Lun 21.05.2012
espectaculos

LO NUEVO DE MICHAEL HANEKE Y DE CRISTIAN MUNGIU

Un cielo gris sobre la Croisette

Ambos directores ya obtuvieron alguna vez la Palma de Oro. El austríaco volvió ahora con Amour, un réquiem sobre un matrimonio integrado por Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva. El rumano presentó Dupa dealuri, film de una gravedad casi equivalente al de Haneke.

Desde Cannes

El cielo gris, encapotado, y unos sorpresivos vientos de tormenta, infrecuentes en esta época del año en la habitualmente luminosa Côte d’Azur, parecieron venir a darle su mejor marco a Amour, la nueva película del austríaco Michael Haneke en competencia en el Festival de Cannes, una obra decididamente oscura, invernal, suerte de réquiem sobre un matrimonio de profesores de música que debe enfrentar la realidad de la enfermedad y la muerte cercana. Que esa pareja, a su vez, esté interpretada por dos auténticas leyendas del cine francés, como Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, le da al film una densidad adicional a un tema ya de por sí grave, doloroso, que el gran director de La cinta blanca aborda con su rigor habitual, sin conceder nada al sentimentalismo o la nostalgia.

Después de los títulos iniciales –secos, sobre fondo negro, sin música ni sonido alguno– el silencio se rompe de pronto brutalmente, con un estruendo. Los bomberos entran por la fuerza a un departamento de París, que parece vacío, pero en el que esa acción no puede sino significar un final trágico. A partir de ese momento, el film de Haneke recupera poco a poco los últimos meses de ese hombre y esa mujer en quienes se adivina –detrás de cada pequeño gesto, detrás de cada rutina cotidiana– toda una vida de amor y de profunda comprensión. Un concierto de uno de sus antiguos alumnos en el Théâtre des Champs-Elysées, la vuelta a casa en el ómnibus, una copa después de la cena, la lectura de un libro que uno recomienda al otro, todo da cuenta de una rara armonía, que no necesita de demasiadas palabras, como si con unas sonrisas apenas les fuera suficiente para entenderse. Esa misma noche, sin embargo, mientras George ya duerme, la cámara muestra a Anna despierta, como perdida. A la mañana, durante el desayuno, será peor: Anna por unos minutos pierde la conciencia de sí misma. Y una sabia elipsis narrativa evita información innecesaria: para cuando ambos vuelvan a ese departamento cargado de memorias, se sabrá que Anna sufrió un accidente cerebrovascular y que vuelve a casa en silla de ruedas, con parte de su cuerpo paralizado. Y ese amor que se profesan será puesto a prueba más que nunca en sus vidas.

Film de cámara en un sentido estricto, Amour prácticamente no sale de ese único escenario y tiene casi como únicos personajes a esta pareja que ha sabido preservar no solamente su afecto sino también su intimidad, al punto que hasta el par de visitas apenas que les hace su hija (Isabelle Huppert, en su nueva incursión en el cine de Haneke, aquí casi como una aparición especial) parece una intrusión. Anna le ha hecho prometer a George que no la volvería a hospitalizar y George, con sus propios males a cuestas, logra ir ocupándose de todo, convirtiendo al dormitorio en el santuario en el que guardará los últimos días de Anna.

“Nunca escribo una película para probar algo”, declaró Haneke en la conferencia de prensa que siguió a la primera proyección de la película. “Cuando uno llega a determinada edad, inevitablemente va a ser afectado por el sufrimiento. No quiero mostrar nada más que eso, pero tampoco nada menos. Por eso preferí concentrarme en el departamento, para no caer en la sala de hospital, que se ha visto hasta el hartazgo. Esa concentración me permitió hacer una película muy simple y esa simplicidad, debo reconocerlo, me dio felicidad.”

De hecho, el departamento –un poco como en Grupo de familia, de Luchino Visconti– es casi un personaje en sí mismo, con sus paredes cubiertas de cuadros, libros y partituras, con ese piano mudo que ya nadie toca, como si toda esa cultura fuera la de la vieja Europa que se apaga. A esos ecos se suma también la extraordinaria pareja de actores que consiguió Haneke. Como los grandes intérpretes que son, Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva encarnan magníficamente a sus personajes. Pero, al mismo tiempo, su propia leyenda le agrega otra capa de sentido al film, porque tanto él como ella forman parte de esa cultura que se desvanece y a la que han contribuido con films memorables, como Z (por la que Trintignant fue premiado aquí en Cannes 1969) e Hiroshima mon amour, con la que Riva también llegó hasta la Croisette, diez años antes.

“Hacía mucho que no actuaba en una película”, declaró Trintignant, que llevaba sin filmar desde 2002. “Ya no quiero hacer cine y, por el contrario, amo al teatro. Sólo porque Haneke, uno de los grandes directores del mundo, me ofreció este papel fue que acepté. Pero fue una excepción. Soy mucho mejor en el escenario que en la pantalla, porque en el teatro no me veo a mí mismo. Y debo confesar que esta película es la primera en la que realmente me gustó verme.”

Pero Haneke no fue el único ganador de la Palma de Oro (por La cinta blanca, 2009) que reapareció estos días en el Grand Théâtre Lumière. El rumano Cristian Mungiu, también laureado con el premio mayor (en 2007, por 4 meses, 3 semanas, 2 días) volvió ahora a Cannes con Dupa dealuri (Detrás de las colinas), un film de una gravedad y una grisura casi equivalente al de Haneke, también concentrado de un único escenario, pero con un tema muy distinto: las diferencias entre religión y superstición, entre devoción mística y amor humano.

A un modestísimo monasterio ortodoxo con monjas de clausura, apartadas del mundo detrás de esas colinas que menciona el título del film, llega Alina, una chica que después de salir del orfanato local había emigrado a Alemania. Y vuelve para buscar a Voichita, su única amiga y compañera, con quien creció en el orfanato. Dice que no puede vivir sin ella. Y tanta es su determinación que se instala casi por la fuerza en el monasterio. Pero Voichita ama a Dios, un amante más celoso y exigente que la propia Alina, lo que irá provocando una escalada de tensiones no sólo entre las dos chicas sino también en la pequeña comunidad del monasterio, regida por un sacerdote que llegará a tomar las medidas más extremas.

“Para mí, la película trata sobre el amor y el libre albedrío”, afirmó Mungiu aquí en Cannes. “Sobre todo, de cómo el amor puede hacer de conceptos como el Bien y el Mal algo muy relativo. Muchos de los grandes errores de este mundo se hicieron en nombre de la fe, con la absoluta convicción de que se hacían por una buena causa. Mi película también habla de una cierta manera de experimentar la religión. Siempre me ha preocupado mucho la atención que los creyentes depositan en sus respectivos hábitos y reglas religiosas y qué poco, en cambio, aplican la esencia y la sabiduría de la cristiandad en la vida cotidiana.” Es esa liturgia la que el director pone en cuestión, detallándola en toda su inutilidad e ignorancia, en una película que hace de la reiteración –de acciones, de rezos, de ceremonias– el núcleo duro de su mecanismo narrativo, al punto que no es sino una crónica de una muerte anunciada.

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