OPINIóN
› Por Fabián Lebenglik
Jorge Glusberg era una personalidad inevitable y en muchos casos imprescindible cuando se debe hablar del mundo del arte y la arquitectura en la Argentina desde fines de la década del ’60. Fue una pieza clave para difundir y pensar estas disciplinas, y se le debe buena parte de la presencia del arte y la arquitectura de nuestro país en el mundo durante muchos años. Su trayectoria exhibe hitos locales, regionales e internacionales. En Brasil, por ejemplo, ya se están organizando actividades para homenajearlo. En el Centro de Arte y Comunicación (CAyC), Glusberg invitó a artistas y pensadores de todo el mundo e hizo por el arte argentino mucho de lo que el Estado no hizo.
Aunque su muerte sucedió lamentablemente la semana pasada, su figura quedó eclipsada desde su defenestración y linchamiento públicos hace casi una década (por motivos que los Tribunales desestimaron), cuando tuvo que abandonar la dirección del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA).
Siempre había mucho sobre lo cual debatir y pelearse con Glusberg. Yo discutí públicamente con él; pero su final al frente del MNBA se debió en gran medida al resentimiento de sus detractores y enemigos (que en parte se los ganó y en parte se forjaron solitos, a fuego lento). Dejando de lado las atendibles discusiones ideológicas, teóricas y estéticas, la mayor parte de sus enemigos eran resentidos sin argumentos. Mientras estuvo al frente del MNBA, más allá de sus muchos aciertos, de sus varios desaciertos y desde sus autorizadas (y a veces autoritarias) intervenciones, en quienes lo frecuentábamos en el medio artístico la percepción era que él ponía dinero y recursos de su patrimonio personal y empresarial para superar el indigente presupuesto con que contaba el museo y las cada vez más laberínticas y perfeccionadas trabas burocráticas. Sobre algunas de estas cosas escribí oportunamente aquí mismo, mientras sucedían.
Sus convocatorias fueron muy amplias y sus invitaciones, antes de que se impusieran los tiempos online y el e-mail, eran vociferadas a los cuatro vientos. Su hiperactividad, así como la gran cantidad de cosas simultáneas que hizo por prepotencia de trabajo, a veces le hacían perder de vista cuestiones importantes o tenían una mezcla de democratización del saber con altas dosis de autobombo.
Glusberg fue un autodidacta, un self-made-man (“Yo soy un ruso de Caballito que me hice a mí mismo”, me dijo una vez) que en su avidez por organizar todo tipo de acciones en el mundo del arte muchas veces hacía las cosas con total falta de delicadeza, pero con una capacidad de trabajo, una eficacia organizativa y una generosidad realmente fuera de serie. Glusberg siempre abrió el juego.
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