Dom 19.02.2006
espectaculos

ENTREVISTA CON ROBERTO FONTANARROSA

“Lo popular no tiene por qué ser chabacano o barato”

El humorista gráfico y escritor habla del premio que sus colegas le otorgaron en el Hay Festival de Cartagena y de la gloriosa recepción que le dieron en Rosario a su regreso. El rey de la milonga, su último libro, ya agotó aquí su primera edición de 10 mil ejemplares y va por más.

› Por Angel Berlanga

Como a Aldo Pedro Poy tras su mítica palomita al gol, o como si fuera el Negro Palma: así fue recibido Roberto Fontanarrosa en Rosario luego de que le dieran en Cartagena el premio Hay Festival. “Justamente, el origen del recibimiento fue una broma respecto a lo deportivo”, dice este humorista gráfico y narrador rosarino. Empiezan a resultar muy trajinados los –justificados– adjetivos de elogio para este agudísimo observador de lo social. Porque Fontanarrosa es una especie de sociólogo que, en lugar de arrancar para el lado de la teoría y la rigidez académica, se pone a bromear sobre los componentes absurdos, ridículos, paradójicos, desmesurados y/o pretenciosos de los seres humanos. “En algún reportaje que me hicieron cuando todavía estaba allá –explica–, dije: ‘La gente debe estar festejando en la calle, como pasa cuando Central o Newell’s ganan afuera’. Y los muchachos de La Mesa (la de El Cairo, el recuperado y también mítico bar en el que se reúnen los galanes) lo tomaron un poco textualmente y empezaron a organizar esta demostración que, aunque no fue totalmente espontánea, porque tuvo un apoyo de la municipalidad, fue muy desacartonada, sin ninguna solemnidad, ni discursos, ni nada por el estilo. Y yo no tenía ni idea: fue absolutamente sorpresivo.”

Cuando salió al balcón no alcanzaba a entender de qué se trataba: “Empecé a ver amigos a los que no veía hace mucho, la descubrí a mi vieja, que tiene 86 años, en la vereda de enfrente, a mi hijo. Fue una cosa muy emocionante. Tal vez, por las circunstancias que estoy atravesando, uno está más sensibilizado”. Las “circunstancias” devienen de una esclerosis progresiva que le ha paralizado el brazo izquierdo y le complica, ahora, la movilidad del derecho. Tres cosas: se le está dificultando bastante la vida, no oculta lo que padece y prefiere no hablar del asunto. “Francamente, no quiero hacer de esto un motivo de publicidad”, dice, elegante.

Aunque la primera edición de 10.000 ejemplares de El rey de la milonga, publicada en diciembre del año pasado, es inusitada para un autor de ficción argentino, se agotó en un mes: ya apareció una segunda. El libro es un muestrario de historias que suelen desarrollarse a partir de lugares comunes, unos sobrentendidos que tratados por Fontanarrosa ganan humanidad y se apartan de las pretensiones de postulados absolutos; la mujer que se empeña en “disfrutar” de una playa agreste en la que el clima es espantoso; el especialista japonés en Borges que no se enteró de que está muerto y busca qué inspiró El Aleph; las verdaderas motivaciones por las que el líder guerrillero anda, desde hace años, en la selva; lo “vanguardista” de una poetisa “consagrada”; el rol de “el pensador” en un equipo de fútbol. Hace reír. Mucho. “Lo único que leo son biografías, reportajes, y este libro tiene una narración como periodística muy fuerte –dice–. Abundan los ‘testimonios’ de tipos que supuestamente han estado, datos biográficos. Desde un par de libros atrás me vengo apartando de la parodia, porque llega un momento en el que eso se agota. Lo paródico, en éste, aparece en lo emparentado con lo periodístico.”

–El premio que le dieron los escritores en Cartagena tuvo que ver con la llegada al lector.

–Era bastante confusa la motivación. Al día siguiente yo le preguntaba a mi mujer, Gabi, por qué me premiaron. Y creo que parte de la cosa era justamente la comunicación con el público. Creo que influyó haber participado en la charla de humor y literatura con Fernando Savater, Carmen Posadas y Daniel Samper, que tuvo buena repercusión. Ni sabía que había un premio; como estaba parando en la casa de Samper, y esas cosas suelen charlarse en los hoteles donde paran los escritores... Yo estaba como ajeno a eso; incluso ni voté.

–¿Sigue privilegiando la llegada a los lectores por sobre la aceptación de los críticos?

–Obviamente, pero no por menosprecio a los críticos: sería muy muy limitado escribir para ellos. Tampoco es que los dejo de lado o no les doy pelota; una crítica adversa me puede abrir los ojos respecto a algo con lo que puedo coincidir o no, pero más me preocuparía que el público le diera la espalda a mi trabajo. En principio, mi preocupación es conseguir un buen producto: con eso es más fácil llegar al público.

