve por la violencia.
Ante el fracaso del proyecto que lo había llevado a la zona, Matt Porterfield eligió lo que podría llamarse “opción Gomes”, imaginando un simple disparador narrativo (la muerte de un joven de la comunidad, por sobredosis) y filmando un “plan B”, con los propios vecinos del lugar y en estilo semidocumental. En este sentido, Putty Hill es lo contrario de Ajami, en tanto tiende a abrir líneas, en lugar de someterlas a un sentido que las hegemonice. Sin apuros, dándole mucho aire al relato y también a cada uno de los planos, Porterfield planta la cámara delante de la gente del lugar, sobre todo los jóvenes, observando conductas, rituales, escapadas, tiempos muertos y tiempos fuertes. Como se supone que todo ocurre el día previo al entierro del muchacho muerto, la película se tiñe inevitablemente de melancolía, de duelo, de ausencia. Pero hasta tal punto Porterfield no empuja las cosas, que el propio funeral termina celebrándose en un karaoke, con bailes y canciones.
Como si fuera una de Gus Van Sant (Paranoid Park o The Last Days, por ejemplo), pero con la cámara algo más cerca de los personajes –y personajes bastante más locuaces–, es posible que Porterfield cometa un único error: el de “simular” las formas de un documental, mediante la voz de un entrevistador, que desde fuera de campo interroga cada tanto a los personajes. Es un gesto innecesario; Putty Hill no necesitaba parecerse a un documental, porque la verdad que respira la convierte en eso.
* Ajami se verá hoy a las 20.15 en el Atlas Santa Fe 1 y mañana a las 12.30 en el teatro 25 de Mayo. Putty Hill, hoy a las 15.45, mañana a las 17, en ambos casos en el Hoyts 9.
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