OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Desde esa infausta noche, le dicen
Eustaquio el Descentrado.
Lo saben los miles y miles de personas que la consideraron una lucecita entre tanta oscuridad: desde 1978, desde aquella primera tapa con Menotti de Hoz afirmando que “el Mundial se hace cueste lo que cueste”, la Humor fue religión, código compartido, ceremonia en el kiosco de revistas y guiño secreto en el transporte público, donde todos se cuidaban muy bien de “leerla de ojito” porque, como advertían los cabezales de sus páginas, eso provocaba males inenarrables. Pero ese orgullo intelectual, ese orgullo semipúblico –nada de ese tenor podía hacerse muy público en la era de los asesinos de uniforme– estaba acompañado de un orgullo privado, familiar: uno de los que conducía ese hito periodístico, ese respiro entre el plomo, era Aquiles Fabregat. Mi tío Aquiles.
Nacido en la República Oriental del Uruguay el 15 de febrero de 1938, mi tío Aquiles murió ayer por la mañana.
Es una extraña, dolorosa instancia. Un trago espantoso, esto de escribir la necrológica de alguien tan cercano, que tanto tiene que ver conque, bueno, conque uno esté escribiendo en la redacción de un diario. La pluma de mi tío Aquiles me inspiró a sentarme frente a una máquina de escribir, la Olivetti que aún conservo y que quizá termine llevándome a mi propia tumba. La figura de Aquiles, periodista de la vieja escuela, reinventor de formas en un tiempo en que nada se reinventaba sino que se destruía, cristalizó esta vocación, esta necesidad de curtir el oficio. Y ese registro personal tuvo una satisfacción extra ayer, cuando empezaron a aparecer los mensajes en Facebook y en Twitter, palabras que lo tienen tan presente como si a la Humor no la hubiera asfixiado el menemato hace casi veinte años. Personas entregando mensajes de reconocimiento, de amor, de tristeza por la pérdida y a la vez felicidad por todo lo que leyeron con su firma al pie, por los cuadritos en dupla con Tabaré, por aquellas mañanas de radio En ayunas con Jorge Guinzburg y Carlos Abrevaya.
Esta página no es porque Aquiles fue mi tío. Esta página es porque el que murió es una de las figuras grandes del periodismo rioplatense, de las que dejan huellas imborrables.
De pocas pulgas, melómano incurable, coleccionista de vinilos que cuidaba hasta la obsesión; con un dominio intuitivo del poder del “mensaje” a través de su experiencia publicitaria en Montevideo, con una tremenda capacidad para absorber cultura pero no expresar ese conocimiento con desdén por el otro, Aquiles disparó desde su escritorio en la calle Piedras artículos en los que su extraordinaria ironía, el juego con el lenguaje hacían de cada texto una aventura, un placer siempre renovado. Guardaba meticulosamente los libros y artículos de predicciones de supuestos adivinos, oráculos y videntes, para hacerse un venenoso festín cada enero o febrero repasando ese aquelarre para incautos del año anterior. Deschavaba en La ruta de los corsarios a los bolichones infectos de Buenos Aires que horadaban el estómago y el bolsillo del consumidor. Contribuía a la recolección de la lista de Los Insufribles que siempre despertaba nuevos aportes en los lectores. Y de su Olivetti salía una de las piezas de humorismo más efectivas, en las que la situación se repetía con leves variaciones, pero era su lenguaje, la puesta en escena, lo que las convertía en uno de los pasajes más esperados de Humor: el Romancero del Eustaquio, esa saga del desprevenido ciudadano de atildado aspecto y cuidada verba, que se aventuraba por los andurriales del conurbano para terminar siempre en manos de esos negrazos “de dos metros de altura y similar circunferencia”, cochambrosos, con somorgujos escarbándoles matas de pelo similares al alambre, de ojos enrojecidos y un “Berp!” como lacónica respuesta. Algunos años después nació la versión ilustrada por Tabaré, pero ya esas treinta líneas de puro texto alcanzaban para partirse de risa.
Aquiles, el Tío Aquiles, tenía el diccionario como libro de cabecera y sabía hacer un uso integral de él. No aprendía las palabras para cancherear, sino porque para él escribir debía ser un acto de riqueza para el que redactaba y para el que leía. Con semejante vocabulario disponible, conformarse con sólo un puñado de términos era berreta, perezoso, pobre. Las palabras eran su tesoro, le permitían un artístico malabarismo con el lenguaje, una manera siempre elegante de meterse en el tema que fuera. Amén de darle material para que, en Humor & Juegos o Cruzadas, brillara como eximio crucigramista, provocando otra vez la risa con definiciones enigmáticas o delirantes, o exprimiéndole los sesos con ese Dificilongo con el que, como en sus notas periodísticas, exigía al lector. Recordándole que la mediocridad es lo más fácil pero no lo más recomendable, que –como citó tantas veces– la inteligencia humana tiene límites, pero la estupidez no.
Quiero vivir menos pero más, escribió una vez.
Desde mis primeras notas publicadas, escuché la frase “¿Qué sos de Aquiles?” cientos de veces. Y nunca fue una molestia, sino el recordatorio y el orgullo de tener como iniciador en el periodismo a un nombre ilustre, a alguien que hizo algo indeleble en un medio donde se han hecho muchas cosas.
En ésta y en otras redacciones, esa cosa del apócope llevó naturalmente a que los compañeros a menudo me llamen Fabre. Siempre me pareció un apelativo razonable pero prestado, porque Fabre hay uno solo. Pero también, de algún modo, a partir de ahora cada vez que suene el “Fabre” mi tío Aquiles estará un poco más vivo. Esa interpretación tampoco es necesaria, claro: todo lo que hizo, las incontables carcajadas del Eustaquio, el Nada se pierde, las rimas del cacique Paja Brava en SexHumor, la inventiva y la audacia que puso en juego para ser parte de ese staff legendario que hizo el aguante contra la dictadura, alcanzan para que su nombre tenga una presencia que ni la muerte puede diluir.
Adiós, Tío Aquiles. Y gracias por todo.
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