ENTREVISTA A MARIO VARGAS LLOSA, EN SU CUMPLEAÑOS 70
“Setenta años y sigue andando” es el titular que el peruano Mario Vargas Llosa pondría a esta entrevista. El autor de La ciudad y los perros, El pez en el agua o Conversación en La Catedral, el libro que, según confesión propia, más le costó escribir, recorre sus siete décadas de vida y habla con serenidad de literatura, de su familia y de sus hijos.
› Por JUAN CRUZ *
Vargas Llosa, el autor de Conversación en La Catedral, la novela que protagoniza Zavalita, en quien siempre hemos visto al propio Mario cuando era un joven periodista, ha cumplido 70 años el 28 de marzo. Estaba entonces en Perú, casando a su hija Morgana, que nació en Barcelona en la época feliz del boom de la literatura hispanoamericana. Siempre se ve a Mario como si aún fuera Zavalita: juvenil, atlético, trabajador, interesado por todo lo que ocurre, en su casa y en el mundo entero; torpe con las máquinas, pero agilísimo con la literatura y con el periodismo. Es un caso raro de escritor: le preguntas por su propia obra y se escabulle enseguida para que su interlocutor le hable de cualquier otra cosa.
Hace 16 años, cuando perdió las elecciones a la presidencia de Perú, se vino a París, el lugar de sus sueños juveniles, a recuperarse de una campaña que terminó siendo dolorosa y frustrante –había adelgazado más de diez kilos–. A quienes saben que Vargas Llosa es enérgico y voluntarioso, les resultará extraño leer esto que le dijo a un periodista (Ricardo A. Setti, de Paris Review) precisamente entonces. El periodista le preguntó: “¿Por qué escribe?” Y Mario le respondió: “Escribo porque no soy feliz. Escribo porque es mi manera de lucha contra la infelicidad”.
Otra fotografía nos lleva al colegio militar Leoncio Prado, de Lima, donde Mario fue interno y donde se desarrolla La ciudad y los perros. Hace años, con Fujimori en el poder, fue con unos amigos a visitar este centro de tan oscuras resonancias novelescas y no lo dejaron pasar. Pero hace poco fue de nuevo, “y entonces ya pude entrar. Fui con dos amigos. Y mientras recorríamos el colegio apareció el director, un coronel, que nos hizo de guía. Después apareció un teniente: quería que les hiciera una arenga a los cadetes, y ahí me ves tú haciendo una arenga a aquellos cadetes, ¡que eran unos niños! Pues como yo debía de ser en el tiempo que se recuerda en La ciudad y los perros”.
–¿Y qué les dijo a los cadetes?
–Les hablé con espíritu leonciopradino. Les dije que, aunque no lo había pasado bien allí, el colegio me había enseñado a conocer el verdadero Perú; el Perú de los indios, de los cholos, de los costeños, de los zambos, de los negros.
–Y sentimentalmente, ¿cómo se sintió allí?
–El internado fue irresistible, yo tenía un hambre de calle espantoso. La disciplina militar, algo que yo odiaba, representaba un poco el autoritarismo paterno. Eso me hizo desistir de ser marino, porque yo quería ser marino; supongo que asociaba la marina a las aventuras. Y aunque lo pasé mal allí, lo cierto es que el Leoncio Prado me enseñó muchas cosas. Me enseñó el país en el que había nacido, que no era el de la vida encerrada de la clase media de Miraflores, sino un Perú que era una cantera en ebullición; el país de todas las razas, de todas las culturas incomunicadas. Y además descubrí la violencia en las relaciones humanas, cosas que luego van a ser temas obsesivos, recurrentes en todo lo que he escrito. Esos dos años me marcaron de manera definitiva. Probablemente después de la relación con mi padre, la experiencia en el colegio militar fue la más decisiva de mi vida.
–¿Por qué le mandaron allí?
–Mi padre pensó que era un antídoto contra la literatura. Y curiosamente, en el Leoncio Prado leí más que en ninguna parte. Esa vida claustral te obligaba a hacer algo para no aburrirte, y como a mí me apasionaba la lectura, leí todo Dumas; leí Los miserables, de Victor Hugo... Y después, de una manera completamente inesperada, empecé a practicar la literatura de una forma casi profesional, escribiendo cartas de amor por encargo de mis compañeros. También escribía novelitas pornográficas que vendía a cambio de cigarrillos. Me convertí, pues, en un escritor profesional.
–Así que novelitas pornográficas.
