Jueves, 21 de abril de 2011 | Hoy
A LOS 95 AñOS, MURIó EL LEGENDARIO ACTOR OSVALDO MIRANDA
En más de 50 años de trayectoria, participó en 60 películas y ganó 40 premios. Quedará en el recuerdo como aquel Roberto Cantalapiedra de la serie Mi cuñado y yo o como el padre de Marilina Ross en La nena, entre tantos otros personajes de TV, cine y teatro.
Por Alina Mazzaferro
Se baja el telón para un grande del teatro, el cine, la televisión... y la vida. El gran señor de la comedia argentina, galán y porteño de ley, Osvaldo Miranda, murió ayer por la mañana a los 95 años a causa de un paro cardiorrespiratorio no traumático en su casa de Buenos Aires, donde permanecía bajo internación domiciliaria. Con más de 50 años de trayectoria, el actor, que participó en 60 películas y ganó 40 premios, quedará en el recuerdo de su público como aquel Roberto Cantalapiedra de la serie Mi cuñado y yo o como el padre de Marilina Ross en la ficción La nena, entre tantos otros personajes de TV, cine y teatro. Recorrer la vida de Miranda significa transitar la historia del Buenos Aires de los años ’30, de sus barrios y sus personajes.
Nació el 3 de noviembre en Villa Crespo –Malabia y Loyola–, en la primavera de 1915. Con sólo 12 años perdió a su padre, por lo que debió convertirse, de pronto y a los golpes, en el “hombre de la casa”. Era el hijo de una española no muy “abierta de mente”, que quería que Osvaldito la ayudara con el almacén. Sin embargo, el joven ya tenía un sueño: quería ser cantor de tangos, y se escapaba de su casa a cantar en bares y en la radio. Por supuesto, para que su madre no lo descubriera, debió cambiar su apellido –en verdad se llamaba Mathon– y así nació el artista-Osvaldo Miranda.
Se hizo actor casi sin darse cuenta, en el barrio en el que pasó su juventud –Villa Urquiza– cantando y actuando en los clubes, en La Siberia (como llamaban a la zona de avenida Constituyentes) y en la Estancia de Saavedra. Antes de considerar al teatro como una profesión, Miranda fue mecánico, niquelador, tejedor y de todos los empleos fue echado por su falta de atención. Porque a él le gustaba “lo otro”: el escenario. El almacén de su mamá finalmente se fundió “por fiar con libreta”, pero Osvaldo salió adelante con la actuación. Volvía todas las noches del centro hasta su casa de Villa Urquiza en el tranvía 96 que lo dejaba a 14 cuadras, siempre durmiendo en el camino, porque sabía que se bajaba al final del recorrido. Más tarde alquiló una pieza en Lavalle y Montevideo por 12 pesos al mes, donde se quedaba a pasar la noche cuando salía tarde de trabajar o llovía. Fue un caballero de proverbial elegancia, un flaneur de la noche, yendo de la tanguería al teatro o al cabaret. Allí estaba siempre firme en la rueda del Ateneo –un café de Cangallo y Carlos Pellegrini–, refugio de los actores de la época, que frecuentaban Enrique Muiño, Elías Alippi, Angel Magaña, Homero Manzi, Héctor Méndez y tantos otros.
Miranda empezó cantando tangos con una orquesta en el café Terminal, al lado del Teatro Nacional, de la cual se fue porque al otro cantor le pedían más tangos que a él: era nada más ni nada menos que Angel Vargas. Sus amigos también eran “del palo”: conoció a Aníbal Troilo, pero su entrañable amigo de toda la vida fue Enrique Santos Discépolo. “El fue mucho mi hermano, un poco mi padre y un poco mi hijo. La amistad con Discépolo fue el premio más grande que recibí en mi vida”, dijo a una revista porteña en 1997. El 23 de diciembre de 1951, Discépolo moría en los brazos de su hermano del alma: Miranda.
Comenzó su carrera de actor profesional en 1936, junto a la compañía de María Esther Gamas y Mario Fortuna, en la comedia musical Rascacielos, que se daba en el de-saparecido Teatro Boedo, cantando “Casas viejas” y “Un jardín de ilusión”. Para esa época vivía en una pensión de la calle Sarmiento y un día sonó el teléfono y lo convocaron para reemplazar a Ricardo Ruiz. Luego vino La canción de los barrios y Miranda se instaló como miembro de la compañía. De allí siguió la revista en el Teatro Maipo y el Variedades, hasta que llegó la comedia. Fue Joseph Kenkel, un judío que con la ocupación nazi en Francia no podía volver a su país, quien lo convocó y Miranda decidió abandonar el espectáculo revisteril por la comedia, con la que ganó menos dinero pero más prestigio.
