Mar 24.08.2010
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OPINIóN

El silencio más profundo

› Por Emanuel Respighi

No puede ser una sensación individual. Me animo a creer –quiero creerlo– que se trata de una percepción colectiva que por estos días embarga a los cientos de miles de silenciosos oyentes que rutinariamente encienden la radio para evadirse de la angustiante soledad de la vida moderna, huir de los problemas diarios y dejarse llevar por los mundos imaginarios que se bifurcan en el éter. Creo que es un sentimiento compartido: desde el sábado último, la radio suena un poco más triste. Como si transmitiera con menor potencia que la habitual, los sonidos que de ella emanan parecen haber perdido fuerza. La muerte de Hugo Guerrero Marthineitz nos dejó a todos un poco más solos, un poco más tristes. Y la radio, su fiel compañera, también parece reflejarlo.

Huraño y cascarrabias por naturaleza, mentor de un estilo único y genuino que nunca defraudaba, el Negro fue (todavía es) uno de los locutores y conductores más destacados de la radiofonía argentina y latinoamericana. Y no se trata de uno de esos típicos cumplidos post-mortem, surgido desde el dolor misericordioso que toda pérdida mediática trae aparejada en oyentes y en comunicadores que deben llenar espacios periodísticos. El “peruano parlanchín” fue una de las grandes figuras de la radiofonía, único por haber combinado esa voz gruesa que intimidaba hasta al más guapo del barrio con convicciones a las que siempre, en cualquier circunstancia, hacía fluir sin que le temblara el pulso. Si no llegó a contar con el reconocimiento masivo de oyentes y de otros colegas no fue por incapacidad para manejarse frente al micrófono: su nulo apego a la formalidad y al protocolo propio de cierto establishment radiofónico, seguramente atentó contra el verdadero lugar que ocupa en la radiofonía nacional el creador de El show del minuto.

Llegado a la Argentina a mediados de la década del ’50, luego de buscar su lugar en radios de Uruguay y Chile, Guerrero Marthineitz creó un estilo incomparable, para el que la demagogia era mala palabra. En estos tiempos en los que tanto comunicador suelto se prostituye a intereses corporativos sin que se le caigan los anillos, con la única pretensión de mantener su estilo de vida, prestando trayectoria y honorabilidad a idearios ajenos, Guerrero Marthineitz fue uno de los pocos tipos que frente al micrófono decía aquello que pensaba, y pensaba aquello que decía. No muchos exponentes del medio pueden vanagloriarse de haber dicho siempre lo que sintieron. Un profesional que se dedicó a ejercitar la libertad de expresión antes que a declamarla.

Locutor de una radio en la que la palabra y la reflexión eran las bases de cualquier proyecto que soñara con transformarse en programa, el peruano, además, ayudó a quebrar la vieja escuela del locutor engolado, que se limitaba a leer guiones con la frialdad de la corrección en la dicción. Dueño de un lenguaje coloquial, que era acompañado con maestría por sus imborrables y profundos silencios, Guerrero Marthineitz reinventó la radio, pateando los formalismos de la época para convertirla en un mundo abierto a la improvisación.

Perversa paradoja del destino: el tipo que acompañó a cientos de miles de personas en tardes y madrugadas radiales y televisivas, murió en la más absoluta soledad, sin un mango, y maltratado por un miserable de la talla de Mauro Viale, quien lo usó durante unos meses en Rivadavia para luego dejarlo en la calle sin pagarle buena parte de sus honorarios. El Negro, apasionado amante de la radio, no se merecía un final así.

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