Sábado, 3 de septiembre de 2011 | Hoy
OPINIóN
Por Daniel Divinsky *
En uno de sus últimos libros, aparecido casi al mismo tiempo que el que escribió sobre Pepe Mujica, María Esther incluyó un deslumbrante prólogo en el que relata sus experiencias como paciente psicoanalítica. El libro se llama Cuando los que escuchan, hablan, fue publicado por Libros del Zorzal en Buenos Aires y reúne una serie de entrevistas a psicoanalistas de diversas procedencias. Ese título es revelador de lo que mejor hizo María Esther en su carrera como periodista: escuchar, con el oído atento a sus reporteados para reproducir hasta lo no dicho, la gestualidad coloreando las palabras y repreguntar con precisión. Rara vez grababa sus entrevistas: sostenía que cuando se hace eso el periodista se distrae, confiando en el oído supuestamente atento del grabador, y pierde la posibilidad de profundizar de inmediato en la respuesta.
Conocí a “la Gilio” en 1971. Mi casi recién nacida Ediciones de la Flor le propuso publicar La guerrilla tupamara, el libro con el que obtuvo el premio Casa de las Américas de La Habana 1970, en el nuevo género, creado ese año: Reportajes y testimonios. El jurado: Rodolfo Walsh, Raúl Roa y Ricardo Pozas. La propuesta se hizo a la antigua, una carta despachada por correo: no existían las modernas añagazas que hacen creer que se está mejor comunicado. También por correo llegó la respuesta afirmativa y fue y vino el contrato de edición. El libro fue el primero y único de una luego abortada colección “Testimonios” y me cuesta imaginar cómo pudimos haber decidido su publicación en la Argentina de la dictadura de Onganía-Levingston-Lanusse, a la que legítimamente pudo considerarse después “dictablanda”, atento lo que sobrevino. Aunque no tan blanda: no sólo se produjo la primera “desaparición”, inaugurando el sentido del término, la del abogado Néstor Martins y un cliente que lo acompañaba, sino que la temible Cámara Federal en lo Penal, un tribunal creado especialmente para reprimir lo que todavía no se llamaba actividades subversivas, procesó al editor Miguel Schapire por la edición de las Actas tupamaras, aunque este libro apareció años después.
El libro se vendió bien, pero no muy bien y generó una liquidación de derechos para la autora. Inexpertos editores, época de control de cambios, decidimos con mi compañera y socia Kuki Miler, que yo viajaría a Montevideo para llevarle su importe, pero ¿de dónde sacarlo? De la Flor no tenía resto. Decisión heroica: Kuki ahorraba en un frasco de café instantáneo monedas de 5 pesos, que acababan de salir a la circulación, con la idea de financiarnos un viaje. Con tristeza debieron ser convertidas en los 150 dólares que le llevé a María Esther en un viaje relámpago a Montevideo. Ella se rió mucho cuando se lo contamos años más tarde. La historia de las relaciones de María Esther con éstos, sus editores argentinos, se desarrolló en varias ciudades. Laguna del Sauce, donde fuimos sus huéspedes en la casa que había compartido con Darío, en un viaje pintoresco en el que nos presentó a su gran amor –uno de ellos–, Alan, el periodista norteamericano que estaba investigando en el Uruguay, descendiente de una familia de Vitebsk, en Rusia, el pueblo de Chagall. Allí, una noche tormentosa, preparó en minutos su famosa sopa de mejillones, porque también era, cabe incluirlo en su haber, una excelente cocinera. París, donde ella pasó parte de su exilio en una casa de Porte de Vanves que le había prestado Régis Debray, quien le contó que en uno de sus sillones se había desangrado una combatiente de las Brigadas Rojas (cito de –mala– memoria: pudo haber sido de alguna otra organización revolucionaria europea). Allí nos alojamos sin que nos impresionara –a ella tampoco– el recuerdo macabro. Caracas, nuestro lugar de exilio, una ciudad que visitaba con frecuencia con diversos pretextos y donde vivía una de sus grandes amigas uruguayas, Selene Soler. Y Buenos Aires, por supuesto, antes y después.
La relación editorial se entretejió con la amistad. Estuve a cargo de la sección Cultura de El Diario de Caracas y allí pude publicar muchas de sus extensas y brillantes notas: la retribución en ese tiempo de los petrodólares (500 de ellos por artículo) contribuyó a la mejor supervivencia de varios exiliados latinoamericanos. Y hubo dos libros más, de entrevistas: Personas y personajes y Protagonistas y sobrevivientes. Nadie dejará de recordar sus reportajes a Troilo, a Bonavena, a personas de la calle a quienes convertía en voceros de verdades que hubieran permanecido ocultas. Hasta no hace mucho, Brecha y Página/12 de Buenos Aires recogieron esas notas llenas de color, sí, pero también de sentido. Y cuando su físico ya no le permitía recoger personalmente los testimonios, confiaba el informe previo a gente más joven y lo reelaboraba con su estilo inconfundible. No es arriesgado pensar con letra de tango: “Como ella no habrá ninguna”.
* Editor.
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