En el cine, su debut fue junto a Tito Lusiardo en Un señor mucamo, dirigida por el mismo Discépolo en 1940. Le siguieron Cándida millonaria, con Niní Marshall, y El más infeliz del pueblo, con Luis Sandrini, en la que también actuaba Eva Duarte. Trabajó de extra en Los muchachos de antes no usaban gomina, junto a Florencio Parravicini, y años más tarde protagonizó la remake del mismo film –en el papel que Parravinci interpretó otrora– en 1968. El éxito lo llevó a Hollywood a fines de los ’40, de la mano de Fernando Lamas y Roberto Airaldi, para filmar Los vengadores. En la meca de la industria cinematográfica lo invitaron a quedarse, para practicar inglés, esgrima, natación, todas disciplinas que se les exigían a los actores en la época. Pero Miranda, porteño de corazón, prefirió volver a sus pagos, junto a su madre y su mujer, Amelia Sáez, con la que contrajo matrimonio a los 29 años. “Santa Amelia” la llamaba el galán a quien había sido su secretaria general en los estudios Luminton (esa mujer que les hizo los primeros contratos a Mirtha Legrand y Luis Sandrini) y luego se convirtió en su compañera de vida.
Miranda fue pionero en la televisión argentina, junto a Raúl Ro-ssi, Nelly Prince y Guillermo Brizuela Méndez. En TV protagonizó La comedia de bolsillo, Tropicana y Mi marido y mi padrino. Sus mayores éxitos televisivos fueron La nena –en donde interpretó al padre de Marilina Ross, a quien confesó “querer como a una hija” ya que no tuvo propios– y Mi cuñado y yo, una idea suya y de su amigo Ernesto Bianco que “le sirvieron en bandeja” a Oscar Viale. Con la remake de Mi cuñado, que protagonizaron Luis Brandoni y Ricardo Darín, Miranda –que no sólo tuvo la idea del programa, también confesó “que le dictaban letra a los autores”–, no recibió ni un peso. Aun así, el Cantalapiedra original aceptó participar como invitado de uno de los capítulos de la nueva versión, apoyando el emprendimiento.
Era un tipo querible, simple, de barrio. Fanático de las carreras de caballos, del club Atlanta y de Mar del Plata. La Ciudad Feliz lo recibió siempre con los brazos abiertos y allí pasó años haciendo temporadas de Boeing Boeing, Frutillitas y Hoy ensayo hoy, entre tantas obras. Conoció La Habana, Houston, México, Acapulco, pero “ciudad balnearia como Mar del Plata no hay”, dijo a la prensa en 1995. “¿Cannes? ¡Si es igual a Playita de los Ingleses!”, bromeaba. Mientras estaba en los Estados Unidos ya soñaba con volver para trabajar en Blum, junto a su amigo Discépolo, un éxito que estrenó en 1949 y duró tres años en cartel. “Pereyra, dejame morir solo”, le decía el personaje del autor de “Cambalache” a Miranda. Y sin embargo, Miranda no lo abandonó hasta el último momento. Con la muerte de Discépolo, el actor aceptó integrar la comedia municipal que dirigía Cunill Cabanellas, lo que le permitió recorrer un repertorio argentino y universal. A lo largo de su carrera, Miranda hizo drama, comedia, sainete, clásicos. Desde comedias con Enrique Serrano e Irma Córdoba hasta temporadas con Ernesto Bianco (Boeing Boeing, La dama del Maxim, Plaza Suite) y con los Carrera (Frutilla, De noche llegó el doctor, Tres alcobas), con quienes compartió la temporada teatral del Odeón de Mar del Plata durante siete años.
En 1986 –luego de participar durante tres años en la obra Hoy ensayo hoy, con dirección de Rodolfo Graziano–, el galán de María Duval, Zully Moreno, Tita Merello, Irma Córdoba, Niní Marshall y Mirtha Legrand anunció –con 71 años– que se retiraba de su tan querida profesión, “antes de estar cansado y con flojedad de memoria”, dijo a la prensa. Sin embargo, en 1997 volvió a las tablas, en una reposición de esta última producción que causó furor, junto a su entrañable compañera Irma Córdoba. Con 50 años de profesión, Miranda ganó más de 40 premios, entre ellos cinco Martín Fierro, el premio Podestá –que le otorgó la Sociedad de Actores por su trayectoria–, el Argentores –otorgado por la Sociedad de Autores–, el Konex al mejor comediante, y la Cruz de Plata Esquiú y el San Gabriel que destacaron la conducción ética del actor. “Traté de dar lo mejor de mí al público que me acompañó durante tantas temporadas y creo haber cumplido en la medida de mis posibilidades”, dijo en una de estas oportunidades. En 1996 fue declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires por “sus aportes a la ciudad y los vecinos”, un honor que recibió emocionado y agradeció con palabras premonitorias: “Después de un premio así, uno dice que se puede morir tranquilo. Yo ni pienso, pero si llegara a ocurrir ustedes están de testigos y podrán decir: fue contra su voluntad”.
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