FERIA. ENTREVISTA AL ESCRITOR MEXICANO CARLOS FUENTES
A los 83 años, se mantiene muy activo. Viene de publicar dos libros (Carolina Grau y La gran novela latinoamericana) y está por sacar una novela de 400 páginas: Federico en su balcón. Subraya que la ficción “dice lo que no se puede decir de ninguna otra manera”.
› Por Silvina Friera
Los acontecimientos ocurren en las arenas movedizas de las fronteras. Quizás el azar sea parte del orden invisible de las cosas. Un enigma, un fantasma, serpentea los ocho cuentos de Carolina Grau (Alfaguara), el último libro de Carlos Fuentes. La mujer homónima es una Eva perdida en el paraíso, una niña Alicia, o una mujer indígena –por enumerar apenas algunas de las máscaras que ocultarán, al fin y al cabo, quién es–, que pretende encontrar el revés de la trama del encierro. En la cinta de estas narraciones hay más para examinar: núcleos temáticos como la cárcel del amor, los cercos entre luz y oscuridad, entre la necesidad ineludible de liberación, de fuga y evasión; y cómo administrar la libertad. La magia del deseo potencia el recuerdo. Lo mantiene cerca. ¿Cuál es o sería el “adentro” y el “afuera” de estos relatos que, aunque de lectura autónoma, conviene leer encadenados? El escritor mexicano, que mañana ofrecerá una conferencia magistral en la 38° Feria del Libro, muestra los dientes cuando sonríe. “Esta novela-cuento o cuento-novela es un homenaje a El conde de Montecristo. Dumas ya lo había hecho: se encontró con una historia y la transformó. Y esto nos abre el campo literario para preguntarnos qué hacer”, dice Fuentes en la entrevista con Página/12.
La operación consiste en introducir a Carolina Grau en el clásico del autor francés. “No hay ninguna otra novela que sea contemporánea a la vida de Dumas más que El conde de Montecristo. Para mí es muy importante la contemporaneidad del escritor y de la obra”, pondera Fuentes. Leyó esa novela cuando era un escritor en la buhardilla de los atormentados comienzos, a principios de la década del ’50. Desde entonces, vio muchas versiones cinematográficas que le impresionaron y menciona a dos actores: Robert Donat y Arturo de Córdova. “Me contó María Félix que juntos hicieron una película, La diosa arrodillada, y De Córdova se enamoró de ella. Un día le tocan la puerta a las tres de la mañana. Y la mucama le dice: ‘Señora, señora, hay un hombre que la quiere ver’. ‘¿Y quién es?’, pregunta María Félix. ‘El conde de Montecristo.’ De Córdova se asumía como el conde... qué le vamos a hacer.”
–¿Cómo explica la inversión de roles entre los prisioneros, que es el punto de partida de su versión homenaje?
–El abate Faría es el que se escapa del Château de If y condena a Edmundo Dantés a ser el abate Faría; que se quede ahí y aprenda, mientras el abate Faría regresa a encontrarse con Carolina Grau. El abate Faría me parece un personaje fascinante, lo más interesante de El conde de Montecristo. Por lo pronto le ensaña todo lo que sabe. El conde de Montecristo sale sabiendo álgebra, matemática, ingeniería, arquitectura, política, tres lenguas muertas, siete lenguas vivas. ¡Qué maestro el abate Faría! Tiene derecho a escaparse y dejar ahí a Edmundo Dantés para siempre.
–En un momento de “Brillante”, el segundo cuento, se lee que la memoria puede ser una trampa que, creyéndose reminiscencia, en realidad es premonición. ¿Qué hace que la memoria sea tan compleja?
–Vivimos la memoria del deseo; pero a veces el deseo es una memoria que se repite. O la memoria es un deseo que se anticipa. Y en el centro estamos no-
sotros. Hace como cinco o diez minutos que estamos aquí, sentados. Estamos en un presente muy pasajero. Memoria y deseo son términos relativos; finalmente se entremezclan el uno con el otro.
–¿Pero la memoria pareciera ser la parte más frágil?
