OPINIóN
› Por Juano Villafañe *
Cuando Mauricio Macri inauguró en agosto pasado el Festival Internacional de nuestra música ciudadana, dijo: “El tango es la soja de Buenos Aires”. La metáfora indica cierta precariedad literaria, pero reconoce la valorización de un gran negocio. El turismo durante el primer semestre de este año dejó a la ciudad mil millones de dólares y por el Festival de Tango se calcula que durante las tres semanas que duraron las jornadas se recaudaron otros cien millones de dólares.
El modelo económico cultural que propone el actual Gobierno de la Ciudad tiene un hondo sentido privatizador. No se discuten las formas en que se deben distribuir en la ciudad de Buenos Aires los ingresos económicos que generan el turismo o el tango entre los trabajadores de la cultura. Los artistas que crean y producen la música ciudadana no son considerados en ningún tipo de redistribución económica. Todo se concentra en pocas manos.
Cuando nosotros hablamos de políticas culturales estamos hablando de políticas públicas y pensamos en la distribución tanto de bienes simbólicos como de bie-nes culturales tangibles. Si bien dentro de toda política cultural hay que considerar el impacto de las poéticas en la sociedad, la circulación del pensamiento crítico y otros bienes intangibles, también debemos considerar la incidencia económica que tiene el consumo cultural. Según los datos ofrecidos por el Sistema de Información Cultural de la Argentina (SinCA), que depende de la Secretaría de Cultura de la Nación, la actividad cultural en nuestro país aportó en el año 2009 al PBI el 3,5 por ciento, una cifra que supera lo generado por la minería y la pesca en nuestro país. De este primer análisis se desprende que la cultura también debe ser considerada como una inversión que genera trabajo y productos con valor agregado. Por eso es tan importante a nivel nacional que la Secretaría de Cultura pase a ser un ministerio. Esta transformación está muy asociada a la ley federal de cultura, a una ley marco que regule dentro de la diversidad étnicocultural y regional de cada una de las provincias una política nacional. Hace falta completar el gobierno de la cultura por disciplinas profesionales, como ocurre con el Instituto Nacional del Teatro. Están en camino la ley de la música y la ley del libro. Un nuevo ministerio con institutos nacionales y gobiernos plurales de la cultura, participativos y descentralizados, con un presupuesto que tenga un piso mínimo del 1 por ciento, como indica la Unesco. La variable de una ley nacional de mecenazgo entra en contradicción con las políticas públicas.
En la ciudad de Buenos Aires el Producto Bruto Regional que genera la actividad cultural, unida a la actividad turística, es altamente significativo. Calculemos además que gran parte de la actividad que ofrecen las industrias culturales a nivel nacional está radicada en esta ciudad. Si sumamos las industrias del libro, el cine, la música, la propia TV, el video, Internet, radio y publicidad, la dinámica comercial es altísima.
Pero la ciudad cultural carece de gobiernos en relación con el libro, el cine o la música. Digamos que no existe una ley municipal del libro o de la música o ley municipal del tango. Por lo tanto, no existen instituciones que gobiernen las industrias culturales. Cuando me refiero a gobiernos de la cultura me refiero a formas de gestión del conjunto de los sectores que hacen a la creación, producción y difusión de las industrias culturales. En la ciudad cultural esta participación no existe. En este sentido, tanto Proteatro como Prodanza son ejemplos parciales interesantes, son gobiernos municipales del teatro y de la danza que permiten la participación de todos los sectores que conforman las artes escénicas, de tal forma que los presupuestos que se otorgan desde el Ministerio de Cultura de la Ciudad pasan a ser administrados y distribuidos desde una gestión que incluye a todas las partes que conforman un sector de la vida artística. Esto permite una democratización de la cultura, tanto en la gestión como en la distribución de asignaciones, subsidios o becas. Pero el teatro y la danza no son los únicos sectores que debemos tener en cuenta.
Las industrias culturales tienen un alto peso en la producción económico–cultural y las mismas carecen de gobierno. El Ministerio de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, al carecer de políticas públicas para las industrias de la cultura, presenta una vida institucional muy pobre, ya que no puede incidir en sectores de alta concentración económica y de alto consumo, como son la música, el libro o el cine. Dicho de otra forma: los propios ciudadanos no pueden discutir o beneficiarse con un catálogo del libro popular, con un acceso a la música o a una cartelera de cine que contemple la producción de los jóvenes artistas. Debemos agregar el proyecto de autarquía para el Teatro Municipal General San Martín, que implica delegar y hacer responsable de los ingresos económicos y del mantenimiento a las propias autoridades del teatro de la ciudad, el intento de privatización de la sala Alberdi del Centro Cultural San Martín y el desmantelamiento del Proyecto Cultural en Barrios y la propia situación del Teatro Colón.
