Domingo, 11 de julio de 2010 | Hoy
OPINION
Por Eduardo Fabregat
El momento llegó. En el acto de apertura, el Gran Salón del Palacio de Exposiciones Plaza Mayor luce atestado, una multitud electrizada por lo que significa tener a la ciudad de Medellín ganada por el III Congreso Iberoamericano de Cultura. Habla un funcionario, habla una invitada. Hay más discursos. Todos realzan el poder y la necesidad de la cultura, se retiran entre aplausos. Le toca el turno a Alvaro Uribe Vélez, presidente de la República de Colombia. Habla del Bicentenario y de las revoluciones, de pasados oscuros, de presentes renovados. “Medellín es hoy una ciudad en paz”, dice, y entonces la electricidad se convierte en furia. En la bellísima sala retumba la rechifla, un abucheo universal que viene a poner una nota de agria realidad en este aparente idilio que vive la ciudad que alguna vez fue de Pablo Escobar. Los periodistas extranjeros se miran: algo ha venido a romper el protocolo.
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Lo único que Carlos Uribe comparte con el mandatario es el apellido. No lleva traje ni se expresa en términos absolutos. Es historiador de la Universidad Nacional de Colombia, artista visual, docente e investigador. Es un hombre apasionado: en la terraza del Centro de Desarrollo Cultural de Moravia, su tono hasta entonces relajado se transforma. “Lo que dijo Uribe es una enorme mentira. Hemos conseguido muchas cosas, pero esta ciudad no está en paz. Allí hay una guerra, se siguen matando todos los días”, dice y señala el faldeo de la Comuna 4, la villa que nació sobre un basural, el principal objetivo del CDCM que dirige, al que consagra su alma. Aquí las cosas suceden al revés: no es la Alcaldía de Medellín la que le impuso un centro cultural a la comunidad, fue la comunidad la que, al mismo tiempo que asumía la responsabilidad de discutir un presupuesto participativo, exigió que se hiciera algo más que apilar fuerzas de seguridad para modificar la realidad social.
Los pelados necesitaban algo más que la guita fácil y el fierro en la mano.
El presupuesto de Cultura de Medellín supera al del gobierno nacional.
El CDCM es un edificio que destaca entre la precariedad circundante. No se construyeron tres salitas mugrientas para conformar a los desharrapados, se erigió un sitio grande y cómodo, funcional, con un gran auditorio, un patio central con un escenario donde se realizan espectáculos, salas de estudio, un salón espejado para prácticas de danzas de todo tipo, 23 cubículos insonorizados para repasar rutinas de canto y expresión corporal, un jardín infantil. Doscientos treinta niños y jóvenes asisten allí a una de las sedes de la Red de Escuelas de Música de Medellín. Se ofrecen cursos, talleres, seminarios, foros, películas, clínicas y charlas de toda clase, gratis. No hay un banco roto ni una pintada en las paredes. “Ellos lo pidieron, y ellos se apropiaron del lugar, lo cuidan como suyo. La violencia sigue, muchos siguen trabajando para el narcotráfico, pero aquí vienen a practicar la esperanza de otra cosa”, dice Uribe.
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El patio central está ganado por representantes y fans de una de las expresiones más potentes de los jóvenes paisas. Esta tarde, la Crew Peligrosos dará un show para visitantes del Congreso, que antes que un turismo de la miseria viven un encuentro con el arte nacido en las callejas de Nororiente y Noroccidente. Sí, en los taxis suenan el reggaetón y la llanera, la bachata y el vallenato, pero uno de los grandes símbolos del Medellín de base es el hip hop. No es casual. En la violenta realidad de los barrios bajos de New York sucedió algo parecido, cuando los jóvenes afroamericanos encontraron en sus cuatro ramas artísticas –el MC que rapea, el DJ que gasta bandejas, el B Boy que deslumbra con el baile y el grafitero que despliega todo eso en arte visual– un escape a las drogas, las armas, el acoso policial, la muerte temprana.
(En 1986, el promedio de edad de los muertos por violencia en Medellín estaba entre los 35 y los 45 años. En 1987 bajó a la franja de 25 a 35, y al año siguiente, de 20 a 25. En 1989, el 70 por ciento de los fallecidos estaba entre los 14 y los 21 años. 1991 fue el año record del reinado de Escobar Gaviria: 7 mil asesinatos en un año. Esos pibes eran más que bombas pequeñitas.)
