Martes, 26 de abril de 2011 | Hoy
FERIA
A caballo entre la ficción conjetural, la memoria y el ensayo, Edwards tira del elástico antidogmático del pensador francés del siglo XVI para llevar agua a su molino ideológico. “Mi proyecto siempre ha consistido en tratar de pensar por mi cuenta”, dice.
Por Silvina Friera
El gesto blindado –a simple vista brusco– y el modo en que las cejas encuadran unos ojos que interrogan y aguijonean, que con un mínimo pestañear podrían manifestar un malhumor tal vez escatológico, pronto se desdibujan cuando Jorge Edwards saluda y sonríe. Pero es una risa que compone en el aire otra imagen, que suaviza las facciones de este hombre de 80 años –que aún juega al tenis cuando puede–, sin perder esa dureza paroxística que transmite. “Tanta gente que salió de un hueco pequeño, a lo mejor hacen yoga”, ironiza el escritor chileno ante Página/12, después de observar un bullicioso y multitudinario desfile de hombres y mujeres desde el café del Hotel Sheraton. Ironizar y desconcertar podrían ser dos familias de verbos asociadas a su figura y a su literatura. En el inclasificable La muerte de Montaigne (Tusquets), a caballo entre la ficción conjetural, la novela, la memoria y el ensayo, que presentó en la 37ª edición de la Feria del Libro, tira del elástico antidogmático del pensador francés del siglo XVI para llevar agua a su molino ideológico. “Mi proyecto siempre ha consistido en tratar de pensar por mi cuenta, fuera de los intereses partidarios, y no descarto que el proyecto pueda ser anticuado. ¿Reaccionario? No sé. A lo mejor. A lo peor”, confiesa Edwards al comienzo del libro.
Michel de Montaigne es uno de los protagonistas de este ensayo novelado o novela de “tesis”, que explora los últimos cuatro años de vida del autor de los Ensayos. En 1588, en vísperas de la turbulenta llegada al trono francés de Enrique III de Navarra y con las guerras entre católicos y protestantes aún frescas en la memoria, el escritor francés conoce a una joven admiradora de su obra, Marie de Gournay, con quien iniciará una misteriosa relación y la convertirá en su “hija de adopción”. El otro personaje es el propio Edwards, Premio Cervantes y actual embajador en Francia, quien con meridiana claridad iluminará aspectos de su propia infancia a la luz de las extravagancias del travieso y digresivo “Señor de la Montaña”, que descubrió por la vía indirecta de Azorín, novelista y ensayista de la generación española del 98. El escritor chileno afirmará que Montaigne es un precursor cercano de su “casi contemporáneo” Miguel de Cervantes, por el tono de la voz cervantina, el humor, la distancia irónica y la afición a los episodios sorprendentes. “¿Creen ustedes que voy a sostener que Montaigne soy yo, como afirmó Flaubert, dicen, que Madame Bovary c’est moi? –interpela Edwards a los lectores–. No me van a sorprender en esta debilidad inconfesable.”
–Yo también podría decir “Montaigne soy yo”, pero no creo que se pueda. Primero porque Montaigne no soy yo, eso es evidente (risas), y porque los procesos de identificación son cuestiones muy personales. A mí me cae más simpático Montaigne que Maquiavelo; pero no es que yo sea Montaigne, sino que encuentro en ese escritor cosas que me inspiran más, que me sirven para mi propia escritura. El escritor se alimenta de lo que lee; el gran alimento de la escritura es la lectura.
–En los últimos narradores que he usado en El inútil de la familia, El origen del mundo y La casa de Dostoievski, esos narradores bromistas, flexibles, que cambian de un personaje a otro, que pasan de un “tú” a un “yo” a un “él”; hay algo de esa manera muy juguetona que tenía de escribir Montaigne. Cuando Montaigne examinaba un tema y no llegaba a una conclusión clara, prefería abstenerse. Cuando discutía con alguien, admitía que lo empezaban a convencer las razones del otro, algo que rara vez diría un político. Montaigne, en cambio, tiene una visión de la convivencia: dialoga mucho con protestantes y con judíos, tratando de entender las razones de los otros. El decía: “Cada hombre lleva en sí la forma entera de la condición humana”. Esto es el renacimiento, la colocación del ser humano en el centro de las cosas.
