Vie 26.05.2006
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LUCES Y SOMBRAS DE MARTIN HEIDEGGER, A TREINTA AÑOS DE SU MUERTE

El ser y el tiempo en la tempestad

Escribió la obra filosófica más influyente del siglo XX. Su pensamiento complejo, oscuro y radicalmente original dejó marcas en intelectuales de diverso signo ideológico, pero su figura sigue siendo objeto de polémica por su temprana adhesión al nacional socialismo.

› Por José Pablo Feinmann

Ser y tiempo aparece en 1927. Su autor es un joven discípulo de Husserl, de quien se esperaba en el ámbito académico de Friburgo una obra importante para concederle cátedras importantes. Heidegger cumplió con ésa y con todas las exigencias de la filosofía. Escribió la obra filosófica más influyente de su siglo, el de las guerras. Ser y tiempo parte de la pregunta por el Ser. Heidegger pasará su vida y escribirá toda su obra en torno a esta cuestión. Si hay que decirlo con sinceridad: nadie sabe qué es el Ser, nadie lo vio, y no es porque muchos, siguiendo al maestro, no hayan transitado sus días con esa pregunta en ristre. Hacia el final de su vida Heidegger se acerca al zen y es muy posible que el Ser haya sido, finalmente, una entrega absoluta a un absoluto, es decir, una expresión mística antes que filosófica.

Como haya sido, Heidegger tiene varias etapas en su filosofar. En la primera el Dasein (Da-sein = ser-ahí), que vendría a ser el HOMBRE, tiene un lugar privilegiado: es el único ente que se pregunta por el Ser. La pregunta por el Ser adviene al mundo por el hombre. El Dasein tiene existenciarios, uno de los cuales, su ser-para-la-muerte determina la autenticidad o la inautenticidad de la existencia. Heidegger no termina Ser y tiempo por, dice, insuficiencia de lenguaje. Pero, si afinamos la visión, no es arduo advertir que el Dasein no está demasiado lejos (o acaso sí: lejos, pero no ajeno) a Descartes y a Kant. Podríamos decir con Descartes: el hombre es ese ser por el cual la duda adviene al mundo. De Heidegger dijimos: el hombre es ese ser por el cual adviene al mundo la pregunta por Ser. Los existenciarios de Heidegger funcionan como las categorías del entendimiento kantiano. Y si el Dasein, es decir, el serahí es el AHI del Ser, todo se vuelve sospechoso de centralización del sujeto, algo que Heidegger quería evitar. Incluso Sartre, en una muy lúcida objeción, dirá, en El ser y la nada, que el estado de arrojo del Dasein es un existenciario. En suma, que si el Dasein está en estado de arrojo es porque uno de sus existenciarios lo obliga a ello. Sartre postulará una conciencia sin contenidos que estalla desde sí hacia fuera y no por algún mecanismo categorial interno.

Heidegger decide variar las cosas y realizar lo que llama su “viraje” (Kehre). Ahora ya no será el hombre el ahí del Ser sino que será el Ser el que “se retira” ante el olvido del hombre y su entrega a los entes por medio de la técnica (Gestell). Aquí llega Heidegger a una época fructífera de crítica al capitalismo. Este sistema, en su afán por dominar y tecnificar los entes, acabará por devastar la tierra. Este segundo Heidegger (el de la historia del Ser) será el que utilizarán los ideólogos de la izquierda francesa en la década del 60. Apresurados por salir del marxismo (y de Marx) encuentran en Heidegger al único gran filósofo (al único grande que puede reemplazar al otro grande declarado caído, Marx) que contiene en sí una crítica al capitalismo. Pero Heidegger no está contra el capitalismo para librar a los oprimidos de su opresión. Su horizonte (como el de un buen conservador) está atrás: son los griegos. No se trata de volver a ellos porque ellos todavía “están”. En el Discurso del rectorado, de 1933, en que acepta el puesto de rector nacionalsocialista de la Universidad de Friburgo, Heidegger, ante un auditorio colmado de jóvenes de las SA, dice: “El origen es aún”. Con lo cual traza el eje Atenas-Berlín. Los griegos están con nosotros. Son “aún” porque no están atrás sino que son nuestro ejemplo actual y la meta hacia la que debemos dirigirnos. Y concluye con una cita trucada de Platón (a quien, por otra parte, despreciará siempre) que dice: “Todo lo grande está en medio de la tempestad”. Introduce la palabra nazi “Sturm” para fascinar a su auditorio. Heidegger era un maestro de oratoria y un gran profesor.

