LA ACADéMICA SILVINA MANSILLA Y SU LIBRO SOBRE CARLOS GUASTAVINO
La autora indagó en el universo creativo del gran compositor y pianista, que fluctuó entre la música culta y la popular. “Se da la paradoja de que fue más conocida su obra que su nombre”, dice Mansilla sobre el autor de “La tempranera”.
› Por Cristian Vitale
Silvina Mansilla tuvo que saltar el cerco. Dicen que Carlos Guastavino, su biografiado, era un tipo ermitaño, poco social, difícil de encontrar “por fuera” de lo que decía con su música. Ella, prevenida, encaró el desafío en 1986, bien de joven, cuando el creador y pianista –un cruzado entre la música culta y la popular– ya había caminado el grueso de su historia. “La verdad es que no fue una decisión propia sino mandada: yo había hecho un trabajo de posgrado sobre su arte para la facultad de Filosofía y Letras, y me sugirieron extenderlo. Nadie había hecho algo completo sobre su vida”, dispara ella. El resultado fue el inesperado: al revés de lo que Guastavino sistemáticamente hacía cuando alguien “osaba” invadir su intimidad, Mansilla se encontró con las puertas abiertas: lo visitó y entrevistó cuantas veces quiso, logró “sacarle” detalles de su vida artística nunca antes revelados y se permitió completar –superar– aquel trabajo de coto doctoral con un jugoso libro de 312 páginas que la editorial Gourmet Musical acaba de editar bajo el nombre de La obra musical de Carlos Guastavino, circulación, recepción y mediaciones. “Lo cierto es que nos hicimos amigos, de ahí la calidez de estas páginas”, puntualiza la autora, doctora en Historia y Teoría de las Artes, docente de la UCA y la UBA, y especialista en música académica argentina del siglo XX.
–¿Por qué Guastavino, más allá de la “necesidad” académica?
–La principal inquietud que me llevó a conocerlo fue su interés por la música argentina. No sé, tal vez por mi procedencia cuyana me interesaba la música clásica argentina basada en reminiscencias de melodías o ritmos folklóricos... esa cosa de música de concierto con anclaje popular que definió, en trazos gruesos, el trascender de Guastavino.
Es esa tensión entre lo culto y lo popular, entonces, la que da singular impronta al relato. La que descongela a este excelso creador argentino de sus dos nichos. Guastavino (1912-2000) fue un prolífico concertista de piano que recorrió el mundo entre 1942 y 1952 mostrando sus propias obras. Pero también fue un cultor de la música de raíz folklórica que combinó bien con el boom de los sesenta y tomó del brazo a Eduardo Falú para desembocar en dos obras de vital importancia para la época: “La tempranera” y “Hermano”; se relacionó con Mercedes Sosa, Atahualpa Yupanqui y Hamlet Lima Quintana. “Venía de la música culta, pero no se cerraba, todo lo contrario. El se juntaba con esos artistas en largos encuentros para hablar de música y poesía y, por eso, pudo producir una música nacionalista nueva, justo en la intersección entre los dos ámbitos”, señala Mansilla, que dedicó el libro a su hermano Carlos, militante montonero desaparecido en 1978.
–¿Qué impresión le causó cuando lo conoció? Se coincide en que era un hombre difícil.
–Muy fuerte. Era una persona muy introvertida. Cuando me llegó la propuesta, la cosa fue “está Guastavino que no se deja entrevistar, es un hombre muy ermitaño, no contesta el teléfono, a ver si vos te animás”. Fue como un desafío. Audaz e inconsciente, pregunté “¿qué tan raro será este hombre?”. Cuando lo abordé, me di cuenta enseguida de que no le gustaba que lo adularan o que le hablaran rebuscadamente. Pero mi cosa de inexperta, casi de niña, se ve que lo ablandó. Los primeros encuentros fueron como para hacerle tomar conciencia de su propia obra, porque era alguien que no tenía mucha conciencia de su importancia hasta muy al final de su vida. Como si hubiese hecho una música que no le había costado, se fastidiaba si alguien le atribuía genialidad. “Yo he hecho esto porque es lo que sé hacer”, solía decir.
–¿Es posible que esa característica personal haya impedido un mayor reconocimiento por parte de la patria musical, entendida en un sentido más “integral”, como tal vez tuvo Alberto Ginastera?
–La impresión que me da es que su nombre no es tan conocido, pero sí sus obras. A la gente que es aficionada al folklore, le nombrás “La tempranera”, que ha cantado Mercedes Sosa durante 20 años, y la tararean o la acompañan con la guitarra, la conocen mucho, pero quizá pocos sepan que es de él. Se da la paradoja de que fue más conocida su obra que su nombre.
–“Se equivocó la paloma” sería otro ejemplo clave, al menos desde que Serrat la grabó, en 1969.
–Claro. Todo el mundo la asocia a Serrat, pero es de Guastavino.
–Con letra de Rafael Alberti...
–Claro.
–Aquí se da otra paradoja, porque en general se asocia a Guastavino con el nacionalismo romántico argentino, y sin embargo musicalizó poemas de españoles republicanos internacionalistas, como Luis Cernuda o el mismo Alberti. Usted se desentiende, o al menos discute la mirada de Guastavino como un “nacionalista musical”.
–Por una cuestión cuantitativa, la obra posterior es más grande, pero en los ’40 no pudo escapar a la influencia del numeroso grupo de exiliados españoles, poetas, músicos e intelectuales. El se relaciona con ese mundo español y no sale una producción nacionalista. Su estilo argentino se va definiendo en los ’60, con el auge de la música de raíz. Es algo paradójico este asunto de compartir estilos diferentes.
–¿Es más reconocido como músico académico o como artista de raíz folklórica? Porque aquí aparece otra tensión que usted indaga en el libro.
–Es más reconocido en el campo de la música académica, por la cantidad de obras que hay grabadas y la cantidad de pianistas, guitarristas, cantantes y grupos de cámara que hacen su obra. En el campo de la música popular por ahí circula un grupo pequeño de obras vocales. Hay una tensión interesante ahí.
–¿Y qué decía él sobre tal dicotomía?
–No lo vivía como algo terrible. En varias oportunidades dijo que su meta estaba cumplida si lograba escuchar que algunas de sus melodías fueran silbadas por algún transeúnte en la calle. El día que él experimentara que se había popularizado alguna de sus obras iba a estar feliz. Y una vez se le dio: escuchó un micro escolar con niños cantando “Arroyito serrano” y dijo “ya está... se dio lo que quería”. En algún sentido, Guastavino fue un músico inusual, atípico, que trascendió más por sus obras que por su nombre.
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