–Sí. Esos escritores sufrientes que cambian la frase durante tres horas y que al final del día han escrito sólo tres frases, a mí no me atraen demasiado. Si escribiera así, me aburriría profundamente y cambiaría de profesión. Yo tengo una manera de escribir mucho más rápida, prefiero conseguir un ritmo de escritura y una atmósfera. Después de una primera versión rápida, corrijo lento. Ahora llevo ocho meses en París y en mis levantadas matinales, que no son todos los días porque mentiría, he escrito ya todo el primer tomo de mis memorias, que llega hasta mis veinte años. Lo escribí muy rápido, en cinco o seis meses, a razón de cuatro páginas cada mañana. Pero la corrección es lenta, quizá me demore unos quince meses. Esta manera de trabajar me hace preservar algo que para mí es fundamental en la escritura: el tono, el ritmo, hasta lo que se podría llamar la respiración. Si escribiera minuciosa y lentamente, viendo el diccionario a cada segundo, a lo mejor me resultaría un texto sin vida. Yo prefiero algunos errores de gramática o de lenguaje a un texto rígido.
–Como he hecho en muchos otros libros, me gusta introducir la historia del propio libro; hablar de cómo algunos escritores escriben en los márgenes y cómo otros plantean un gran magma inicial y hacen textos que crecen. Conté ese viaje a Burdeos porque es real, ahí no hay ficción; es la crónica de un viaje. Nadie sabía en el hotel quién era Montaigne; en la oficina de turismo se confundieron y me mandaron con los papeles de Montesquieu y tuve que pedir que me los cambiaran; no encontré un taxi en el pueblo que me llevara hasta la torre y me metí en el bar, a las doce del mediodía de un sábado, y había un jaleo impresionante.
–Lo curioso es que hay una moda intelectual de Montaigne, sobre todo en Francia, donde se han publicado muchos libros nuevos sobre su obra. Se habla de Montaigne, está en el aire, y creo que pronto sucederá lo mismo en Inglaterra y en Alemania; pero en el pueblo, la gente pasa por la torre donde vivió Montaigne y no le importa. La mayoría son campesinos, y yo imagino que deben ser campesinos similares a los de la época en que vivió Montaigne. Los mismos que veía desde su ventanita en la torre. He leído muchas descripciones de esa torre, pero en ninguna encontré un detalle que vi en su estudio, donde se replegó. Hay tres sillas de montar, puestas en caballetes. Este hombre que se replegó de repente ensillaba un caballo y se iba. Hay un viaje que hizo durante dos años desde Burdeos hasta Roma. Montaigne trataba siempre de identificarse con los lugares que visitaba. Cuando llegó a Roma, le dijeron que como era un caballero francés le iban a preparar comida francesa. Pero él lo rechazó, decía que quería comer las mismas comidas que comía la gente en Roma. Y con los mismos cubiertos y los mismos platos. Y estudiaba los idiomas porque como era latinista, tenía facilidad para los idiomas. Tenía una actitud vital casi de antropólogo.
Que Edwards admira a Montaigne, que como lector se “babea” con el escritor francés, no hay dudas. Podría estar toda la mañana hablando del “Señor de la Montaña” sin el más mínimo asomo de cansancio. “Su escritura tiene un ritmo y unos silencios maravillosos –explica–. No tiene la superstición de la frase perfecta. El hace una digresión y no vuelve a la idea anterior; a veces pone un título y empieza a escribir sobre otra cosa, pero deja el título. Se ha dicho que es un precursor del surrealismo; se ha hablado bastante de dos cosas sobre Montaigne: de Freud y del surrealismo, porque deja casi flotar el inconsciente cuando escribe. Hace mucha escritura espontánea, que es lo que buscaban los surrealistas con la escritura automática, pero eso son lucubraciones de teóricos literarios.”
–Montaigne es un pensador-literato, un filósofo literario; me gustan esos filósofos que escriben como escritores. Que escriben bien, como Descartes, Nietzsche y Kierkegaard. La escritura de Montaigne es chispeante, de una frescura enorme que se mantiene hasta hoy. Yo descubrí, por ejemplo, que Flaubert lo leía todas las noches. Flaubert decía que no sabía si Montaigne era el mejor escritor del mundo, pero si tuviera que escoger a un escritor para conversar, lo elegiría a Montaigne, sin dudas.
–Hay algunos escritores buenos muy antipáticos, como Pascal, que era enemigo de Montaigne. Pascal era un fanático religioso, enemigo de la variedad, que es lo que más le gusta a Montaigne. Pascal decía que los errores de los seres humanos provenían del hecho de que no se quedaban tranquilos en su habitación. Eso a Montaigne lo mata y a mí también. Estamos en otro bando...
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