Domingo, 28 de mayo de 2006 | Hoy
LA CANTANTE Y AUTORA HILDA LIZARAZU FESTEJO VEINTE AÑOS DE CARRERA
Las dos décadas tal vez no sean muy exactas, tal como reconoce. Pero marcan un recorrido que va desde fotografiar a rockeros en los comienzos de la década del ’80 hasta formar un dúo de culto, cantar con Charly García, refugiarse en un lejano paraje de Córdoba y regresar con gloria.
Por Cristian Vitale
Bar de Palermo. De la nada, aparece una hippie vendiendo aros, pero cuando ve el grabador y se da cuenta que es una entrevista, se tapa la boca, abre los ojos grandísimos y queda callada diez segundos. Hilda Lizarazu, con absoluta simpatía, la serena. “Te hiciste famosa, che; tu voz quedó en la cinta.” No importa que no le compre su bijouterie. La hippie se relaja, se ríe y se va. Después, mientras se muestra curiosa por saber –off the record– qué pasa con la música de hoy en Argentina, se trenza en elogios sobre el último disco de Bebel Gilberto con el dueño del bar. En segundos, sus palabras mezclan La era de la boludez, de Divididos –“que ese disco haya trascendido fue un tiro para el lado de los pobres”, dispara– con su moderado afecto por la bossa nova y la curiosidad que le provoca que algunos artistas importantes la peguen alguna vez –incluye a Charly García– y que otros músicos, más importantes aún –Spinetta– no hayan tenido la misma suerte. “Qué misterio, ¿no?”
Hilda Lizarazu cuenta su vida artística a Página/12. Una historia que va desde fotografiar a rockeros de los primeros ’80 hasta formar un dúo de culto como Man Ray, cantar para uno de los mejores Charly de la historia y refugiarse en un lejano paraje de Córdoba para tener una hija y dar a luz los temas de su primer disco solista. Una historia que, en la charla, se puebla de algunas instantáneas: ella haciéndose amiga del fotógrafo e intercambiando secretos del oficio que alguna vez le salvó la vida; ella señalando y elogiando a Verónica Condomí –una de las mejores cantantes locales, que alguna vez fue parte de MIA junto a Lito Vitale– que camina sin percatarse por plaza Serrano; ella convidando unos confititos verdes, feos y redondos que sólo ella conoce; ella sorprendiéndose con la conversión al evangelismo de Peter Green ¡en 1970! o, simplemente, recordando su visita a Nono en una de las sesiones de grabación de Esperando el Milagro de Las Pelotas y chusmeando –“Sokol es más popular, pero Germán (Daffunchio) es un gentleman, eh”–. En no más de diez minutos, la vasca de ojos grandes relata como una minihistoria fotográfica del rock nacional, mechada con actitos de nena y sorpresas anacrónicas como la del lejano guitarrista de Fleetwood Mac. No hay otra manera de entrar a su mundo que no sea entendiendo desde dónde lo mira, como si nunca hubiese podido sacarse el lente. “En un momento me denominé fotocantante”, dice y está todo dicho.
Una de las polaroids –Traslasierra– la acerca al momento clave de su vida: Sensacate, el paraje cordobés en el que se ocultó tres años, donde tuvo a su nena Mía –a quien le dedicó Primera flor– y compuso la mayoría de las canciones del que todavía es su último disco: Gabinete de curiosidades. “Aún tengo presente la vivencia. Cómo olvidar haber vivido en un paraje en medio de montes, en una casa centenaria y enorme, que había sido pulpería, y que fue la primera cuna de mi hija y de mis primeras canciones como solista”, evoca. Se nota que la experiencia le caló profundo. Parece que aún sus oídos perciben el silencio profundo de la siesta –“venían amigos de Buenos Aires y me decían ‘cómo te bancás este silencio’”– o estar hablando con dos –casi– amigos gauchos, que conoció tal vez cruzando mates y tortas fritas, cuyos nombres dicen todo: Eligio y Cesaro. “No me mimeticé con ellos, porque no fui a integrarme, pero la pasé muy bien. Fue como un viaje fantástico. A cinco kilómetros tenía Jesús María y a 30 cuadras, Sensacate, un paraje en el que viven 700 habitantes. Mi intención fue hacer un desprendimiento citadino; cambiar el rollo.”
–¿Hubo alguna causa particular para el regreso?
–Había estado cuatro años hecha un algarrobo y tenía la necesidad de volver. Además, amo Buenos Aires. La prefiero mil veces a Nueva York por sus plazas, paraísos, magnolias y jacarandaés; no me fui detestándola, pero cuando retorné, el mayor choque fue el sonido. El audio de acá es fortísimo.