–Ese tipo de literatura era aceptable dentro del entorno monstruosamente machista del colegio. Si sólo hubiera escrito poemas de amor hubiera sido tomado como una mariconería. Escribir historias pornográficas era viril, como escribir cartas de amor para otros. Ahora ha salido un libro sobre mi estancia en el Leoncio Prado, y hay un chico de entonces que declara que él era mi manager, que yo escribía las cartas y él las vendía.
–Y de ahí nació La ciudad y los perros.
–Sí, todas las expectativas de mi padre se vieron frustradas porque el colegio me hizo un gran lector y me ayudó a convertirme en un escritor, y además me dio el tema para escribir mi primera novela.
–¿Qué pensó él al respecto?
–Nunca tuvimos una conversación abierta sobre el asunto. Tengo que reconocer que eso fue más por culpa mía. Cuando yo ya era mayor, él hizo unos pequeños gestos, dentro de su manera autoritaria, severa; yo no fui capaz de responder a esos gestos de acercamiento, le tenía un gran rencor.
–¿Qué le hizo?
–Yo lo hacía responsable de haber perdido el paraíso de la infancia, que para mí era la vida con mi madre, con mis abuelos, con mis tíos; mis tiempos de niño mimado. Cuando él volvió a mi existencia cambió mi vida. Y le tomé un gran rencor, así que nunca pude tener una conversación franca con él. Pero sí recuerdo algo que me contó mi madre: en Estados Unidos, donde ya vivían ambos, un día descubrió mi foto y una entrevista que me hacían en Time. Salir en Time, para él representaba el éxito. Según mi madre, eso le hizo pensar a mi padre que quizá se había equivocado: tal vez dedicarse a escribir no era algo tan bohemio, no era de veras un pasaporte al fracaso; a lo mejor es que era algo respetable. Creo que en esa época hizo algún gesto que quiso ser cariñoso. Pero digamos que yo no sé falsear los afectos que no tengo; puedo ser educado con gente con la que no simpatizo, pero me resulta imposible simular afectos.
–¿Tan cruel fue su padre?
–No sé si fue su crueldad o que yo era un niño muy mimado por mis abuelos, por mis tíos; era el niño sin padre. Mi madre era una mujer divorciada, abandonada por su marido. Era una familia muy conservadora, católica; me dijeron que mi padre había muerto, no podían decir que mi madre estaba divorciada. Y me criaron como un niño engreído, como un sultán. Toda esa protección se acabó cuando yo me fui a vivir con mi padre, cuando ellos recompusieron su matrimonio; desde el primer momento, él impuso su autoridad, y además no intentó ganarme ni ser cariñoso. Cómo me iba a querer, si no me había visto nunca. Yo le resultaba más bien un estorbo para esa segunda luna de miel que tuvo con mi madre.
–Una pesadilla...
–Era autoritario. Un día me pegó, y a mí nadie me había pegado nunca. Eso me desbarató la visión del mundo, me hizo descubrir una forma de violencia, de totalitarismo, y me acrecentó el miedo a la soledad. Al mismo tiempo, fíjate, a mi padre le debo en gran parte el haberme aferrado con tanta terquedad a mi vocación: me aficioné a la literatura porque era lo que más podía defraudarle.
–¿Nunca le tentó hacer un libro de su relación tormentosa con su padre?
–Creo que está como disuelta en muchas historias, empezando por La ciudad y los perros, donde se describe una relación muy difícil entre un padre y un hijo. Yo creo que esa relación, de forma explícita o encubierta, es uno de los temas recurrentes de mis historias, porque es algo que me ha marcado profundamente. De hecho, es la experiencia que más prolongaciones ha tenido en mi vida. Eso ha hecho que, por ejemplo, con mis hijos yo fuera un padre incapaz de imponer su autoridad; Patricia ha sido la que la ha impuesto, porque a mí me espantaba que mis hijos vieran en mí una figura como aquella en la que yo veía a mi padre.
–Hablando de los hijos, a usted Gonzalo se le hizo por un tiempo “rastafari”, y el mayor, Alvaro, se enfrentó directamente con usted a cuenta de sus propias diferencias con Alejandro Toledo cuando éste aún era candidato a presidente de Perú.
–Siempre he querido mucho a mis hijos. Cuando Gonzalo se hizo rastafari, por supuesto que teníamos pánico; ¡podía terminar como tantos chicos, yéndose a Abisinia, desapareciendo en Katmandú!, o metido en drogas, un problema que su generación ha vivido de una forma tan intensa y tan trágica. Todo eso lo he vivido y lo he compartido, pero lo que nunca hice fue imponer mi autoridad tal como hizo mi padre conmigo. También he intentado inculcarles el amor a la lectura, que eligieran una profesión de acuerdo con su vocación y no por razones prácticas. Y tenía claro que lo que tenía que hacer por ellos era darles una buena educación.