El CDCM de Moravia puso a disposición de los hip hoppers lo necesario para grabar y editar Barriología-Manifiesto contra el silencio, un CD cuyos 21 tracks sirven como recorrido por la vida de los barrios pobres a través de Blaze One y El Fizkal, de Lupa y Explicitos, de La Cofradía de los Bardos y El Mocho. Ellos despliegan sus rimas en Moravia y en Santo Domingo, de barrio en barrio y de Comuna en Comuna, pero también en el coqueto restaurant El Cielo, en la carrera 40 de El Poblado, donde la estrella es Juan Manuel Barrientos: un joven de 27 años que en vez de empuñar un chumbo tomó las cacerolas, convirtiéndose en el chef más reconocido de la ciudad. Eso no lo hizo renegar de sus orígenes: en el restaurant, que ofrece “cocina experimental”, extraños pero deliciosos platos moleculares con cosas como “sandía de ósmosis acelerada”, a veces actúan El Jeque y otros de la Crew Peligrosos. Las balas pican cerca, los pelaos aprenden a esquivarlas.
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El hip hop tiene en Colombia una historia de más de treinta años, pero sólo recientemente los gobernantes parecen haber comprendido que el arte puede ser una herramienta tanto o más efectiva que la supervigilancia que se traduce en uniformes por todos lados. Al menos los que ocuparon en los últimos seis años la Alcaldía de Medellín, Sergio Fajardo y Alonso Salazar Jaramillo, que fue secretario de gobierno de Fajardo y luego alcalde. Salazar conoce el paño: antes que político fue periodista, y como tal investigó y escribió contundentes retratos de la Colombia de Escobar, como La cola del lagarto y Profeta en el Desierto. Vida y Muerte de Luis Carlos Galán, que ganó el Premio Planeta de Periodismo en 2003.
Será por ese conocimiento profundo que Fajardo y Salazar se empeñaron en cambiar el relato de Vallejo. Será por eso que allá arriba, el caserío de Santo Domingo, en la Comuna 1, hoy aparece quebrado por un trío de trapezoides que albergan los 3 mil metros cuadrados de la Biblioteca Parque España, una de las cinco que existen en la ciudad. Para llegar a lo que antes era región inaccesible está el MetroCable, eficiente sistema de funiculares que no sólo sirve para que los habitantes de la zona se sientan menos aislados, sino que además regala una impactante vista de lo que antes era tierra de nadie, reino de sicarios, territorio disputado por narcotraficantes y paras, campo de batalla de barrios enfrentados. Otra vez: no es que las balas no sigan silbando, pero algo ha cambiado.
(“En los casi cuatro años que lleva funcionando la biblioteca no ha habido un solo hecho violento en el interior ni en la explanada”, cuenta con orgullo la amable señora que guía al visitante, en el mismo auditorio en el que los vecinos se reúnen a discutir el presupuesto, a pelear por más inversión estatal, por dejar de ser desangelados.)
Afuera, un peladito ofrece su relato de los tiempos viejos y los tiempos nuevos. Espera unas monedas, pero no lo hace sólo por eso. Por momentos los nervios lo traicionan y se frota las manos, pero se le nota un auténtico orgullo porque en su barrio aún se muere pero también se vive. El cable le dio trabajo a mucha gente, el cable permite que muchos más puedan ir a trabajar, dice. En la Comuna 1 aún viven sicarios y gente que vive del tráfico, bandas en guerra, pero sobre todo hay obreros de la construcción y madres solas, mujeres que cocinan sus arepas con lo que obtienen del trabajo doméstico. Esa lucha día a día por el billete no les impide acceder a la cultura: están las actividades y los conciertos en la Biblioteca, sus 20 mil libros y acceso a Internet. Están los libritos Palabras Rodantes (27 autores, una producción anual de 70 mil ejemplares) que se toman gratuitamente y se pueden devolver en cualquier punto del Metro. O no: algunos los dejan, otros los atesoran. Y están las múltiples propuestas sin costo que se ofrecen en toda la ciudad, que con esas cabinas cada 10 segundos está más al alcance.
Hay políticos que entendieron que la cultura no es un gasto sino una inversión, un bien común. Y no pierden el tiempo diciendo que va a estar bueno Medellín.
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El viernes 2 de julio, dos sicarios entraron a la discoteca Gurú, en Envigado. Buscaban a alguien apodado “El Gordo”, mataron a ocho e hirieron a dieciséis.
El sábado 3, Andrés Felipe Medina Palacio, de 25 años, cofundador y coordinador de teatro del colectivo artístico Son Batá de la Comuna 13, se dirigía a una reunión con la ministra de Cultura Paula Moreno Zapata. Nunca llegó: cayó bajo las balas de otro sicario. Al parecer fue una confusión, no lo buscaban a él, pero le tocó a él.
Medellín no está en paz. La música no puede con ciertas cosas, la cultura no lo resolverá todo.
Pero aún entre el olor a pólvora, los paisas se permiten respirar algo parecido a la esperanza.
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