MURIó AYER, A LOS 80 AñOS, EL CINEASTA FRANCéS CLAUDE CHABROL
El director de El bello Sergio y La ceremonia, entre otras grandes películas, reflejó en su cine las perversas relaciones de clase y de poder, y supo poner al desnudo la mediocridad pequeñoburguesa. Fue, asimismo, hasta el último de sus días, un refinado sibarita.
› Por Luciano Monteagudo
Se lo veía tan bien, tan a gusto en los festivales, disfrutando no sólo de presentar cada una de sus películas sino también –reconocido sibarita– aprovechando las bondades de cada ciudad para probar sus vinos y manjares, que parece aún más sorpresiva la muerte de Claude Chabrol, ocurrida ayer, a los 80 años, en su casa de París. Director emblemático del cine francés y uno de los padres fundadores de la Nouvelle Vague, Chabrol fue autor de una obra inmensa, tanto por la cantidad (más de sesenta largometrajes llevan su firma) como por el sello personal que le infundió a cada una de sus películas, al punto de que vista ahora, en su conjunto, su filmografía parece conformar una unidad indisoluble, apenas dividida en sucesivos capítulos, como si se tratara de una gran novela, cruel y desencantada, sobre la comedia humana.
Desde su primer largometraje, El bello Sergio (1958), que abrió las puertas de la Nueva Ola, hasta el último, Bellamy (2009), protagonizado por Gérard Depardieu, que pasó injustamente inadvertido por la cartelera porteña, Chabrol siempre abrevó en las fuentes más consecuentes de su cine: las perversas relaciones de clase y de poder; las ridículas formas rituales de la pequeña burguesía, particularmente de provincia; la ambición como siniestro motor social; y la mediocridad humana como horizonte insondable. Que toda esa declarada misantropía se expresara muchas veces con humor –sobre todo en la última etapa de su obra– no le restaba causticidad a su cine. Por el contrario, le sumaba filo, impertinencia, libertad a una obra que no dejaba títere con cabeza. Políticos, magistrados, pequeños comerciantes, trabajadores e incluso analfabetos: nadie quedaba a salvo de su impiadoso bisturí, con el que diseccionaba el cuerpo social.
En esa tarea encontró en Isabelle Huppert un alma gemela, un espíritu afín. Con ella hizo siete de sus mejores películas, desde Niña de día, mujer de noche (1978), donde una joven pecosa y frágil pero de mirada siniestra se convertía en la parricida Violette Nozière, hasta La comedia del poder (2006), en la que encarnaba a la jueza de instrucción Charmant-Killman, o sea –siguiendo una traducción literal– una encantadora matadora de hombres. Entre esos dos títulos, Huppert también fue para Chabrol la abortista de Un asunto de mujeres (1988), que ayuda a sus vecinas a liberarse del estigma de un hijo engendrado por el enemigo durante el infame gobierno de Vichy; la desafiante heroína de Flaubert en Madame Bovary (1991); la resentida y violenta femme du ménage de La ceremonia (1995), sin duda uno de los mejores films del dúo; la fría estafadora de No va más (1997), en pareja con Michel Serrault (otro actor favorito de Chabrol); y el centro más amargo de Gracias por el chocolate (2000).
“La admiro tanto...”, le reconoció a este cronista durante una entrevista para Página/12 en el Festival de Berlín de 2006. “Lo increíble de Isabelle es que puede interpretar cualquier personaje, con todas sus emociones y sus rasgos físicos. Después de todos estos años, no deja de sorprenderme. No sé, creo que si algún día escribiera un guión para una actriz obesa, lo cual parece imposible para ella, se me aparecería un día tan gorda como la que más y no me quedaría más remedio que darle el papel. Lo notable del caso es que nunca deja de ser ella misma. Tiene esta notable cualidad: puede convertirse en el personaje de la película sin perder su propia personalidad. Isabelle se las ingenia para aportar siempre su propia marca, y eso es lo que le da volumen, dimensión, realidad a su composición. Nos llevamos muy bien y no necesitamos hablarnos mucho, nos basta con darnos mutuamente pequeñas sorpresas en el rodaje. Lo notable de Isabelle es que, al menos yo, no tengo la necesidad de escribir un guión a su medida, como el traje que le corta a uno el sastre. Por el contrario, puedo pensar en un proyecto con gran libertad, tratando de escribir el mejor guión posible, sabiendo que luego, una vez terminado, si a ella y a mí nos parece bien, ella lo va a poder habitar, lo va poder hacer suyo. Ella siempre va a estar muy bien, salvo que el guión sea demasiado estúpido. E incluso si se trata de un guión estúpido, ella siempre va a encontrar la manera de hacer interesante su personaje.”
