OPINION
› Por Eduardo Fabregat
“Un ciclo no se evalúa sólo por los resultados de rating. Si caemos en eso, son muy pocos los programas que se pueden hacer: dejaríamos de hacer la TV que nos gusta para hacer la que vende.” Bernarda Llorente, productora, socia de Claudio Villarruel en la empresa On TV y, como él, ex responsable de la programación artística de Telefe durante diez años, definió así una de las claves de lo sucedido con Caín & Abel. El caso fue diferente al levantamiento de Secretos de amor, otra ficción de la misma productora que capotó este año. En la entrevista publicada el jueves por Página/12, la dupla no pudo dejar de expresar su decepción por la decisión unilateral de levantar la tira a sólo tres meses de su inicio. Lo hizo con diplomacia, porque aún hay un vínculo que contempla dos años de coproducciones. Pero también es cierto que hubo un intercambio de cartas documento, y que de hecho toda negociación futura estará condicionada por este quiebre: con bastante lógica, los productores sostienen que el canal debería haber respetado el acuerdo inicial de mantener el programa en el aire hasta el 31 de enero, que las ficciones necesitan un sostén, que el final de ese gran cuco del rating llamado ShowMatch le daría a Caín & Abel otra perspectiva de público. Como al Chavo del 8 –esa ficción que Telefe repite una y otra vez—, no le tuvieron paciencia.
Caín & Abel, hay que recordarlo, contaba en su elenco con Luis Brandoni, Virginia Lago, Fabián Vena, Joaquín Furriel, Julieta Cardinali, Juan Gil Navarro. Desde el estilo y el tempo de la narración, desde la dirección de cámaras y la puesta, buscó diferenciarse, incluso dentro de ese terreno de tiras comprometidas que abonaron Montecristo y Vidas robadas. Una encuesta del sitio television.com.ar la premió como “mejor novela 2010”. En la misma semana en que se le otorgaba una distinción por poner sobre el tapete la cuestión de la violencia de género, su (mala) suerte quedaba sellada. Los directivos del canal propiedad de Telefónica ya habían decidido su jugada desesperada para mejorar los números de rating, aunque a esta altura del año ya no haya nada que salvar, aunque El Trece (para hablar con propiedad, habría que decir “El Marce”) se encamine a ganar el año. Una jugada conocida: Gran Hermano.
El notable balance de Emanuel Respi-ghi que ocupa estas páginas es bastante claro sobre las tendencias que imperaron en la televisión de 2010, pero esta movida de fin de año viene a oficiar de broche simbólico, de irrefutable síntesis. Como viene sucediendo desde hace (demasiado) tiempo, la TV argentina vuelve a apostar a la idiocia. Apuesta, otra vez, por la madre de todos los realities, esa máquina de cortar boludos (gracias, Tato) a la que se alimenta con dieciocho aspirantes a famosos que protagonizarán largas jornadas de conversación vacía, escandaletes de convivencia, exhibicionismo full time y teatrito de miserias; serán famosos por un rato y luego desaparecerán, salvo por dos o tres afortunados (como Silvina Luna desde el mismo GH o Pamela David desde El Bar). En el medio, el canal aprovechará el rating fácil, actores que no cobran cachet y ponen el cuerpo a una telenovela rendidora, disfrazará de “fenómeno” a un programa vacío de contenido e intentará emular el efecto Tinelli de que un ciclo trascienda las fronteras de su horario y se convierta en comidilla de otros programas y canales, realimentando la expectativa por ver el prime time.
Negocio redondo. ¿Quién necesita a la ficción? ¿Para qué complicarse la vida con eso de tener actores de talento, guiones respetables, puestas en escena creativas? Sí, es cierto, a veces una de esas ficciones triunfa en los números, y otras veces pasan a formar parte del acervo políticamente correcto de las emisoras, que señalan públicamente que lo suyo es entretenimiento, pero también tienen conciencia social. La conciencia social se termina cuando un programa se clava en 9,5 puntos, pero no vamos a andar deteniéndonos en sutilezas.
Para sutileza, la de Laura Ubfal, que señaló en algún piso televisivo que a ella también le llama la atención que todos los participantes de Gran Hermano tengan ese aspecto tan de modelo, tan estéticamente atractivos. “Esperá un mes”, dice que le dijeron en producción, delatando que el posible derrumbe físico dentro de la casa forma parte de la ecuación morbosa que atrae público.
¿Censurable? Quizá, pero la cuestión es que sí atrae público. Gran Hermano debutó con 23,9 puntos, y en su primera semana, sin mayores “conflictos” en la casa y todavía compitiendo con Showmatch, redondeó 13 puntos de promedio. Dos gays –una chica y un chico– y una chica que parece varón y quiere tener cuerpo de hombre garantizan el pincelazo siglo XXI. Lo demás es lo de siempre: cuerpos y caras bonitas, conversaciones insustanciales, confesionario, “complots”, historias de amores y odios, fiestitas que buscan provocar calenturas, Jorge Rial jugando a que todo eso tiene una lectura social muy trascendente y los “debates” de rigor, galas de eliminación. El paquete funcionó en el pasado, no tiene por qué fracasar ahora y puede darle a Telefe un verano con otro sustento, que augure mejor suerte para El elegido, su próxima ficción. Nunca se sabe. Hasta la dupla de Montecristo, Pablo Echarri y Paola Krum, y un elenco que incluye a Lito Cruz, Leonor Manso y Patricio Contreras, podrían terminar obligados a dar examen de arrastre popular frente a un perfecto desconocido que dice “boludo” cada seis palabras.
Entre sus muchos efectos virtuosos, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual incluye el de impulsar producciones locales en la pantalla de aire. Pero hace poco, un grupo de profesionales de la TV salió a alertar que la nueva norma no contempla específicamente la ficción: por ello impulsan una ley de ficción que regule cuotas de pantalla (dos telenovelas y dos unitarios de producción propia anuales por canal de aire, en ciudades de más de un millón y medio de habitantes) y la formación de una suerte de Incaa televisivo. Habrá que ver cuánto prospera la idea en un Congreso influido por el año electoral y siempre tan expuesto a los lobbies empresarios, que –como las brujas– no existen pero los hay. A los canales les sirve más y les cuesta menos hacer otras cosas. La ficción no es una prioridad.
De nuevo: mirando la cuestión con las gafas de un directivo de TV, todo tiene su lógica. Producir ficción puede costar cuatro o cinco veces más que un programa de entretenimientos, de archivo o periodístico. Y por sobre todo flota eso que es innegable, y que es la piedra en el zapato de quienes defienden una TV con menos olor a basura, una TV que no consagre tantas horas y tanto dinero a la glorificación y glamorización de la boludez: al público le gusta. Al público le encanta. Los millones de personas que consumen el música-maestro–vamoooooos!!, los que seguirán las apasionantes instancias de diecinueve homínidos dedicados a la nada misma le dan la razón al ejecutivo y no a esta columna. Ojalá fuera ficción.
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