Miércoles, 16 de junio de 2010 | Hoy
OPINIóN
Por Luciano Monteagudo
Cincuenta años: la verdad, no parece que hubiera pasado ya medio siglo desde el estreno oficial de Psicosis, el 16 de junio de 1960, en Nueva York. Hay una modernidad esencial en el film de Alfred Hitchcock, que paradójicamente ha hecho de Psycho un clásico, de pleno derecho, esa clase de películas que quedan incorporadas más que a la memoria al inconsciente colectivo de varias generaciones. Quizá muchos de los transeúntes que hoy pasan apurados por la calle Solís al 100, a la vuelta del Congreso, no sepan exactamente de quién es esa boca que se abre en un estertor desesperado, pero no tardarán en reconocer –en la alucinante reproducción a escala mural, warholiana, de un fotograma clave de Psicosis, que sorprende desde la pared de un baldío porteño– algo del orden de cultura popular asociado a la amenaza y el pánico.
Así como El grito, el famoso cuadro del noruego Edvard Munch, se convirtió en la representación icónica, universal de la angustia, al margen de su autor y del cuadro mismo, el grito mudo de Janet Leigh, ahogado por el sonido del agua de la ducha y los violines hirientes de la banda de sonido de Bernard Herrmann, pasó a ser la imagen absoluta del miedo.
Casi nada ha envejecido en Psycho, salvo apenas algunos detalles que revelan la época en que fue rodada (el propio Hitch se lamentaba de no haber desnudado completamente a Leigh y John Gavin en la escena inicial). Por el contrario, sigue siendo una obra profundamente perturbadora, en muchos sentidos. Sin duda, nadie ha vuelto a sumergirse en una ducha, a correr la cortina del baño, a ver escurrirse el agua por el desagüe de la bañera de la misma manera que antes de haber visto la película. Nada más banal y cotidiano que la acción de ducharse, algo que Hitchcock convirtió de un solo golpe, a partir de la escena quizá más famosa de la historia del cine (una escena que le llevó siete días de rodaje para apenas 45 segundos de película), en la materialización de un terror primario. La rutina, el orden, lo ordinario se ve de pronto quebrado, rasgado –Truffaut fue el primero en hablar de una “violación”– por un acto de una violencia irracional, extraordinaria.
No hace falta recordar que Hitchcock rodó Psicosis en blanco y negro por razones económicas (fue, increíblemente, una producción clase B, hecha con el equipo con el que habitualmente Sir Alfred trabajaba en televisión) para dejar correr la imaginación y verla inundada por el color rojo sangre. Lo que hizo Hitchcock fue no sólo fundar el cine de terror moderno, en el que abrevó todo el género posterior a Psicosis. También hizo explícito todo un universo moral completamente trastornado y logró que un público masivo (la película costó 800 mil dólares y recaudó más de 13 millones) no sólo pudiera sobreponerse a la sordidez esencial del film, sino que además se identificara, o al menos se preocupara por la suerte de sus personajes, primero por una ladrona adúltera que parecía la protagonista, y luego por su asesino, un coleccionista de aves embalsamadas preso de su soledad y de su complejo de Edipo.
Anthony Perkins no había hecho nada demasiado importante antes de Psicosis ni lo haría después (con excepción de El proceso de Orson Welles), pero medio siglo más tarde es imposible dejar de pensar en él, en el balbuceante Norman Bates y su siniestro Bates Motel, cuando se ve una simple silla mecedora o alguien aparece con un vaso de leche y un sandwich de queso. Su cuchillo sigue cayendo sobre nuestra conciencia.
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