LA AUSTRíACA MICHAEL Y LA IRANí ADIóS, PUNTOS ALTOS DEL FESTIVAL
El festival presentó ayer dos películas que van a estar entre las más comentadas de esta edición: la ópera prima de Markus Schleinzer presenta un caso de secuestro y abuso infantil, mientras que el film de Mohammad Rasoulof denuncia las persecuciones políticas del régimen iraní.
› Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
Los paparazzi se hicieron el día con el desfile por la alfombra roja de Johnny Depp y Penélope Cruz, que vinieron a presentar el preestreno mundial de Piratas del Caribe: navegando en aguas peligrosas. Pero más allá de la inmensa máquina publicitaria que ayer puso en marcha Holly-wood, el Festival de Cannes presentó dos películas que, sin duda, van a estar entre las más comentadas de esta edición: la austríaca Michael, en la competencia oficial, y la iraní Béomiddidar (Adiós), en Un Certain Regard, ambas con sólidas chances para llevarse el próximo domingo algún premio en sus respectivas secciones.
Para bien o para mal, es un dato histórico que el concurso oficial de Cannes es fuertemente escalonado y jerárquico y que la prioridad suele ser para los grandes nombres del cine mundial, que este año no faltan, entre ellos varios que ya ganaron la Palma de Oro, como Nanni Moretti, Lars von Trier o los hermanos Dardenne. Y así como es del todo infrecuente que lleguen a la competición films de directores debutantes se entiende muy bien por qué la ópera prima del austríaco Markus Schleinzer accedió a ese privilegio. Con la solidez formal habitual en el cine austríaco, Michael aborda un tema particularmente delicado –la forzada convivencia de un niño con su secuestrador y abusador– y lo hace con una madurez y un rigor capaces de eludir cualquier sombra de sensacionalismo. De una frialdad clínica, casi quirúrgica, que evita cualquier exabrupto dramático, el film de Schleinzer tiene una cualidad casi documental que hace al film particularmente angustiante.
Fogueado durante años como asistente de dirección de los principales cineastas austríacos de los últimos años –Jessica Hausner, Ulrich Seidl y sobre todo Michael Haneke, con quien trabajó no sólo en La profesora de piano sino también como entrenador de actores infantiles en La cinta blanca–, el vienés Schleinzer parece haber pensado todas y cada una de sus tomas como un dilema moral. ¿Qué mostrar de la víctima? ¿Qué filmar del perpetrador? ¿Cómo trabajar la relación entre ambos a partir de la puesta en escena? ¿Y qué dice, en todo caso, esa relación sobre la sociedad en la que se producen hechos semejantes?
Proveniente de un país que en los últimos años conmocionó al mundo con los casos de Josef Fritzl, el denominado “monstruo de Amstetten”, y Natascha Kampusch, la chica que después de años de cautiverio logró escapar de su secuestrador, el film escrito y dirigido por Schleinzer elige alejarse de sucesos puntuales para concentrarse en su propia historia. Y dentro de ella, en el retrato cotidiano no tanto de la víctima como de su perpetrador, como si quisiera tomar distancia de la fácil demonización con que suelen tratar estos temas los medios masivos de comunicación para intentar, en cambio, asomarse al concepto de “banalidad del mal”, que acuñó Hannah Arendt.
Aunque muy distinto tanto por su origen, su tema y su planteo formal, el film iraní Béomiddidar (Adiós) también es una obra muy elaborada en cada uno de sus recursos dramáticos. Enviada clandestinamente desde Irán, donde su director, Mohammad Rasoulof, está condenado, como su colega Jafar Panahi, a seis años de cárcel por actividades contrarias al régimen, Adiós es quizás el film más explícitamente político que haya llegado de ese país a las pantallas occidentales. La protagonista absoluta es una joven abogada a quien el gobierno le ha quitado su licencia por ocuparse de temas relacionados con derechos humanos. Sola, sin dinero y embarazada (su marido, periodista, ha tenido que dejar Teherán y está trabajando subrepticiamente en el interior), la mujer intenta dejar el país, pero lucha no sólo contra todas las barreras políticas y burocráticas del régimen, sino también contra su propia conciencia, que le impide decidirse sobre el camino a seguir.
El Irán que muestra la película de Rasoulof –quien envió a través de su esposa y de la actriz, presentes en Cannes, un llamado a la solidaridad con todos los presos políticos de su país– es casi una cárcel a cielo abierto, un sitio tan frío y gris como las paredes del departamento (¿el calabozo?) en que pasa sus últimos días la protagonista. Con esa manera tan particular del cine iraní, que lleva a desarrollar una historia a través de diálogos cotidianos capaces de expresar la compleja idiosincrasia de su sociedad, el film se va internando paulatinamente en una serie casi infinita de círculos concéntricos, que van ahogando cada vez más a su protagonista. En este sentido, no es difícil encontrar en Adiós la influencia evidente del cine de Panahi, de quien Rasoulof fue asistente y con quien ahora comparte el mismo proceso judicial por el que han sido condenados a prisión.
Ese laberinto hecho de coimas, tráfico de influencias y machismo larvado o manifiesto, como el allanamiento sin orden de un juez que llevan a cabo en casa de la abogada dos agentes del servicio de inteligencia (un plano secuencia notable por la tensión que genera con elementos mínimos y ningún movimiento de cámara), es parte del sistema narrativo del film, tan consecuente en su forma como en su contenido. “Si te sentís extranjero en tu propio país, mejor sentirte extranjero fuera de tu país”, dice en un momento la protagonista, sin saber siquiera si ella va a poder trasponer la frontera. Seguramente es el mismo sentimiento y la misma incertidumbre que hoy tienen Rasoulof y Panahi.
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