Domingo, 30 de abril de 2006 | Hoy
EL AUTOR DE “LA IMAGEN PORNOGRAFICA Y OTRAS PERVERSIONES OPTICAS”
El semiólogo catalán es un especialista en cultura audiovisual, a quien le gusta sacudir dogmas y asunciones sobre qué es “importante” en la cultura y qué es “popular”. Un diálogo sobre categorías y usos de la cultura.
Por Silvina Friera
El semiólogo catalán dice eso que muchos comentan sotto voce, pero que pocos se atreven a blanquear porque el sentido común no cotiza en el mercado de valores de los académicos. “La gente lee libros para disfrutar de ellos o para presumir de haberlos leído”, señala Román Gubern. El autor de La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas –publicado en 1989 y reeditado recientemente por Anagrama, con nuevas reflexiones sobre los universos iconográficos malditos– sabe que la frase se torna más provocadora en el marco de la Feria del libro, donde participó del Encuentro Internacional Cómo leer en el siglo XXI. Frente al temor de que la lectura ya no sea lo que era por culpa de los medios audiovisuales, suerte de estribillo de un tango posmoderno que cantan muchos especialistas, Gubern rechaza el tan mentado antagonismo entre la imagen y la palabra. “Cuando se presenta la noticia de un atentado político, la imagen es muy impactante y dramática. Las caras descompuestas, la policía corriendo, la estampida nos cuentan mucho sobre lo que está sucediendo, pero para entender debemos recurrir al diario, al artículo de fondo que nos explica cómo se preparó el atentado y qué efectos tendrá a corto y a largo plazo. La palabra es reflexiva y la imagen ostensiva, y por eso mismo son complementarias”, subraya el semiólogo en la entrevista con Página/12.
Gubern defiende esta complementariedad con dos verbos: pensar e imaginar. “Pensamos con palabras y cuando lo hacemos con imágenes se llama imaginar, y no está tan separada una acción de la otra”, sostiene. “Albert Einstein se imaginó corriendo a sí mismo detrás de una media luz que no lograba atrapar, y esa imagen fue el principio de la teoría de la relatividad.”
–¿Cómo explica que la lectura se haya convertido en una preocupación prioritaria de estos tiempos?
–En los países desarrollados se editan más libros que nunca, pero también es verdad que el best seller tiende a tapar y a oscurecer la aparición de la diversidad cultural de libros minoritarios. El peso de la cultura audiovisual es muy fuerte. En España, por ejemplo, el promedio de horas frente a la pantalla es de tres y media al día, lo cual significa que se le estaría restando tiempo no ya a la lectura sino al museo, al teatro. La audiencia televisiva no es homogénea: hay teleespectadores incondicionales –el jubilado, el ama de casa, los enfermos– que pueden ver entre 7 y 8 horas diarias, pero también está el espectador selectivo, como yo, que elige lo que quiere ver. El mercado editorial está muy asustado con la cultura audiovisual y para competir sigue la política de los best seller, que en general son libros comerciales con poco valor estético y cultural. Esa preocupación por la lectura es muy legítima. En España un fenómeno alarmante es el periódico gratuito. Al principio, los periódicos importantes sostenían que era una competencia inocua, que eso era como la “subliteratura”, pero se está demostrando que estos diarios gratuitos están erosionando el pacto de lectura en los medios gráficos porque apelan a una estructura visual, con muchas imágenes y pocos textos, que busca competir con la televisión.
–¿Por qué los medios audiovisuales, últimamente el ciberespacio, son vistos como una amenaza para el libro y la lectura, cuando usted señala que la palabra y la imagen son complementarias?
