Miércoles, 3 de mayo de 2006 | Hoy
FERIA ENTREVISTA CON ARTURO PEREZ REVERTE, QUE VINO A PRESENTAR “EL PINTOR DE BATALLAS”
El escritor español, uno de los más leídos de habla hispana, vino a presentar su último trabajo, en el que el personaje central es un pintor que durante muchos años fue corresponsal de guerra: tiene el mismo pasado que el autor, que aquí relata qué conserva de aquellas horribles visiones.
Por Angel Berlanga
Andrés Faulques ahora pinta, pero durante treinta años fue fotógrafo de guerras y vio, y registró, y supo, de la capacidad del hombre para producir horror. Lleva unos meses instalado en una torre vigía, frente al Mediterráneo, solo, concentrado en un gran mural circular con el que se propone plasmar “las reglas implacables que sostienen la guerra –el caos aparente– como espejo de la vida” y, a la vez, su propia experiencia. Un día se le aparece alguien que lo busca desde hace mucho, un ex soldado croata al que fotografió una década atrás, en medio de unos maizales, en plena retirada. Por esa foto, con la que había conseguido un premio importante, recibe una promesa del visitante: “Voy a matarlo”, le anuncia. “El rostro de la derrota”, habían titulado las revistas, y los serbios, al reconocerlo en la publicación, lo torturaron durante seis meses y masacraron a su familia. Ivo Markovic, además, le potencia otro recuerdo feroz: él vio cuando Faulques fotografió a Olvido Ferrara, su mujer, minutos después de haber pisado la mina que la mató. Este es el argumento central de El pintor de batallas, la última novela de Arturo Pérez Reverte, sobre la que también hablará esta tarde, cuando la presente en la Feria del Libro. Difícil no relacionar directamente al personaje con la propia experiencia de este escritor español que, durante veintiún años, fue corresponsal de guerra. “Mientras la escribí fui consciente de cosas propias que no veía –dice, en un hotel bastante lujoso de la Recoleta–. Fue un ejercicio interesante de introspección y análisis sobre mis lados oscuros y luminosos, sobre mi pasado, mis fantasmas y mis pesadillas. Aunque no me ha cambiado la vida, me ha hecho más lúcido.”
–¿Coincide con los pronunciamientos de Faulques en torno de la guerra?
–Sí. No del todo, porque yo no soy tan radical ni pesimista, ni veo al mundo tan turbiamente como él, ni he tenido exactamente su biografía: me refiero a lo que ocurre con su mujer. Pero es cierto que nadie pone lo que no tiene, y menos en este tipo de libros: una historia como ésta requería una biografía previa, que fue fundamental como base, como trama básica para construirla. Muchos de sus puntos de vista son los míos: se los he prestado, digamos.
–¿Y usted se ha cruzado con alguien que desde el pasado le viene a ajustar cuentas?
–Es muy peligroso identificar autor con novela, pero en mi caso hay lectores que hacen inevitablemente esa asociación y bueno, no la ocultaría. Si está allí, ¿no? Pero cualquiera que tenga una biografía, y no hablo de la guerra solamente, sino del trabajo, del periodismo, la medicina, la cárcel, la delincuencia, tiene detrás cadáveres, fantasmas, cosas que ha hecho, gente que ha matado –lo digo simbólicamente– por ignorancia, descuido o muchas otras razones. Cuando uno tiene conciencia de sí mismo y del mundo en el que está, a veces esos fantasmas vienen y te ajustan cuentas. Cualquier ser humano lúcido tiene pesadillas, recuerdos que lo atormentan; escribir novelas, como tocar música, como el sexo, o muchas otras cosas, son formas de convertir las pesadillas en fantasmas. El fantasma es tolerable, se puede vivir con él, es melancólico y no incomoda, es tu compañía; la pesadilla perturba. Por la vida que he llevado –tengo 55 años, canas en la barba, cicatrices en la cara– yo también tenía pesadillas, y con esta novela he intentado convertirlas en fantasmas tolerables.
–Tanto usted como su personaje han pasado desde profesiones “periodísticas”, que se posicionan como dando cuenta de “la realidad”, hacia el arte. ¿Cómo se dieron esos pasajes?
–En este caso el periodismo es accidental. Yo creo que cualquier persona que se ponga en contacto con el lado oscuro y duro de la vida –el médico de urgencias, quien se relaciona con mujeres maltratadas–, necesita mecanismos de consuelo, de confort, analgésicos que le levanten el ánimo y lo ayuden a soportar el horror de la vida. Mecanismos de consuelo para soportar. El arte, la cultura, son eso. Sin cultura no podemos comprender que el dolor o el horror forman parte de la vida. En la novela el arte simboliza esa idea, pero podría ser otra cosa.
–¿La literatura funcionó así con usted?