–Debió ser difícil lo de Alvaro.
–El caso de Alvaro es muy interesante. Cuando cree en algo, se entrega de una manera muy apasionada, sin medir los riesgos, como yo. En el caso de Toledo, él se identificó con su objetivo y con su campaña; pensaba que ése era el camino más efectivo para librarnos de la dictadura de Fujimori, de Montesinos. En un momento dado se sintió decepcionado por Toledo, por el entorno. Eso lo llevó a una ruptura muy violenta en un momento muy crítico de la campaña. Y si hubiera prosperado la campaña que Alvaro inició contra Toledo, éste no habría llegado a la presidencia; hubiera triunfado Alan García, que hubiera arruinado Perú. Entonces tuve que enfrentarme públicamente con él; no se frustraron las relaciones personales, pero de todas maneras fue algo muy desagradable, y muy bien aprovechado por la gente canalla. Fue un período difícil.
–¿Cómo se recompuso eso?
–Nunca se estropeó la relación personal. Simplemente, no hablábamos de política. Hasta que poco a poco ya fuimos acercándonos y coincidiendo en muchas cosas. Alvaro se gastó en Toledo todos sus ahorros. Dudo de que entre los partidarios de Toledo haya habido un colaborador más leal y más desinteresado: rompió con él cuando Toledo iba a llegar al poder. Lo han castigado de una manera innoble y lo han metido en unos juicios canallas que no le permiten volver a Perú. En cierta forma, eso ha significado que Alvaro ha podido abrirse camino por su parte en un medio muy difícil, Estados Unidos, pero un medio en el que se premian el esfuerzo y el talento. O sea, que esa ruptura ha tenido esta compensación.
–Y cuando le pasa un drama como ese enfrentamiento con su hijo, ¿a quién echa de menos para buscar consuelo?, ¿a su madre, quizá?
–Con mi madre yo tuve una relación maravillosa de niño. Uno de los mayores rencores contra mi padre es que me quitó a mi madre. No tuvo ella otro amor en su vida que no fuera mi padre, y fue amor-pasión. Mi padre la abandonó dejándola embarazada, o sea, que la trató de la manera más vil posible; nunca dio señales de vida, ni siquiera cuando nació su hijo. Y mi madre siguió siendo fiel a ese amor sin la más mínima esperanza. Diez años después se reencontraron y se reconciliaron. Fue una lealtad novelesca. Mi madre era una persona tímida. Siempre pensé que ella detestaba Estados Unidos, pero siguió a mi padre por amor. Durante años trabajó de obrera en una fábrica de ilegales mexicanos; fue para mí una gran sorpresa descubrir esa otra faceta de mi madre, un heroísmo muy discreto, muy tranquilo. Pero la gran sorpresa me la dio cuando se murió mi padre. Me dije: ahora estará contenta de volver a Perú.
–Y no quiso.
–No. Decidió seguir en Estados Unidos, sola, y además hizo algo que mi padre nunca quiso hacer: se nacionalizó norteamericana. Estuvo algunos años viviendo, y trabajando, solita, en Los Angeles. Los achaques hicieron que volviera a Perú. Siempre quiso mucho a Perú, siempre fue muy peruana, pero nunca vio ninguna incompatibilidad entre ser eso y ser ciudadana norteamericana. Una doble lealtad que tanto odian los nacionalistas.
–Ha pasado tanto tiempo de lo de su padre que ya se habrá aliviado el rencor.
–Sí, creo que sí; ya puedo hablar con absoluta naturalidad de aquello, ya mi padre es una figura muy remota; si no sería imposible que hablara de él con esta desenvoltura.
–El pez en el agua le habrá ayudado a explicarse el trauma.
–Ese libro iba a ser una memoria de mi actividad política, para explicarme a mí mismo qué había sucedido durante los tres años de experiencia como candidato a la presidencia de Perú. Pero muy pronto me di cuenta de que iba a dar una impresión muy sesgada e inexacta de lo que soy yo, porque la principal parte de mi vida no la ocupa la política, sino la literatura. Y eso me dio la idea de hacer un contrapunto: por una parte, la experiencia política, y por otra, el relato de mi infancia y juventud, cuando nace mi vocación literaria. Fíjate que el libro concluye con esas dos partidas: la partida a Europa para hacerme un escritor y la partida a Europa después de la campaña electoral.
–El símbolo de una vida.
