Lunes, 30 de julio de 2012 | Hoy
ENTREVISTA CON LA ESCRITORA PERLA SUEZ
En su novela Humo rojo, la autora pone el foco en la discordia familiar. Pero Suez sostiene que la violencia y la crueldad que la atraviesan “están conectadas con un trasfondo de autoritarismo que se sucede por herencia, por el poder político, social y cultural”.
Por Silvina Friera
Un rencor en carne viva es como una puerta abierta que permite chapotear por el pantano de las palabras vedadas. Oskar Köhler, asmático de nacimiento, tal vez no tenga chances de rehacer su itinerario existencial. El horizonte de sus expectativas se quebró. No puede volver atrás, a ese tiempo en que tuvo un hijo y una mujer. Ungar –el hijo– murió; Greta no pudo soportar esa pérdida y lo abandonó. Su hermano Thomas, el supuesto asesino de Ungar, salió de la cárcel en abril de 1945 y regresó a Los Arribos, donde se cocinó, a fuego lento, la maldición del odio cifrada en la sangre, en un pueblo habitado por campesinos esforzados, inmigrantes rusoalemanes. En Humo rojo (Edhasa), Perla Suez pone el dedo en la llaga de la discordia familiar, experiencia poco visible que se hurta, soberana, a la mirada de los otros. El bisturí de la narradora cordobesa se clava a fondo: hurga y remueve el amasijo de rivalidades entre los hermanos, el desprecio y la humillación que padece el más enclenque, carne de cañón del autoritarismo paterno, y explora los antepasados –en Saratov, Rusia–, como si en la lejanía espacial se pudiera rastrear la génesis de lo que se murmura entre dientes en la cadena de desasosiegos generacionales.
Basavilbaso, un pueblo de Entre Ríos, es el lugar en el mundo donde transcurrió la infancia de Suez, “patria chica” de la narradora cordobesa y espacio donde germina su imaginario literario. “Si bien no es autobiográfica como mi Trilogía de Entre Ríos, en esta novela están las historias que escuchaba de niña en boca de mi padre, que era el médico del pueblo. Alguna vez escuché un comentario sobre dos hermanos que se terminaron matando –cuenta la escritora en la entrevista con Página/12–. Entonces apareció Oskar, el protagonista principal, pero como no tenía idea hacia dónde iba, empecé a contar la historia del padre, Wilhelm. Y ahí me di cuenta de que precisaba también conocer la historia del padre de Wilhelm. ¿Por qué era tan autoritario Wilhelm? ¿Por qué fue tan feroz con Oskar? Necesité generar –como diría Joyce– pequeñas epifanías, imágenes de ese bisabuelo, Bernhard Köhler, y de la época zarista.”
–¿Cómo explica la crueldad que se despliega, espiralada, en Humo rojo?
–Nos ha tocado vivir épocas muy crueles, como la dictadura en este país. La realidad siempre es más feroz que cualquier ficción. Las violencias, las dominaciones, las crueldades, se pagan caro en la vida de los hijos y de las generaciones que vienen. Y no tiene que ver sólo con lo familiar. Es cierto que es una historia fuerte de relaciones familiares, pero está conectada con un trasfondo de autoritarismo que se sucede por herencia, por el poder político, social y cultural. Estos hermanos, Oskar y Thomas, hicieron lo que pudieron; sabían que tenían que trabajar fuerte y que “el deber ser” mandaba. Greta, que soñaba ser como Libertad Lamarque, puso todo en su hijo. Y cuando su hijo muere, no tiene nada que hacer, entierra sus pertenencias y se va. No importa adónde; eso que lo resuelva el lector. En esta novela también aparece, a través de Laurentino, el indio toba, la intolerancia hacia el diferente. Pero la intolerancia está además en un padre que no puede aceptar un hijo que no trabaje en lo que él quiere por un problema de salud, porque Oskar es asmático. La complejidad se teje entre el poder y la debilidad. Nunca es todo tan feroz; en el fondo de ese padre autoritario hay una gran debilidad que aparece en determinados momentos de la historia, cuando Ute le dice a Wilhelm que se va.