Cerca de diez meses dura su rectorado. Renuncia poco antes de la noche de los cuchillos largos porque su puesto dependía de las SA de Ernst Röhm queson sacrificadas en esa jornada que se lleva más de mil muertos en dos días. Pero su período nazi no dura 10 meses como dicen aún algunos franceses (Philippe Lacoue-Labarthe) sino que en 1935, en sus clases de Introducción a la metafísica, aún habla de la grandeza y verdad del nacionalsocialismo. Este texto, intocado, habrá de publicarlo en los comienzos de la década del 50. Atónito, indignado, un joven Jürgen Habermas abominará de esta actitud. ¿Qué se le pedía a Heidegger? Una palabra de arrepentimiento. Se la pidió sobre todo Paul Celan, el más adecuado para pedírsela.

Hacia los finales de la década del 30 empieza a dar sus seminarios sobre Nietzsche que, según él, son su verdadera discusión con el nazismo. Es cierto que no traza un Nietzsche biologista, como lo hace la oficina de publicaciones que dirige el rudimentario Alfred Rosemberg, ahorcado en Nüremberg. Heidegger encuentra en Nietzsche la realización, la culminación de la metafísica de la subjetividad. Llegamos al punto: si Heidegger cree que el sujeto (capitalista) cartesiano implica el surgimiento del poder sobre los entes (el dominio del mundo a través de la técnica) con el hombre que Descartes pone en la centralidad en tanto sub-jectum en reemplazo del Ser y culmina en la voluntad de poder nietzscheana como expresión de la conquista imperial de ese hombre capitalista del cual Marx había dicho que habría de destruir el planeta si no se lo contenía, es evidente que esta interpretación es correcta. Pero se puede leer desde otros ángulos y sin la parafernalia de la “historia del Ser”.

Claro que sí: el homo capitalista surge con Descartes y con la voluntad nietzscheana empieza su expansión ilimitada de conquista. Cualquiera puede estar de acuerdo. ¿Necesitaban los franceses ponerse de rodillas ante Heidegger y Nietzsche para tan transparente y accesible demostración? Sí, porque buscaban más. Querían liquidar al hombre. Tanto Al-thusser como Foucault leyeron como un texto sagrado la Carta sobre el humanismo en la que Heidegger mata al hombre, o lo pone de pastor del Ser. Y liquida el humanismo, justo cuando Sartre (de quien Heidegger, utilizado para ello por esta “izquierda heideggeriana” francesa, es el verdadero verdugo) proclamaba “su” humanismo. Necesitaban liquidar la dialéctica: Deleuze leyendo a Nietzsche, vía Heidegger, recurrencia a Spinoza, huyendo, claro, de Hegel, otra víctima de Heidegger. Necesitan escapar de la historia: Heidegger y Nietzsche ofrecen una historia no lineal, discontinua (aquí, El fin de la modernidad de Gianni Vattimo, es un texto casi patético: Vattimo inventa la noción de “dialecto” para expresar los infinitos fragmentos en que la historia se ha desperdigado, tornándola incomprensible). Aliados de los posestructuralistas vienen los posmodernos. Todos ellos abrevando en Heidegger y Nietzsche. Y, por fin, Derrida. Quien toma la crítica de Heidegger a la “metafísica de la presencia”, que es una lectura, entre otras, de La época de la imagen del mundo, un brillante texto de Heidegger. De la metafísica del sujeto saca el fonocentrismo, el logocentrismo, todos los centrismos que obseden a Derrida. Del concepto de “destruktion” que aparece en Ser y tiempo y en las páginas de Qué es eso de la filosofía Derrida saca el concepto de deconstrucción.

Derrida habrá de decir que sus coetáneos muy tempranamente se opusieron al “marxismo” o al “comunismo” de hecho (la Unión Soviética, la Internacional de Partidos Comunistas, y todo lo que se seguía de ello, es decir, tantas y tantas cosas) pero entendían hacerlo por motivaciones distintas a las conservadoras y reaccionarias (Espectros de Marx, p. 28). No puedo seguirlo en este rico desarrollo. Pero sí digamos que Derrida afirma que “para nosotros (...) el alarde mediático de los discursos actuales sobre el fin de la historia y el último hombre se parecen muy a menudo a un fastidioso anacronismo” (p. 29). Ellos ya habían dado por muerto al comunismo “desde los procesos de Moscú a la represión en Hungría” (p. 29).Bien, el tema es ¿por qué huir de Marx para huir del comunismo o aun del marxismo? ¿Por qué el seguidismo a Heidegger y aun a Nietzsche, el filósofo, sin duda genial, de la bestia rubia germánica? ¿Por qué matar al hombre, a la historia, al sujeto, al autor, al estilo, la dialéctica, la praxis, la lucha de clases? ¿Por qué refugiarse en el lenguaje como el pastor del Ser? No puedo tratarlo aquí. Pero digamos que el precio de salir de Marx en busca de un nuevo “grande” desde el que criticar al capitalismo los llevó a caer a los pies de un fascista. De un genial fascista, del más genial filósofo del siglo XX. Y ahora, ¿qué hacer?

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