OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Se suponía que iba a ser una fiesta, terminó en muerte. Suena conocido. El sábado pasado, la Love Parade realizada en Duisburgo, Alemania, terminó con una avalancha en un túnel que era el único acceso: 21 muertos hasta la fecha, más de 500 heridos, 25 de ellos aún en el hospital. Aún no se sabe cómo sucedió, qué fue lo que falló, quién se equivocó más, si los organizadores, el dispositivo de seguridad, la policía, la alcaldía. Hay una investigación en curso. Y hay una estrategia judicial.
Suena conocido.
“Los defensores de procesos penales aconsejan siempre a sus defendidos mantener silencio y esperar a escuchar cuáles son los cargos. Cualquiera puede interpretar una explicación o una disculpa como un reconocimiento del derecho a reclamar resarcimiento. Es posible que eso genere indignación en la opinión pública, pero en términos jurídicos es lo más razonable que puede hacerse”, dijo esta semana Ekkehart Schöfer, vicepresidente de la Cámara Federal de Abogados de Alemania. El boga intentaba explicar la actitud que está levantando ronchas de furia, sobre todo a causa de Adolf Sauerland, alcalde de la ciudad, que se limitó a decir que “hubo fallas individuales”, y solicitó “comprensión” por no hacer más declaraciones, “por protección a mis colaboradores”. Sauerland prefirió ni aparecer en el homenaje realizado ayer en la iglesia Salvador: dijo que era “por respeto al dolor de familiares y amigos”, pero es fácil adivinar que quiso evitarse el escarnio público. En los días posteriores a la tragedia, todos los involucrados buscaron pasarle la responsabilidad al de al lado, olvidando expresar algún tipo de solidaridad con las víctimas y sus familiares. Yo no fui, la culpa la tuvo él. De ninguna manera, señor, yo tampoco fui, la culpa es de aquél. Cómo se le ocurre, si la culpa es del que está allá, ése, sí, ése. Yo no.
Suena conocido.
El viernes, sobrevivientes y familiares de las víctimas del incendio en República Cromañón llevaron a cabo una nueva marcha, de Plaza Miserere a Plaza de Mayo. Reclamaron lo mismo de siempre: justicia. Les duele lo mismo de siempre: la indiferencia. El silencio. José Iglesias, padre de Pedro Iglesias, anunció esta semana que el grupo que representa interpondrá un recurso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que buscará establecer la responsabilidad del Estado argentino en el cúmulo de hechos que llevaron a tanta muerte en la noche del 30 de diciembre de 2004. La presentación apunta que de los 150 funcionarios incriminados directa o indirectamente por el hecho sólo se condenó a dos. En las palabras de Iglesias, y de muchos otros familiares, sigue resonando el estupor por las condenas de hace un año, que se focalizaron en el gerenciador Omar Chabán y el manager Cristian Argañaraz, pero dejaron libres a los músicos que le daban las órdenes al manager y los funcionarios que hicieron la vista gorda ante las irregularidades del boliche. La Cámara de Casación aún no se expidió sobre las apelaciones.
¿Cuántas veces habrá que escribir la misma historia?
El próximo 28 de agosto, lo que queda de Ca$hejeros volverá a tocar, esta vez en San Pedro. Ya no están Maximiliano Djerfy, Eduardo Vázquez y Elio Delgado, quienes en los últimos tiempos salieron a apuntarle a Fontanet por sus desmanejos y su dictadura dentro de la banda, el modo en el que lo jurídicamente razonable se impuso sobre la verdad. Mejor tarde que nunca, alguno de ellos confirmó (en una entrevista en el Suplemento Sí de Clarín) que la banda, tal como se señaló en estas páginas muchas veces, escondía pirotecnia en su equipamiento para pasarla lejos de cualquier control. Alguna deuda habrá quedado para que empiece a resquebrajarse la estrategia del silencio, quizá la conciencia esté haciendo su trabajo: como sea, a medida que el tiempo pasa y el polvo de las pasiones se asienta las cosas quedan cada vez más claras.
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Silencio, también, es lo que quieren los vecinos del Barrio River. El informe privado que difundió el jueves el ingeniero Jorge Linlaud pareció ponerle la faja de clausura definitiva al Monumental. Pero esa misma noche, Javier Corcuera, de la Agencia de Protección Ambiental, salió a relativizar lo que se daba como resolución definitiva y detalló que hay otro informe de impacto ambiental, realizado por la UBA, que es menos drástico aunque también señala problemas de vibraciones. El problema no es el sonido sino el público, que tiene la maldita costumbre de ir a los recitales a divertirse, gozar y saltar, provocando ataques de pánico (de los cuales no se han presentado aún los correspondientes certificados médicos) y derrumbes en varios cientos de metros a la redonda. El problema no es sólo ése, sino la invasión que sufre el barrio con cada show, esos feos, sucios y malos que no saben divertirse sanamente y en familia.
(Por otra parte, la medición de Linlaud se realizó la noche que tocó AC/DC. Que es como proponerse investigar si los seres humanos son buenos corredores y estudiar a Usain Bolt.)
De a poco pero sin pausa, los que aseguran estar haciendo Buenos Aires demuestran que lo suyo es hacer silencio. Los músicos que tratan de ganarse la vida en la ciudad saben bien lo que ha sucedido con los espacios de música en vivo, asediados por histéricas legislaciones que asfixian lugares de expresión y condenan a los artistas a acatar reglas de juego abusivas. A nadie parece importarle el impacto laboral y cultural de eso, como a nadie parece importarle el impacto ambiental de los árboles talados en la plaza Las Heras –entre gallos y medianoche– para construir un estacionamiento.
Hay que hacer silencio. Es lo jurídicamente razonable.
La ola de clausuras, la mordaza generalizada, no parece casual. Tras la avalancha en Duisburgo, una de las primeras cosas que se anunciaron es que nunca más se realizará la Love Parade, como si la culpa fuera del evento y no de quienes debían velar por su buen funcionamiento. En lugar de hacer las cosas bien, se opta por no hacerlas. Se entierra todo, los muertos, los hechos, la cabeza bajo el suelo. En vez de aprender y mejorar, se cierra todo. El mensaje implícito es que lo peligroso es el acto artístico, es salir a la calle, hacer acto de presencia, poner el cuerpo en aquello que nos apasiona. La orden implícita es que se queden todos en casita, seguros, sin molestar al vecino, saliendo solo a festivales oficiales con afiche amarillo, saltitos sin vibraciones molestas, decibeles controlados.
Habrá que decidir qué queremos. Saltar de pura vida, o vivir atornillados al piso.
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