SE PRESENTó EN COMPETENCIA VERDADES VERDADERAS. LA VIDA DE ESTELA
El estreno de la película del joven Nicolás Gil Lavedra acaparó la atención de la jornada de ayer, que llegó a su punto más emotivo con la cálida ovación que recibió Estela de Carlotto tras la proyección en el atestado Cine Teatro Colón.
› Por Horacio Bernades
Desde Mar del Plata
“Me vi a mí misma cuando vi la película”, dice la mujer de cabello blanco, sentada en una silla sobre el escenario del Teatro Colón. Una docena de personas la rodea. La sala entera la abraza simbólicamente. “Veo a Susú en la pantalla y soy yo, son mis palabras, es lo que me pasó y lo que viví”, refrenda, serena, Enriqueta Estela Barnes de Carlotto, luego de ver su propia vida en la pantalla y antes de admitir que “ahora estoy deshecha, porque es volver a verme, pero dentro de una hora voy a estar bien y mañana voy a estar mejor, hay que seguir luchando”. Ahí, el abrazo simbólico se convierte en aplauso de pie, dando por terminada la presentación oficial de Verdades verdaderas. La vida de Estela, que tuvo lugar a sala llena, ante un público integrado por funcionarios, luchadores de los derechos humanos y público en general. Incluida en la Competencia Argentina del 26º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, la ópera prima del jovencísimo Nicolás Gil Lavedra (28 años) tendrá su estreno oficial en todo el país el jueves próximo. Allí será ocasión de hablar más en detalle de una película en la que Susú Pecoraro está asombrosamente parecida a la presidenta de la Asociación Abuelas de Plaza de Mayo, en el repaso de una vida en la que, por obra y gracia de la política de exterminio de la última dictadura militar –que se llevó a su hija Laura–, una maestra apolítica deviene la militante más icónica de las últimas décadas en la defensa de los derechos humanos. “Nuestra mayor ambición es que la película contribuya a escribir la verdadera historia”, expresó Carlotto, antes de que un aplauso y ovación definitivos se cerraran sobre ella.
Teniendo en cuenta que el año pasado su película resultó la ganadora de la sección Work in Progress, para Hernán Belón la participación de El campo en la 26ª edición del Ficmdp representa algo así como un regreso a casa. Presentada en septiembre pasado en el Festival de Venecia, la ópera prima de Belón en la ficción (hace un par de años estrenó el documental Sofía) tuvo a su cargo, junto con la brasileña Trabalhar cansa, el cierre de la Competencia Latinoamericana del Ficmdp. Como la magnífica Abrir puertas y ventanas, que participa de la Competencia Internacional, El campo trabaja sobre una latencia. Esa latencia se hace presente ya en el plano inicial de la película, en el que el rostro de Dolores Fonzi permite adivinar una difusa inquietud. Fonzi y Leonardo Sbaraglia son un matrimonio de clase media, que ha decidido mudarse al campo junto a su hija de un año y medio. En esa escena de apertura, en la que la familia se acerca en auto, de noche, a su nuevo destino, la niña llora, fuerte y desconsoladamente. Volverá a hacerlo varias veces durante los días siguientes: ese llanto habla, tanto como el rostro de su mamá, de un estado de inquietud familiar. ¿Y el padre? El padre hace las cosas que suelen hacer los hombres: destapa una rejilla, saca el auto del barro, hacha madera para la salamandra. El es quien decidió ese cambio de vida para toda la familia. Aunque su esposa esté menos convencida y la nena, que no conoce otra forma de protestar, llora.
Belón dosifica con muy buen pulso esa latencia, yendo de la normalidad aparente al estallido violento. Esto sucede tanto en términos de arco dramático como, en ocasiones, al interior de una misma situación: la caza de una liebre, por ejemplo. Tanto Sbaraglia como Fonzi están justísimos, aunque por razones de interioridad lo de ella es más lucido, por difícil de construir. De las últimas películas presentadas a Competencia Internacional, la mejor es, por lejos, Tatsumi, del singapurense Erick Khoo, que unos años atrás ya había competido aquí, con su película Be With Me. Tatsumi es la biografía dibujada de Yoshihiro Tatsumi, legendario historietista alternativo japonés. Iniciado de muy joven, este hombre fue un pionero en la ruptura del manga (nombre que en Japón se les da a los comics) con el mundo de los niños, fundando lo que llamó gekiga, un manga alternativo para adultos. La película de Khoo pone los gekiga de Tatsumi en movimiento, narrando su vida en dibujos de colores vivos (cosa que el autor hizo en su monumental autobiografía A Drifting Life, publicada un par de años atrás) e intercalándola con media docena de sus mangas más famosos, que transcribe completos. Marginados del milagro japonés, los protagonistas de Tatsumi sufren tanto de melancolía o depresión como de onanismo o impotencia sexual. La veneración de Khoo por esta suerte de Robert Crumb nipón (que todavía vive y dibuja, a los setenta y largos) tiñe la película de una empática forma de piedad, que se transmite certeramente al espectador.
In Darkness, de Agnieszka Holland, parece, en cambio, una película de hace cincuenta o sesenta años. Aunque pensándolo bien, de hace cincuenta y cinco años es Kanal, clásico de Andrzej Wajda que narraba el mismo hecho, y lo hacía con una urgencia y vividez que lo hacen aparecer ahora, por comparación, cincuenta años más moderno. La historia es la de un limpiador de cloacas que durante la ocupación nazi protegió a un grupo de judíos, dándoles refugio en las alcantarillas de la ciudad de Lvov. Holland la filma con un impasible academicismo, como si en lugar de mirar por el visor de la cámara estuviera leyendo el guión. En algún sentido, lo de Sebastián Lelio en El año del tigre es bastante peor. El realizador, integrante de un tal vez demasiado abarcativo “nuevo cine chileno” (de él pudieron verse, en el Bafici, las anteriores La sagrada familia y Navidad), dice haber querido filmar lo que sucedió a comienzos del año pasado en su país, cuando se desencadenaron el terremoto y tsunami de la costa del Pacífico. Lo que hace es usarlo de fondo para una deriva que es tanto del protagonista como de la propia película, entre restos y ruinas. Sin saber muy bien a dónde ir, todo lleva a un encuentro semisurrealista con un tigre perdido, luego con un predicador salvaje. A la manera de un Raskolnikov mal leído, el crimen que sobreviene está entre lo abyecto, lo piadoso y lo gratuito. Todo con un villancico de fondo, para terminar.
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