–Sí, escribir fue una forma de comprender y de soportar cosas que no me gustaban que había vivido. Pero ésta no es una novela de guerra, por eso dije: el personaje podría ser también un médico de urgencias. Pero como yo conozco bien la guerra, y mi biografía me da un montón de elementos de conocimiento, ejemplos de situaciones, recurrí a ella como uno de los símbolos. Yo no he visto nada en la guerra que no haya visto aquí.
–La singularidad de la guerra está en que se extreman las situaciones.
–Tú lo has dicho. La guerra no es más que el ser humano concentrando en un lugar extremo todos los odios, rencores, dolores, ambiciones, lujurias, frustraciones, amarguras, memoria genética, agresividad y depredación, que el ser humano tiene en la vida normal. Es más: la guerra permite liberar, justamente, lo que la vida social durante muchos siglos ha limitado. El ser humano, que en el fondo es un hijo de puta, ha sido durante años controlado por la evolución social. Cuando la guerra hace saltar esos mecanismos de control, el hombre vuelve a su estado primitivo, a lo inmediato y lo elemental. Por eso es tan horrible y fascinante observar al ser humano en la guerra. Y no digo solamente ahí: en la represión, en la tortura, en los piquetes, en el corralito... Esta novela es fruto de esa reflexión, de toda una vida mirando al ser humano en lugares donde saltan los mecanismos de control social y queda el hombre desnudo frente a sí mismo.
–Pero el abanico es más amplio, ¿no? Porque también tiene otro tipo de inteligencias, constructivas.
–Y sentimientos también nobles, sí. Ahí está la novela: en ella también están el amor, la amistad, la lealtad. Dos tipos que teóricamente se van a matar dialogan cuatro días. Está el amor como memoria, como salvación y como consuelo. Porque la novela habla también de lo otro, de las cosas que salvan al ser humano. Lo que pasa es que no puedo, a estas alturas, después de la vida que he llevado, creerme que Paulo Coelho va a salvar al mundo. Yo no me puedo creer lo del mecherito, lo de “vamos todos juntos de la mano a darnos besos en la boca y así seremos felices”. Hay gente que cree eso: felices de ellos. Pero yo no tengo más remedio que reunir los restos del naufragio y montarme a un lugar donde sobrevivir. Las palabras son ésas: amistad, amor, dignidad, lealtad, coraje. Es una trinchera sin demasiadas pretensiones, modesta.
–Las preguntas que Markovic le hace al pintor, ¿constituyen un examen para la conciencia de Faulques?
–Exactamente. Lo está sometiendo a un cuestionario, le está haciendo una entrevista. Un lector que me escribió me hizo una apreciación interesante: me preguntó si había pensado en Markovic como un desdoblamiento del propio Faulques. No fue mi intención, le contesté, pero esa lectura es posible. Le hace revisar su propia vida y lo somete a un intenso trabajo psicoterapéutico sobre su propia existencia. Que, por supuesto, me ha servido a mí. Esta novela empezó, como otras, como una historia, y me ha permitido reflexionar mucho sobre mí.
–¿Qué signan las mujeres que aparecen en la novela?
–La intérprete, la guía turística que ve el mural, es la mirada exterior. El que no sabe y ve la pintura dice “esto es maligno”, se incomoda. Y eso nos lleva al tema fundamental: la gente no quiere saber. Tenemos tres mil años de memoria escrita, documentada, desde Homero hasta ahora, y todavía nos asombra que haya Torres Gemelas. “Qué horror, es imposible.” Troya, Sarajevo, Constantinopla: está ahí. La gente prefiere pensar que el horror es una cosa extraña, algo que les pasa a otros, que ellos no son culpables de nada. La mirada de esta mujer es la de la falsa inocencia, la peligrosa o estúpida inocencia, que cree que no está allí cuando en realidad sí está. Cada tanto algo lo recuerda: Argentina lo recordó en los ’70, España el 11 de marzo de hace dos años. Cada vez que la humanidad olvida eso, el despertar cuesta muchos años y dolor.
–¿Y la otra, la mujer del fotógrafo-pintor?
–La mirada de Olvido Ferrara es otra cosa, es el amor. Es la primera vez que en una novela mía hay una historia de amor redonda y perfecta. Y es muchas cosas, pero sobre todo el amor como consuelo, justificación. Tenemos un tiempo limitado para vivir, para hacer hijos, tener juventud, vigor, belleza, inteligencia. Es bueno haber dicho “yo amé”, “yo viví”. Y después está la lucidez de la mujer, claro. Ningún hombre llega a nada sin la mirada de la mujer como intermediario. La mujer es fundamental, sin ellas no vemos. Faulques, que ha estado en guerras por todo el mundo, no entiende nada hasta que la conoce a ella, que le da sentido a todas las imágenes. Eso sí es personal: mi visión del mundo se debe a las mujeres. Sin ellas no hay progresión ni lucidez.
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