› Por Silvina Friera
¿Quién se atrevería a poner en cuestión el hecho de que Martin Heidegger es el filósofo más influyente del siglo XX? Quizá nadie, o muy pocos. Pero a 30 años de su muerte, el autor de Ser y tiempo (1927) sigue siendo una llaga en la filosofía occidental. Su apoyo explícito al gobierno nacionalsocialista de Hitler –en 1933 fue rector de la Universidad de Friburgo– dejó abierta una herida difícil de cicatrizar (ver aparte), que a veces se transforma en un obstáculo para que sus textos puedan ser leídos sin prejuicios. No viene mal recordar que Rüdiger Safranski en Un maestro de Alemania se negó a homologar la obra de Heidegger con el nazismo, escoria doctrinaria que alentaba el Führer, sin olvidar, por cierto, que “las andanzas políticas” del filósofo alemán aún producen espasmos. Pero también provoca una sensación similar ese pensamiento complejo, oscuro y radicalmente original, que dejó marcas profundas en intelectuales de todas las tendencias, y que están fuera de toda sospecha ideológica, como Jean-Paul Sartre, Hannah Arendt o el poeta Paul Celan.
Al postular que el fenómeno es el ser mismo que se manifiesta, y el ser, a su vez, no es otra cosa ni es más que lo que se manifiesta, el filósofo alemán vuelve a poner en el tapete lo que decía el viejo sofista Protágoras: “El hombre es la medida de todas las cosas”. Para Heidegger, la tarea de la filosofía consiste en determinar plena y completamente el sentido del ser. La pregunta central que él se plantea es ¿qué es el ser?, ¿qué es existir?, o bien ¿cuál es el sentido del ser, de la existencia? La forma específica de ser que corresponde al hombre es el “Ser-ahí” (Dasein), en cuanto se encuentra abocado a “Ser-en-el-mundo”. La distinción de la filosofía moderna entre un sujeto encerrado en sí mismo, que se enfrenta a un mundo totalmente ajeno, es inconsistente para Heidegger (“gran deconstructor del sujeto cartesiano”, según José Pablo Feinmann): el ser del hombre se define por su relación con el mundo, que es además práctica antes que teórica.
En una segunda etapa, inaugurada con Carta sobre el humanismo (1946), el filósofo estudia la historia de la metafísica como proceso de olvido del ser, y como caída inevitable en el nihilismo. Este llamado “segundo Heidegger” se acerca al arte como lugar privilegiado donde se hace presente el ser, pero también propone rehabilitar los saberes teórico-humanísticos, con el objeto de mostrar que lo constitutivo a todo hombre en cuanto tal no es su capacidad material de alterar el entorno, sino la posibilidad que tiene de hacer el mundo habitable: el hombre debe comprender que no es “el señor del ente sino el pastor del ser” y que “el lenguaje es la casa del ser”. Esto implica, entonces, que el lenguaje y en general la conciencia, es decir la capacidad de interrogarse del Dasein, son los elementos que constituyen al hombre en cuanto hombre. Durante esta etapa se produjo el acercamiento de Paul Celan, poeta judío-rumano cuyos padres habían sido asesinados en un campo de exterminio nazi, a la obra de Heidegger. El “contacto” se produjo gracias a la intermediación de la escritora Ingeborg Bachmann, quien había escrito una tesis doctoral sobre el filósofo alemán. A principios de los ’50, Celan leyó y anotó un puñado de textos decisivos del filósofo: Ser y tiempo, Introducción a la metafísica y Caminos de bosque. El poeta estaba principalmente interesado en los comentarios de Heidegger sobre Hölderlin, Stefan George y Trakl. Y aunque al principio vaciló, se animó a visitar al filósofo, a fines de julio de 1967, en la famosa cabaña de Todtnauberg, que dio título al poema que Celan escribió sobre ese encuentro. El poeta esperaba una “palabra del corazón”, escuchar a un hombre arrepentido por los crímenes del nazismo y su adhesión al nacionalsocialismo. Pero no hubo ni una palabra; sólo silencio y un olvido que duele.
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