–Por eso mismo hay que llenarla cuando no se recuerda bien. A veces decimos: “Recuerdo tal cosa...”. Pero en realidad estamos diciendo: “Deseo tal cosa...”. Todo el tiempo me pasa esto. De pronto estoy escribiendo y digo que recuerdo que conocí a Fulana de Tal, hace veinte años. Y al encontrarla en una fiesta, me doy cuenta de que no la había visto antes. Al recordarla, la deseaba. Y la conocí. Pero se invirtió la memoria y el deseo, es decir que la memoria estaba encerrando simplemente al deseo.
“¿Para quién y para qué trabaja?” Esta es una de las dudas que atraviesan al personaje del relato “El arquitecto del Castillo de If”. No es el único interrogante que lo asedia. “¿Cómo terminar la obra sin perder a Carolina Grau?”, se pregunta el arquitecto, inquietud que como un hilo evidente emerge en el imaginario del lector. Y tal vez del propio autor. “Esta estructura tiene que ver con mi idea de la literatura, que está hecha más de preguntas que de respuestas –admite Fuentes–. Me sobresalta un poco una novela que afirma mucho y que dice: ‘Esto es así’ o ‘Esto es asá’. La novela siempre termina con un gran interrogante, siempre se pregunta al final qué pasó, porque es la manera de pasarle la novela al lector.”
–¿Confiaba tanto en el lector el joven Fuentes?
–No, con el tiempo me fui acercando al lector. Cuando uno es muy joven, está lejos de la idea de que la novela le pertenece tanto al lector como al autor. ¿Por qué dura el Quijote cuatrocientos años? Porque tiene lectores, no porque Cervantes sea un genio que vaticinó que sería leído durante cuatro siglos. El lector es el que asegura la continuidad de la literatura; pero de joven uno no lo cree porque piensa que es autosuficiente: “Yo soy el mero chingón y aquí se acaba el mundo”, como decimos en México. Escribo la palabra “fin” porque se terminó la novela que escribí yo. Esto va desapareciendo poco a poco, cuando uno se da cuenta de que un escritor no es nada sin sus lectores.
–Después de la línea final del último relato –luego de haber leído “es sólo una foto”, que abona más el misterio–, el lector se queda con la duda sobre quién es Carolina Grau.
–Sí, yo también me quedé con la duda. Podría haber escrito diez cuentos más con Carolina Grau, pero me detuve ahí porque la duda me sobrecoge, me asalta. Y digo: “No más”. El libro le dice a uno: “Ya no, aquí termina”. Pero hay veces que no es así. Tengo una novela que a algunos les encanta y a otros les parece detestable, Cristóbal Nonato. Yo no quería que terminara y le metía capítulos, la aumentaba. Quería escribir una novela larga; pero la novela no quería ser larga. En consecuencia, es una obra fallida, en cierto modo.
–Volviendo a una idea que planteó al principio sobre la contemporaneidad de El conde de Montecristo, ¿qué hace que una obra sea contemporánea?
–El lector hace que una novela sea contemporánea. Si la novela encuentra un lector, ya es de su tiempo, el tiempo del lector. El último lector del Quijote y el próximo son quienes mantienen vivo ese libro. La condición sine que non para que un libro viva es que sea leído. Hay escritores que no son leídos; Stendhal dejó de ser leído durante un siglo hasta que Henri Martineau lo redescubrió, en 1926 o 1927. Pero durante un siglo nadie supo que Stendhal es un gran escritor.
–Pero más allá del lector, ¿hay algo de la obra en sí que también la hace contemporánea?
–Sí, claro. Si la obra tiene imaginación va a comprometer la imaginación del lector. Por eso muchas obras planas, realistas, no tienen futuro, porque el lector no tiene nada que imaginar y todo está dicho. Es esencial que el lector imagine. El escritor tiene que dejar una puerta abierta a la imaginación del lector.
–¿Pero qué es la imaginación hoy, en un mundo donde las nuevas tecnologías parecen horadar o disputar el sentido de lo que se entiende por imaginación?