–¿Qué le aportaron a usted las críticas?

–Algunas han sido sobre costados de mis trabajos a los que no les presto demasiada atención. “Hay demasiadas malas palabras”; bueno, está bien, eso no me va a quitar el sueño. Y tampoco que algunas cosas no estén correctamente escritas desde el punto de vista técnico; yo no tengo un aprendizaje, una formación acerca de cómo se escribe. Pero tampoco quiero levantarlo como bandera, “el escritor incorrecto” o algo así; nada de eso: simplemente, no conozco las reglas gramaticales. Lo que me preocupa es transmitir una cosa que sea muy entendible y tenga mayor llegada.

–Ese registro de la oralidad que aparece tanto en sus cuentos, ¿es absorbido espontáneamente o le implica un trabajo específico?

–Creo que están las dos cosas. Muchos lectores se sienten identificados porque los personajes hablan como el común de la gente. Hay un registro de oído que uno ha ido entrenando para escuchar cómo se habla, pero también hay una edición, porque sino sería demasiado farragoso, habría reiteraciones, confusiones. Siempre le he prestado mucha atención a eso, a cómo se habla alrededor de uno, inflexiones y demás.

–En sus relatos hay mucho de burla, de gaste a lo pretencioso, a quienes se posicionan como sabedores o cancheros.

–Es que son muy propicios para el humor. Mi amigo Samper siempre lo dice: lo contrario del humor no es la seriedad, sino la solemnidad; uno no puede decir que Woody Allen o Les Luthiers no sean serios en su trabajo. Entonces todos esos ámbitos, sean personas o instituciones, que pretenden ser o son muy solemnes, son campo propicio para el humor.

“Indudablemente, la dramaturgia tiene más prestigio que el humor: no sé por qué será esto”, dice Fontanarrosa, y cuenta que ése fue uno de los temas que desarrolló junto a sus colegas en el Hay Festival. “Pese a que el humor aparece en Don Quijote permanentemente, y en tantas otras obras, es tomado como algo más secundario. Tal vez esté ligado a que la gran literatura está más cercana a la narración de los grandes dramas humanos, de las grandes catástrofes espirituales. Pero bueno, si es así es una realidad que no me preocupa demasiado, ni me voy a poner a discutir”. Luego apunta que observa cierta apertura y aceptación hacia el humor y también hacia temáticas más populares: “Con Soriano y Sasturain siempre nos sorprendía que en un país tan futbolero como la Argentina hubiera tan poca literatura sobre fútbol –dice–. Ahora ha empezado a haber mucha más, y es como que se considera que escribir sobre una cosa popular no es necesariamente chabacano o barato. Está esta eterna discusión de que lo popular es chabacano, barato, y lo que es para una elite es bueno o depurado. Y creo que ninguna de las dos cosas son verdades absolutas. Yo creo que hay elites que prefieren mantenerse en algo apartado y, por lo tanto, supuestamente diferente. O sea: ojalá uno pudiera tener la calidad y la popularidad de Los Beatles: ahí se da un caso donde se conjugan las dos cosas. O el caso de Gardel, también: ya no hay cómo pegarle”.

–La idea del remate del cuento sobre el especialista japonés en Borges aparece mencionada tangencialmente en una entrevista que le hizo Oscar Raúl Cardoso hace unos años. ¿Suele conservar ideas para relatos en estado latente?

–¿Ya lo había puesto ahí? Mirá vos... Se ve que era una idea que andaba dando vueltas y no había desarrollado. A veces hay cosas que están como en escabeche durante mucho tiempo, y en algún momento se combina con otra colateral y se dispara. Y otras veces no, están ahí, se mantienen como frases recordatorias, pero nada más.

–Quince años atrás le preguntaron por el principal rasgo de su carácter y respondió: “creo que soy aburrido”. ¿Y ahora?

–Tal vez fue más una respuesta sorpresiva que real. Pero pasa esto: la mayoría de los dibujantes gráficos, y siempre tomo como emblemático a Quino, no somos animadores de fiestas. Podemos ser divertidos y charlar entre un grupo de seis u ocho, pero en general dejamos que otros tomen la conducción. Tampoco somos los payasos que en la intimidad lloran.

–Pero sus conferencias en el Congreso de la Lengua, en la Feria del Libro, en el Hay Festival hicieron reír bastante.

–Es que he ido desarrollando un grado de situación frente al público que me estimula y me divierte. Pero bueno, es casi como parte del trabajo. Por ahí referí aquella respuesta a la vida privada; en la mesa de El Cairo no soy de los que más hablan ni joden. Al contrario: uno por ahí se mantiene en silencio más tiempo del que supone. A lo mejor me dicen “che, qué callado estás” y yo ni me di cuenta, porque creía que estaba participando de la charla pero mentalmente, digamos. Es como el que ronca: nunca se entera de que ronca.

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