Se ha realizado en la ciudad de Buenos Aires la segunda convocatoria (año 2010) para participar de los beneficios de la ley de mecenazgo. Pero esta ley ha generado profundas contradicciones y desajustes en su aplicación. Los motivos son diversos, pero se puede reconocer a primera vista que el mecenazgo pasa a competir con las propias políticas culturales que el Ministerio de Cultura de la Ciudad aplica, por ejemplo, en Proteatro y en Prodanza. La ley de mecenazgo, al derivar fondos que deberían ser distribuidos por el Estado para la iniciativa pública, deja en manos de las empresas privadas la decisión unilateral del fomento cultural. De esta forma se genera un paralelo de políticas que no siempre responden a las necesidades culturales de los ciudadanos. Además, el propio gobierno de la ley de mecenazgo es muy precario desde el punto de vista de su reconocimiento. El Consejo de Promoción Cultural está conformado por seis políticos vinculados con el Ejecutivo y el Poder Legislativo y por artistas o intelectuales que hayan obtenidos premios nacionales o municipales que ejercen su tarea a título personal o “autorreferencial” en cada disciplina. Se trata de un Consejo disociado de la propia orgánica y dinámica del conjunto que hace al núcleo social de la cultura. Esto permite, por ejemplo, que entre los primeros beneficiados de esta convocatoria exista un proyecto que recibió 250 mil pesos para organizar un concurso internacional de violín, con premios de 15 mil, 10 mil y 5 mil dólares. Una relación vinculante con las demandas de la propia sociedad cultural existente seguramente indicaría otras prioridades. En otros países o ciudades, donde la calidad institucional es muy alta y la soberanía del Estado para aplicar políticas públicas es reconocible, el sistema de mecenazgo cultural podría ser considerado de otra forma, pero en nuestro país estas políticas, que son reivindicadas como paradigmáticas por el “macrismo” y su ideología neoliberal, tienden a la privatización y a empobrecer la institucionalidad cultural existente y a desconocer el rol del Estado en las políticas culturales públicas.
Pero la paradoja que deja el balance de la convocatoria que ofreció la ley de mecenazgo hace que se vean beneficiados en primer lugar proyectos de instituciones asociadas al gobierno porteño o que sean reconocidas aquellas entidades o fundaciones que tienen capacidad de gestión, frente a los pequeños proyectos de grupos o artistas individuales que no son atendidos por las grandes corporaciones económicas. Una vez que el proyecto es aprobado por el Consejo de Promoción Cultural y anunciado como tal en las páginas del Ministerio de Cultura porteño, los interesados pueden salir a la búsqueda de sus mecenas. De hecho, los jóvenes artistas marchan con su carpeta bajo el brazo para conseguir que almacenes, tiendas o kioscos respondan al mecenazgo. Pero estos pequeños contribuyentes no ofrecen valores significativos, ya que su aporte anual al fisco es muy pobre, a lo que se suma que la gestión de los propios interesados puede confundirse con algún control de la AFIP para saber si el posible mecenas están pagando debidamente los impuestos.
Hasta el momento, de todos los proyectos seleccionados por la ley de mecenazgo, muy pocos han recibido el conjunto de los fondos necesarios en las cuentas bancarias de los interesados. Quienes definen entonces los aportes significativos para el mecenazgo son los grandes contribuyentes. Se trata entonces de las empresas multinacionales que han transferido riquezas fabulosas al exterior y han precarizado el trabajo de los argentinos. Esas mismas empresas serían ahora los supuestos mecenas de una nueva cultura nacional. Si bien los potenciales montos económicos que maneja la ley de mecenazgo en su conjunto son altísimos, ésa no puede ser la única variable que genere entusiasmo entre los artistas y productores culturales. Un proyecto que hace circular dineros públicos entre privados debería generar un debate más profundo en el mundo intelectual. La zanahoria no debe tapar el bosque.
La confusión en torno de la aplicación de la ley de mecenazgo no es el problema fundamental, aunque sirva para descubrir anacronismos, contradicciones e ironías. El tema central tiene que ver con la forma que debería tener un gobierno de la cultura en nuestra ciudad y cómo los artistas, intelectuales y trabajadores de la cultura participamos para definir políticas de distribución, circulación y generación de bienes que tengan en cuenta al conjunto de los ciudadanos y a nosotros mismos como creadores. Se trata de la distribución de bienes que impactan en el PBI, en la generación de empleo y en la calidad de vida de los porteños. Esta discusión a fondo dentro del sector cultural de la ciudad todavía no se ha producido.
* Director artístico del Centro Cultural de la Cooperación.
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