–La ferocidad de los mundos íntimos es una de las características de su narrativa. ¿Cuándo empezó este interés, dónde encuentra el origen por este tema?
–Empezó con mis lecturas, con Alicia en el país de las maravillas, el libro que me marcó en la preadolescencia; la ferocidad de caer en otro mundo oscuro y sin embargo fascinante. La ferocidad no es tan feroz; es interesante meterse en la oscuridad y poder ver qué hay adentro. Esa ferocidad es importante desde que leí y escuché cosas. Después de todo, soy hija de un padre médico de pueblo y mis ojos de niña conservan imágenes que no se pueden borrar. Hay un hombre al que traían frecuentemente de la colonia rusoalemana al consultorio de mi padre. Estaba loco y se ponía toda la noche una cuchara en la boca. Y no lo podían hacer volver en épocas como los años ’50, donde la psicología no estaba desarrollada y menos en un pueblo. Mi padre le hablaba, intentaba bajarle la ferocidad porque también se ponía muy rebelde. No había manera de agarrarlo, se escapaba; estoy viendo al padre envolviéndolo con una soga para atarlo y llevarlo al consultorio. Esa forma brutal de atar a un hijo para sostenerle la ferocidad apareció al final de Humo rojo.
–Thomas se entusiasma con la cercanía al poder político, proximidad que cree le permitirá expandir sus negocios. ¿Por qué la política desencadena la tragedia?
–Podría haber tenido una resolución más sencilla en el ámbito familiar, o que el accidente destapara enconos entre ellos. Pero quise mostrar cómo cuando se infiltra la violencia de la corrupción –porque se ve cómo funciona La Forestal, la empresa del quebracho– Thomas entra en ese juego de tener un lugar diferente, que era también su ambición. No está mal que Thomas quisiera crecer, pese a los celos de Oskar, que no se metía en nada y buscaba la comodidad del lugar seguro. Lo cual demuestra que no existe el lugar seguro: ni en la ficción ni en la vida. ¿Cuáles son los lugares seguros?
Los ojos de Suez cabalgan con un halo melancólico por la arquitectura de esa pregunta. “No sé si me fui por la tangente, soy charlatana”, dice. Sus dedos trazan la obstinada cartografía de los espacios construidos con el cemento de la ficción. “En ese territorio que marqué con piedritas sacaba y ponía como en el juego de la rayuela; el cielo y el infierno se movían todo el tiempo. Uno explora la oscuridad, tratando de explicar muchas cosas. Siempre hay algo autobiográfico que se cuece –plantea–. Mis familiares murieron en campos de concentración y mis bisabuelos en manos del zar Nicolás. Y la sangre se mueve. Los primos hermanos de mi padre y una prima hermana de mi abuela con todos sus hijos murieron. Unos en el campo de Dachau, otros en Terezín y Treblinka. Cuando fui al Museo del Holocausto de Jerusalén, vi las fotos de los niños en una gran bóveda celeste. Yo los buscaba y me hacía preguntas.”
–¿Qué preguntas se hacía de niña cuando empezó a registrar el inventario de tantas muertes?
–Ese inventario lo hacía en la vivencia cotidiana, porque mi abuelo dejaba pasar por el río Uruguay gente que estaba escapando, refugiados que venían de otros lugares con las marcas de los campos de concentración en sus cuerpos. Después, cuando me tocó vivir la dictadura, no era una niña que estaba en la facultad mirando las estrellas. Estaba viendo lo que pasaba y salvé mi vida milagrosamente. Yo simpatizaba con el grupo maoísta Tupac de Filosofía y Letras de Córdoba. Todo aquel que pensaba la pasaba mal, ni siquiera había que pensar demasiado; murieron compañeros, muchos amigos desaparecieron. Esta historia nefasta la vamos a llevar encima por muchas generaciones. Estas pérdidas van a estar conmigo siempre.
