OPINION
› Por Eduardo Fabregat
Son sólo dos palabritas, pero tienen cierta rotundez, una cosa definitiva, que las han hecho parte indiscutible del oficio del periodismo, de esos conceptos que se aprenden temprano y son –bueno, ya se verá, no siempre “son”– algo concreto, parte del asunto, tan respetable y de manual como el epígrafe, la bajada, la cita o el off the record. Desde que el periodismo es tal, la frase “No comments” no admite mayores debates. Cuando un entrevistado contesta eso, el periodista se limita a transcribirlo, dejar constancia, que en todo caso el contexto ayude a explicar por qué una persona en particular, consultada sobre un tema específico, comenta que no va a hacer comentarios y eso es lo que debe publicarse. Así es, es parte del juego, un elemento más en la relación entre personajes notorios, periodistas y público.
Salvo en la Argentina.
Los argentinos, tan dados al gesto destellante que nos distinga sobre el resto de la humanidad, hemos decidido que el “No comments” no es aceptable. Que nadie tiene derecho a escudarse en el silencio. Que el público es soberano y el oficio habilita a cualquier cosa en nombre de una supuesta búsqueda heroica de la verdad. En Argentina, nadie puede contestar No comments: es la puerta de entrada a una renovada persecución.
Lo saben hasta aquellos colgados que viven dentro de un termo: en los últimos días, las acciones de los hermanos Schoklender, y sus implicancias en la obra de las Madres y su fundación solidaria Sueños Compartidos, vienen ocupando un centimetraje y segundaje importante en los medios de comunicación. El peso político del asunto multiplicó esa intolerancia al No comments. En una bizarra mañana radial, Taty Almeyda fue acosada por la incisiva investigadora de ocasión, a la que no le importó que insistiera una y otra vez con que Madres ya había emitido dos comunicados y ella no tenía nada más para comentar. El periodismo argentino no parece tolerar un no. El entrevistado DEBE comentar, hasta que, pacientemente acorralado con preguntas que conducen a la respuesta deseada, otorgue el entrecomillado para el título, el zócalo, el resumen informativo. El sistema parece provenir del periodismo deportivo: ante la realidad de que muchos futbolistas carecen del discurso organizado necesario para componer un párrafo publicable, los cronistas acostumbran preguntar cosas como: “¿No creés que el técnico debería haber considerado ponerte al comienzo del segundo tiempo y no faltando quince minutos?”. Bastará con que el jugador refunfuñe un “Sí, ajá, puede ser, chau” para que el suplemento deportivo haga una doble con “Fernández: ‘El técnico debería haberme puesto al empezar el segundo tiempo’”. Ideal para el despelote de ese día y las desmentidas y aclaraciones del día siguiente.
Le sucedió a Taty y le sucedió a Estela de Carlotto, que apareció declarando en primera plana cosas que habían sido enunciadas por sus interrogadores, repetidas una y otra vez, enarboladas en nombre de la requisitoria periodística, hasta que la Madre y la Abuela dijeron “bueno, sí, claro que si hay que investigar a Hebe el juez debe investigarla” para sacarse de encima al moscardón. Y el moscardón se va feliz, sabedor de que su jefe preguntará “¿Tenés algo?” y podrá responder sí, tengo a Carlotto pidiendo que se investigue a Hebe. Esa clase de cosas hacen que a veces los periodistas sean vistos con algo de asquito.
Aunque parezca mentira, el no comments termina siendo más respetado en el rubro de los chimentos: cuando un actorzuelo o un felino de la noche porteña dice “no voy a hacer comentarios”, allí suele quedar todo. En todo caso, lo deleznable es el rastreo de infamias que hacen algunos personajes del submundo chimenteril para suplir esa falta de comentarios.
Y así, entre el desprecio al “no hay comentarios” y el abuso del “no descarta que” (otra formulita de manipulación con resultados impredecibles: “¿Pero usted descarta por completo la posibilidad de que Florencia de la V sea candidata a legislador?”) la prensa se gana una reputación algo indeseable. Es de agradecer que hayan aparecido simultáneamente en el mercado dos pasquines deshonrosos: nunca viene mal tener a mano un ejemplo integral de todo lo que apesta en la profesión. En cualquiera de los dos un tipo como Scott Templeton, el fabulador cronista del Baltimore Sun en la última temporada de The Wire, se encontraría a sus anchas.
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Y mientras tanto, otras formas de comunicación prosperan, allí donde el comment se impone al no comment. Esta semana, el hashtag #devuelvanalosnietos levantó olas de altura considerable en la marea de Twi-tter, que se colaron por encima de los muros de contención informativa que establece el Grupo Clarín. Pero hay que ser muy iluso para creer que el rebote de esas palabras llevó a que Marcela y Felipe Noble Herrera “no toleraran la presión” y al fin cedieran a eso que llevan diez años dilatando con subterfugios de toda clase. Aún en su módico efecto real en el tejido social, lo sucedido no deja de ser un acto de protesta civil apreciable. Hubo mucha, mucha gente que se propuso penetrar la muralla informativa. Ni la cantidad ni el golpe de efecto, al cabo, son desdeñables: durante dos días, eso de “devolver a los nietos” fue trending topic, protagonizó las estadísticas de lo que sucede en el mundo virtual. Una frase con enorme peso simbólico: hubo quien, en la red social, pretendió desmerecer la movida tomando literalmente las palabras, incluso haciendo chistes sobre eso, como si el robo de identidad y los crímenes de la dictadura fueran grandes temas de stand up. El mundo real es otra cosa, ya es sabido. Pero quien pretende hoy desmerecer el rol de las redes sociales en eso de tomarle la temperatura a lo que está sucediendo a nivel personas, ningunearlo como una frivolidad virtual más está, como quien dice, meando fuera del tarro. Perdiéndose una gran oportunidad de decir “No comments”, y que nadie le insista.
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