Nacido el 24 de junio de 1930 en el seno de una familia de clase media, Chabrol pasó los años de la Ocupación en el pueblo de Sardent, en la Francia central, una región a la que volvería para rodar su primer largo, El bello Sergio, donde no la evocó precisamente con buenos ojos. Empujado por sus padres para estudiar Medicina en París, rechazó el mandato familiar y se dedicó a frecuentar los cineclubes del Barrio Latino y la Cinemateca Francesa, donde conoció y se hizo amigo de otros jóvenes que compartían la misma pasión por el cine clásico de Hollywood: Jean-Luc Godard, François Truffaut y Eric Rohmer. Junto a ellos, integraría –bajo la tutela del maestro André Bazin– la legendaria redacción de los Cahiers du Cinéma, que a mediados de los años ’50 desarrolló la teoría del cine de autor y revolucionó la manera de pensar el cine, al punto que aún hoy se percibe su influencia. A su vez, junto con Rohmer, Chabrol escribió en 1957 el primer estudio serio sobre la obra de Alfred Hitchcock, una exhaustiva exégesis formal y temática que fue la piedra basal sobre la cual se construyó luego todo análisis posterior sobre el director inglés.
Simultáneamente, todos empezaron a pasar de la teoría a la praxis. Gracias a una herencia que cobró su mujer, Chabrol pudo producir Le beau Serge, premiada en el Festival de Locarno 1958 y con la que probó que en Francia se podía hacer cine al margen del sistema de los estudios. Al año siguiente, con Los primos, se llevó el Oso de Oro de la Berlinale 1959 y aunque esa película hoy luce irremediablemente fechada, sentó sin embargo las bases de su cine posterior. Un cine en el que –según la teoría del crítico británico Ronald Bergan– se suelen enfrentar dos personajes de personalidades opuestas, uno de carácter peligroso y dionisíaco y otro representante del orden y el statu quo. Con el paso del tiempo Chabrol fue privilegiando el lado más oscuro de esta dualidad, como lo prueban los psicópatas y asesinos seriales que pueblan una parte importante de su obra y que en apariencia no se distinguen demasiado de cualquier otro ciudadano común: el amable protagonista de El carnicero (1970), el simpático sombrerero de Les Fantômes du Chapelier (1982), el famoso asesino de mujeres Landru (1962) o el motociclista que trae el amor y la muerte en Estas buenas mujeres (1960).
La novela policial siempre fue una fuente de inspiración para Chabrol y aunque lo adaptó en apenas dos oportunidades –en Los fantasmas del sombrerero y en Betty (1992)–, la sombra inmensa de Georges Simenon planea sobre gran parte de su cine. Tanto que el que ahora se convirtió en su largometraje final, Bellamy, está dedicado a sus dos queridos Georges: el cantante y compositor Brassens y el gran Simenon. Se diría que Chabrol aprendió de Simenon a trabajar a partir de un fait divers, de un vulgar caso policial, que solía tomar de las páginas olvidadas de la prensa amarilla, como fue, por ejemplo, el caso de Violette Nozière. Y como solía hacer Simenon, allí hundía su escalpelo en la que para Chabrol era la única clase social que quedó en Europa, la burguesía, con sus pequeñas miserias cotidianas, su mezquindad, su arribismo, su afán de éxito, de ascenso social y figuración. Que todo esto lo analizara con un humor ácido, vitriólico, con el que iba arrancando –ligeramente, como al pasar– gajos enteros de sus criaturas es el sello que hizo de Chabrol un impiadoso anatomista de las pasiones humanas.
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