Cuando desplegaba las piedritas de ese territorio que es Humo rojo, Suez recordó la Guerra del Paraguay. “Los indios y los negros murieron en primera fila; por eso no tenemos casi población negra porque fueron carne de cañón –subraya–. Laurentino es un personaje especialmente entrañable en la novela, él ve muchas cosas pero después tiene que adaptarse a las leyes rigurosas de un patrón. Laurentino está solo en el mundo y se va sin la solidaridad de nadie. A Laurentino lo construí para que pueda vivir en manos del lector, ya no me pertenece más. A lo mejor hay una salida para Laurentino, yo dejo abierta la puerta.” Nada oculta más que la supuesta transparencia de la prosa de esta narradora cordobesa. En sus páginas fluyen la incertidumbre, las fisuras y las ambigüedades. “Mientras escribía tenía en el escritorio Eisejuaz de Sara Gallardo; me daba seguridad y me hacía sentir en clima. Es muy fuerte cómo las lecturas son fundamentales en la pasión y necesidad de contar. Sin la lectura, no podríamos escribir.”
–¿De Sara Gallardo le viene ese afán por visualizar su mundo narrativo?
–Sí, tengo gran admiración por la escritura de Sara Gallardo, que la rescató tan bien Leopoldo Brizuela y me la acercó de nuevo. Admiro la capacidad de visualizar que tiene, sin duda, algo que busco también, tal vez influida porque estudié cine. Tengo la necesidad de que lo que cuento se vea. La máquina de la ficción trabaja de la misma manera que en la vida: avanzamos con tropiezos y vamos tratando de resolver no lo que queremos, sino lo que podemos.
–Laurentino podría ser visto como la víctima principal de Humo rojo: se queda huérfano, pero antes vio cómo su madre ha sido usada y abusada por el padre de Oskar...
–En el indio, el silencio manda. Laurentino es el sumiso, el obediente, y su palabra no vale. El territorio en el que mejor me siento es el de los más débiles. En general, mis personajes son marginales; me interesan las criaturas invisibles. Empecé los borradores de una nueva novela, que ocurre en las últimas tolderías durante el exterminio de Roca, cerca de Bahía Blanca. Y estoy preocupada por una niña adolescente que es hija de madre india y padre blanco, pero ella se siente india. No es casual este cambio porque he dejado de lado mis ancestros. Ahora estoy escarbando en los orígenes de la tierra, abriendo un túnel como un topo. Muchas veces me preguntan en Córdoba por qué no escribo de Córdoba. ¿Por qué hay que escribir del lugar donde uno vive? Para mí la literatura está más allá del lugar.
–Muchos de sus personajes son vulnerables a la mirada de los otros. ¿Por qué tiene tanta importancia esta cuestión?
–Los ojos hablan, y siento que también escriben, aunque el otro no pueda leer. En esto, a veces, podemos pasar por analfabetos, ¿no? Cuando estamos mirando a otro, creemos que nos dice algo pero no podemos ver lo que el otro está pensando; vemos lo que queremos. Creo en las lecturas infinitas que podemos hacer de las miradas. Cuando Laurentino levanta la cabeza una sola vez en la novela y puede mirarlo a los ojos a Wilhelm, esa mirada es significativa porque nunca pudo mirar. Aunque ve, no puede mirar porque no tiene derecho. Los escritores tenemos que empezar a construir un nuevo territorio, que estuvo negado y olvidado por la historia oficial. La historia oficial nos contó una historia que es más ficcional que la que podemos construir los escritores; no es creíble. En cambio en la ficción, los escritores tenemos que trabajar permanentemente para hacer verosímil el texto a ese lector testigo en el que creo profundamente. Y que al ser testigo es como un sobreviviente y puede contar la historia a los otros. Un escritor es un solitario relativo. Uno está solo cuando trabaja, pero está todo el tiempo pensando en los personajes. Y va apareciendo un lector potencial que sé que es más inteligente que yo y que los personajes, y que va a cuestionar esa verosimilitud. La literatura es un oficio maravilloso, es una máquina que trabaja en la oscuridad de uno mismo.
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