–Umberto Eco dice, literalmente, que el ciberespacio es un gran vertedero donde la gente vuelca sus cosas. El problema del ciberespacio es su indiscriminación; como es ultrademocrático, como el ágora griega, es lo mismo el trabajo sofisticado de un profesor de Harvard que el papel tonto del más tonto del pueblo, porque nadie pone estrellitas para calificar lo que está en la red. Esta indiscriminación hace que la sobreoferta de mensajes sea en la práctica desinformación. Eco cuenta que cuando busca bibliografía sobre un tema y le aparece un listado con 1000 libros para consultar, tener 1000 libros es como no tener ninguno. Entonces hay una pugna entre lo cuantitativo y lo cualitativo, que también ocurre en el mercado editorial. El código Da Vinci ha arrasado en ventas, pero hay un consenso en la comunidad literaria de que no es un buen libro. Las nuevas tecnologías han generado una masa de datos y de información que provoca que el lector normal se sienta un poco perdido. El paisaje está cambiando y eso produce la angustia del acomodo al nuevo sistema, que se define sobre todo por la sobreoferta no gobernada por criterios de jerarquización.
–¿Sería una suerte de balcanización informativa de la red?
–Sí, pero es verdad que también está el efecto mariposa, y un ejemplo fue el caso de Monica Lewinsky y Bill Clinton. Los grandes diarios como el Washington Post y el New York Times lo sabían, pero argumentaron que era un tema de la esfera privada y que no tenía relevancia política con quién se acostaba Clinton. Pero cuando una modesta y pequeña publicación digital de Washington publicó la noticia, ya no pudo ser ocultada y los grandes diarios tuvieron que ocuparse del tema. La red permite consolidar lo que llamo “las inmensas minorías transnacionales”, un autor de culto, un poeta, un cineasta. Ese inmenso mercado está formado por personas que comparten valores sofisticados o elitistas, y nuevamente volvemos al tema planteado por Ortega y Gasset hace un siglo. En la sociedad moderna también hay elites y masas, lo que ocurre es que entre estas dos hay una amplia burguesía ilustrada que actúa como colchón.
–¿La democratización de Internet es un mito?
–Se dice, falsamente, que la red es universal y global, pero en Manhattan hay más teléfonos que en todo el continente africano, por lo tanto no podemos decir que la red sea universal. Detecto una angustia ante los nuevos tiempos que son muy acelerados, muy rápidos y cuyos resultados son desconocidos e inciertos. Esta angustia lleva a preguntarse cómo se lee, qué hay que leer, cómo se gobierna la red. La sobreoferta de información tiene efectos perversos, pero el problema es con qué criterios, con qué autoridad somos capaces de establecer una selectividad, filtros que establezcan qué es lo que se puede o no hacer. El problema sobre quién selecciona lo que puede o no ser leído es un problema político de enorme magnitud.
–Otro problema es que habría que definir qué se entiende por lectura.
–Soy especialista en cultura audiovisual y sin embargo he aprendido más de los libros que viendo imágenes. El libro no es sólo la novela; es también el ensayo, la poesía, el tratado científico. Pero todavía se sigue asociando al libro y a la lectura con la ficción.
–¿Pero este concepto de lectura no sigue anclado en el Iluminismo, por llamarlo de alguna manera?
–Bueno, es verdad, se ha dicho muchas veces que estamos en el tardoIluminismo. Pero esta etapa histórica se está agotando, muestra síntomas de resquebrajamiento, y la nueva se está dibujando desordenadamente en el horizonte. Roland Barthes se refería a la “rentabilidad semántica de la imagen”. Yo agregaría que la rentabilidad semántica del texto escrito es distinta. Cuando lees una novela, imaginas, recreas y produces un constructo visual en el que construyes tu mundo, y por eso con mucha frecuencia la gente que ha leído un libro se siente defrauda al ver la versión cinematográfica. El libro sigue siendo un medio interactivo, puedes ir para atrás, releer un capítulo, hacer una pausa. En el cine y en la televisión, las imágenes son impuestas autoritariamente, no son medios interactivos y, además, hay una tiranía del flujo porque si te distraes no puedes ir para atrás; por no hablar de la utilización de la tanda publicitaria, que Fellini combatía con un slogan muy hermoso: “No se interrumpe una emoción”. Insisto en reiterar la complementariedad entre la imagen y la palabra, porque ese fetichismo del libro como alta cultura, que excluye a la imagen por ser cultura popular, es de un esquematismo maniqueo que no resiste el menor análisis.
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