Domingo, 11 de abril de 2010 | Hoy
OPINION
Por Eduardo Fabregat
And in the end, the love you take is equal to the love you make.
Lennon / McCartney, 1969
La historia oficial lo dice así: el 10 de abril de 1970, el mundo se enteró de que The Beatles ya no existían. Después de romperles las pelotas a sus compañeros (deporte en el que al parecer se había vuelto un experto) con la idea de mantener las apariencias, Paul McCartney se cortó solo y anunció el no va más. Hacía tiempo que los otrora Fab Four apenas se gruñían. Hacía ya unas semanas que, enredados en su propio caos financiero, sostenían una lucha legal por el desacuerdo sobre quién debía venir a pasar la escoba, si Allen Klein (sostenido por George, John y Ringo) o Lee Eastman, suegro de Paul. El sueño de los sixties y el Swinging London se evaporaba.
Pocas cosas hay tan tristes como el final de The Beatles. Se sabe que en apenas diez años el grupo cambió la historia pop, pero quizá lo más impactante es el precio que pagó por ello. Basta ver Let it be, la película que retrata las sesiones en los estudios Twickenham y en Apple, que se sufre más de lo que se disfruta. Unos Beatles fríos, desangelados, en un salón enorme que acentuaba el clima. John y su “mono” japonés, Ringo notoriamente cansado, George dedicándole a Paul algunas miradas que pueden traducirse inequívocamente: “Cómo te cagaría a trompadas”. Que después de semejante fiasco el cuarteto regresara a St. John’s Wood para registrar una obra maestra como Abbey Road, cumbre de trabajo grupal, sólo puede ser entendido como un milagro. Allí se juntaron por última vez en agosto de 1969, y su canción final no podía ser otra que “The End”: se realizó otra sesión para Let it Be en enero de 1970 (“I me mine”), pero Lennon estaba en Dinamarca y no participó. Nunca volverían a ser cuatro, salvo en el artificio de “Free as a bird” y “Real love” para Anthology.
Pero hasta allí llega la historia oficial, porque hay que prestarle atención a una saga alternativa, una saga emocional, que desmiente todo lo dicho. The Beatles nunca dejaron de existir. No es sólo porque la industria les sigue sacando el jugo, con las preciosas remasterizaciones del año pasado, el juego Rock Band, el espectáculo Love del Cirque du Soleil o la película Across the universe de Julie Taymor. The Beatles viven en presente continuo: quien esto escribe se asomó a su obra cuando ya no estaban juntos, pero ese dato de la realidad nunca significó nada. La fascinación que producía capturar una repetición de Help! en la tele blanco y negro se repite hoy en dos niños de 5 y 3 años que piden ese DVD en lugar de Power Rangers, y cantan “You’ve got to hide your love away” y “Ticket to ride” con la misma naturalidad con que entonan canciones infantiles. Que esas canciones registradas hace casi medio siglo enamoren a niños del siglo XXI es la enésima confirmación de su valor atemporal. Y sí, el padre recuerda su propia infancia y se hincha de orgullo y de amor, siente que ha hecho algo importante, necesario, un legado por la cultura musical de sus hijos: The Beatles siempre serán una buena vara de medida.
Hoy como en los ’70, un niño puede dejarse llevar por el puro presente de la banda, esa fantasía de Los Beatles viviendo en su loca casita con camas bajo nivel, un órgano que sale del piso y una máquina de jugo de naranja, el cuarteto de flequillos embarcado en su aventura contra la ridícula secta de Khaili. Pero no es la ficción la que sostiene ese andamiaje, sino las canciones: tanta agua corrió bajo el puente, y The Beatles siguen insuperados con lo que produjeron exprimiendo al máximo las maquinarias de la alegría de Abbey Road. Pases de magia con escasos cuatro canales, a lo sumo ocho. Lo único difícil de explicar al infante es la realidad, que ese hombre mayor de Good evening in New York City es el mismo Paul, que el que acaba de editar Y not es el mismo Ringo al que se le caían los pantalones cuando quería quitarse el anillo de sacrificio, que hubo un tipo llamado Mark David Chapman que cometió una atrocidad sin medida, o que George también se fue antes de tiempo. Tampoco les interesa mucho.
La efemérides “Hace cuarenta años desaparecieron The Beatles” es una gran mentira. The Beatles siguen recibiendo hoy el amor que generan desde hace cincuenta años.
No es revisionismo histórico: The Beatles están más vivos que nunca.
Q Q Q
En cuanto a revisiones del pasado, la gente de la Asociación de Periodistas de la Televisión y la Radiofonía Argentina suele tener lagunas importantes. El jueves se dieron a conocer las nominaciones a los premios Martín Fierro. Como sucede cada año, la lista deja una serie de incongruencias y extrañezas, bien detalladas por Emanuel Respighi en su nota del viernes en Página/12. Puede decirse que quizá Diego Capusotto no está nominado en “labor humorística masculina” porque sí lo está su programa como “humorístico”, pero hay otra rareza que llama poderosamente la atención: en el rubro “Musical” aparecen Al Colón, Ecos de mi tierra y MP3, gira latina, tres programas de la Televisión Pública que tienen sus valores y méritos para estar ternados. Aun así, resulta inexplicable el ninguneo a uno de los mejores programas que pudo verse en 2009 en la pantalla de aire. ¿Cómo es que Aptra decidió pasar por alto, por segundo año consecutivo, a Elepé?
No hay novedad en decir que los premios son relativos, que no hay que volverse loco por una estatuilla más o menos. Pero de todos modos el asunto huele a injusticia, a ceguera y sordera. El programa producido por Lisandro Ruiz, dirigido por Javier Figueras y conducido por Nicolás Pauls, con realización de los periodistas Eduardo Berti, Marcelo Fernández Bitar y Sebastián Grandi, es un más que digno émulo de la serie documental Classic Albums. Si la productora Eagle Rock cuenta con la ventaja de tener a mano las cintas originales de discos como Dark side of the moon o Catch a fire (eso que en la Argentina, tan poco dada a la conservación de material histórico, es una quimera), Elepé suple la carencia con un cuidadoso trabajo de investigación, entrevistas exhaustivas y una buena pintura de época. El programa retrató discos de toda etapa y estilo, y se dio lujos como tener a Luis Alberto Spine-tta, Edelmiro Molinari, Emilio del Guercio y Rodolfo García hablando largo y tendido del clásico por excelencia del rock argentino, el primero de Almendra. Para los expertos de Aptra, esa labor ni siquiera merece la palmadita de un Martín Fierro.
A veces alguien se esfuerza haciendo algo con amor, pero al final lo que recibe es indiferencia.
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