–Cuando yo era un adolescente y descubrí mi vocación, la política era casi inseparable de la literatura. Yo era un sartriano apasionado, creía en la leyenda de que a través de la literatura tú podías cambiar la historia. Pero la política nunca reemplazó a la literatura. Incluso en los años en que fui candidato, siempre tuve presente que iba a volver a la literatura. Hoy día no creo, como creía de pequeño, que la literatura pueda ser un arma política; pero sí estoy convencido de que la literatura no es gratuita, de que la literatura influye en la vida de una manera que no se puede planificar.
–Aquí hay una foto: su familia en Cochabamba.
–Sí, es una de esas fotos donde se ve el paraíso de mi infancia. Esta es mi abuelita Carmen; mi abuelito Pedro; tres de mis tíos; mis dos primas, Nancy y Gladys, y éste debe ser una especie de balneario que había en las afueras de Cochabamba. Era un campo donde vivíamos todos juntos, alrededor de varios patios. Mis primas eran mis compañeras de juegos.
–La felicidad.
–Total. La casa era una especie de paraíso, podíamos ser 15 o 20 niños, y por allí estaban mi tío Lucho, la tía Olga, el tío Juan, la tía Laura, el tío Pedro, el tío Jorge, las mamás, los abuelos, las primas...
–El tío Lucho, tan importante en esas memorias...
–Fue la figura que reemplazó a la figura paterna. Era el mayor de mis tíos; era muy buen mozo, un gran casanova, tenía cierto sentido aventurero. Cuando ya fui más grande, a él era a quien pedía consejo cuando no me atrevía a pedírselo a mis abuelos o a mi madre. Me alentó, me estimuló. Por eso aparece tanto en El pez en el agua. Es el padre de Patricia, hermano de mi madre.
–Usted siempre ha estado muy bien organizado. ¿Sabía, cuando empezó a escribir, qué historia iba a venir luego?
–No, nunca jamás. En los años cincuenta no había escritores a tiempo completo. El único escritor a tiempo completo que yo conocí fue un escritor de radioteatros que me sirvió de modelo para escribir La tía Julia y el escribidor: escribía todo el día, interpretaba, dirigía, y así podía comer. El resto de los escritores trabajaban como profesionales que en sus ratos libres se dedicaban a la literatura. Yo pensé que sería eso.
–Así que usted no sabía cómo iba a ser su vida.
–No. Un momento fundamental fue en 1958, cuando estaba en Madrid con Julia. Le dije que si me dedicaba a investigar en la universidad, a dar clases, jamás sería capaz de terminar de escribir la novela que tenía entre manos, que era La ciudad y los perros. Así que había decidido buscar trabajitos que no me quitaran mucho tiempo, aunque tuviéramos que vivir mal. Entonces, Julia, que en eso era muy solidaria, se ofreció a trabajar ella misma: “Ya saldremos adelante, tú dedícate a escribir”. Esa fue una decisión psicológicamente muy importante.
–El “boom” fue una época feliz de la literatura latinoamericana. ¿Qué le dio a la literatura en español?
–Para mí supuso descubrir de pronto que los escritores latinoamericanos formábamos una comunidad que era reconocida fuera de nuestras fronteras de una manera entusiasta. Siempre habíamos sido los inexistentes. ¡Y de una manera imprevista pasamos a estar en el vértice de toda una vida cultural! –¿Y qué dejó el “boom”?
–Una puerta abierta en la lengua española para la literatura. Gracias al boom, ya no hay fronteras en la literatura en español.
–¿Con qué libros del “boom” se queda?
–Con todo Borges; con Cien años de soledad, de García Márquez; con El reino de este mundo, de Carpentier; con muchos cuentos de Cortázar; con La vida breve y con muchos cuentos de Onetti, el escritor que, con la distancia que da el tiempo, vislumbro ahora como el mejor de todos nosotros.
–¿Es feliz ahora?
–Uno no puede decirlo, es casi como confesar que uno es idiota. La idea de la felicidad permanente la asociamos, con mucha razón, con los idiotas, con los conformistas. Si tú dices que eres feliz, ya empiezas a morirte. Lo ideal para mí es que la muerte llegue como un accidente, vivir como si fueras un inmortal y en un momento dado eso se interrumpa por un accidente.
–En una entrevista de 1990 decía usted que escribía para huir de la infelicidad...
–Es algo que podría decir la mayoría de los escritores. Cuando escribes, de algún modo te impermeabilizas contra la infelicidad. La escritura hace que todo lo demás parezca mediocre. Ahora bien, para mí escribir no es meterme en un cuarto de corcho; la literatura me lleva a interesarme por otras cosas de la vida.
–Setenta años. Usted es periodista. Diga un titular para este momento.
–Setenta años, y sigue andando.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12
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