–Mire: la novela ha sobrevivido al periodismo, a la fotografía, al cine, a la televisión y a los medios modernos de comunicación. Una novela dice lo que no se puede decir de ninguna otra manera. No hay otra manera de contar la historia de don Quijote que escribiendo el Quijote. Hay algo ahí que no se ha podido sustituir. El día que se sustituya, se muere la novela. Pero por el momento ahí está: tenga un lector, quinientos o mil. No importa. Hay algo distintivo de la obra literaria que la hace indispensable. Siempre vuelvo al Quijote y a la autoría: ¿quién es el autor? ¿Es Cervantes? ¿Es el moro Cide Hameti Benengeli? ¿Es un autor anónimo que encuentra la novela en un basurero? ¿Es el propio don Quijote? No sé; está en duda la autoría. En las novelas modernas, también la autoría se vuelve muy conflictiva. ¿Quién es el autor de Absalón, Absalón? ¿La señora Compson, su nieto o los protagonistas de la novela? No lo sabemos. En (James) Joyce, en (Hermann) Broch, en (William) Faulkner, en todos los novelistas contemporáneos, hay una indecisión autoral que corresponde a la indecisión del lector; es una forma de invitar al lector a ser partícipe de la novela, a ser coautor. Y esto es lo que distingue a la novela contemporánea, que no se da en la novela del siglo XIX. Hay un momento en que hay que inventar algo nuevo y eso lo inventó Joyce en el Ulises. O un novelista como Kafka, que creó un cosmos diferente, inexplicable para mucha gente, incluso para el propio Kafka. Hay una necesidad de buscar nuevos caminos para la novela, cosa que siempre se le planteará al novelista. Si un camino está establecido y es muy efectivo, hay un problema.
–¿Y cuáles serían los caminos para renovar la novela en el siglo XXI?
–Es una pregunta difícil de contestar, pero le voy a dar lo que creo que es un buen ejemplo reciente: la novela Libertad de Jonathan Franzen. La estética de la novela norteamericana trata nada más de trama y personajes. Pero Libertad tiene una narración muy contradictoria, muy compleja; mete reportaje, mete ciencia, mete tecnología, mete deportes, mete todos los demás temas que usted quiera y enriquece la novela de una manera extraordinaria. Siempre se han descubierto nuevas maneras de narrar, de complicar o enriquecer la narración.
–Su ensayo La gran novela latinoamericana ha generado polémicas. Suele pasar en este tipo de textos, como en las antologías, que se repara más en las omisiones que en lo que está estudiado y analizado. Sorprende la ausencia de dos autores argentinos muy importantes, como Puig y Marechal. ¿Cómo fundamenta estas ausencias?
–No es una historia de la novela, es un libro muy personal: son mis lecturas, los autores que me interesan. No es que no me interese Marechal, sino que no cabía en el esquema del libro, en lo que estaba tratando de decir. Una de las cuestiones centrales es lo “real maravilloso” como invención de los descubridores de América, que tenían que impresionar al público europeo diciendo que hay sirenas. Porque Colón dice que hay sirenas, que hay ballenas con dos aparatos sexuales, que hay tortugas del tamaño de una casa. Todas esas exageraciones son ya lo “real maravilloso”. De manera que la literatura naturalista resulta muy chata frente a las posibilidades de la imaginación latinoamericana. Y me he centrado en eso, con algunas exclusiones inevitables. No es un abecedario, no es una historia de la literatura latinoamericana; es una historia de mis preferencias literarias. Nada más.
–Quizá la ausencia que más polvareda levantó en el ámbito latinoamericano sea la de Roberto Bolaño.
–Todavía no lo he leído a Bolaño. Hace tanto ruido, que me dije: “Voy a esperar un ratito”. Ese ruido hace que no quiera subirme a la corriente de lo que se puso de moda. No lo he leído, pero lo voy a leer, claro. Bolaño no está por ese motivo: porque no lo leí. Como no he leído a muchos otros autores. Repito que no es una enciclopedia; hay autores que se dice que son muy interesantes, pero que todavía no conozco. Yo sólo hablo de lo que conozco.
–Pero al lector siempre le salta la chispa de lo que no está. Quizá usted de joven, ante un libro similar al suyo, habría hecho exactamente lo mismo: reparar en las ausencias.
–Tiene razón, y siempre hay gente que se molesta; pero son libros personales. Yo no soy (Enrique) Anderson Imbert, para nada. Yo escribo de lo que me gusta y de lo que he leído. Hay muchos mexicanos, dicen. ¡Pero qué chingados, yo soy mexicano, qué le vamos a hacer! Hay muchos argentinos, también; es una mirada personal, insustituible para mí. Pero discutible para los demás.
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