Dato clave. Si para entender el sonido bucólico y calmo de Gabinete de curiosidades hay que prestar atención a lo que Hilda cuenta sobre Sensacate –Acuarela de los montes, Primera flor y Microclima hablan de ello–, para fantasear acerca de lo que vendrá es necesario centrarse en su antítesis: la reconexión de la cantante con la urbe. Más allá de insertar a su hija Mía en el jardín de infantes y reconectarse con las luces porteñas, Lizarazu tiene varias canciones posbucólicas que mostrar. Una de ellas, Palermo Hollywood, habla por sí. “Las nuevas canciones son como postales de mi vida presente: Palermo Hollywood conlleva una mirada irónica sobre esta ciudad con cardúmenes de turistas. Es una postal como Noche de invierno y Niebla, que son también impresiones propias”, dice. Las tres, junto a viejos éxitos de Man Ray y parte de Gabinete de curiosidades, fueron lo que salió a flote en su presentación de La Trastienda, con la excusa de festejar 20 años de carrera. Pero ni ella se lo cree. O al menos duda. “En realidad son más, lo que pasa es que me gustó la frase ’20 años no es nada’ del tango; lo redondo del número queda lindo, ¿no?”, ironiza. Es verdad, porque en 1985 –o sea, hace 21 años– ya había reemplazado a Fabiana Cantilo en Los Twist –ella era la voz en La máquina del tiempo– y, aun antes, había colado voces en Virus, Suéter y varios proyectos under de los encendidos 80. “Vamos a grabar el material para editar un DVD en breve y me va a acompañar una banda nueva: Federico Melioli en bajo, Amílcar Vázquez en guitarra, Claudio Salas en batería y el chico ruido Lito Castro en programaciones”, se entusiasma.
–¿Cuántos años lleva con la música entonces? Está claro que los números redondos están sujetos a la arbitrariedad de quien quiere vender un show.
–Depende, qué se tome como parámetro. En realidad, mi primer contacto con la música fue a los ocho años, cuando mi papá militar me regaló una guitarra. El fue el primero en reconocer que yo estaba muy alerta al sonido de las cosas. Con el tiempo, comencé a descubrir los acordes de la viola, mirando folkloristas en tevé de blanco y negro. Lo mío es puramente autodidacta.
–Mientras era pupila en un colegio primario, ¿qué determinó en su vida haber pasado semanas encerrada en una escuela?
–En principio, algunos tintes nostálgicos que deben permanecer en mi espíritu. También, una herramienta de supervivencia: un fusible que me protege de los dolores fuertes. Al vivirlo de chica, me enseñó a protegerme emocionalmente. Puedo ser desprendida como un clavel del aire que está en una rama y que puede vivir así, hasta que lo pasan a otro continente y de golpe se tiene que adaptar.
–¿Se refiere a su adolescencia en Nueva York?
–Sí, me fui a los 12 años y me quedé hasta los 17. Allí pasó mi secundaria y mi primer aprendizaje serio de las artes y la música. Conocí la fotografía y otra cultura bastante más emparentada con el rock.
–¿En ese momento primaba la fotografía por sobre la música?, ¿ya lo tenía definido?
–Entre los 15 y los 16 proyecté que iba a ser fotógrafa cuando terminara la secundaria. Pensaba especializarme en la universidad, pero cuando volví me cambió el panorama. Si bien empecé a trabajar como fotógrafa, de a poco me fue absorbiendo el under porteño. Empecé a participar en coros de grupos chicos, y de golpe me vi rodeada del movimiento de los ’80: el Enstein, Zero, Soda, Sumo.
–El péndulo de su vida se fue corriendo hacia el lado de la música, ¿en qué lugar fue quedando la fotografía?
–A mediados de esa década me ganaba la vida sacando fotos a músicos. Trabajé con Gloria Guerrero en Humor, también en El Porteño, en Mutantia, en la revista Rock and Pop. Pero ya interactuando con músicos desde un lugar externo al candelero. Hasta que Los Twist, bueno, me metieron en el candelero.
–¿Cuáles son los retratos ro- ckers que más disfrutó hacer?
–Hay uno de Luca Prodán que me parece muy atípica. El está muy tranquilo, mirándome de frente y en una actitud que pocas veces se le vio. Muy limpio y con una mirada calma. Igual, es una asignatura pendiente para mí: me gustaría editar un libro con todas las fotos que saqué a los rockeros.
–Es recurrente pensar en lazos entre la fotografía y la música. ¿Cómo se manifiestan?
–Están hermanadas. Desde una canción se puede describir una imagen, especialmente desde las letras, ¿no? O viceversa. Sola en los bares, me nació mirar un travesti que estaba parado en la calle, desde un colectivo. En el primer disco de Man Ray hay un ojo, que es precisamente el del fotógrafo. Siempre estuve tejiendo entre una disciplina y la otra.
–¿Man Ray fue un grupo o un dúo? Siempre fue confuso el límite.
–Un dúo. El problema fue que ni Tito (Losavio) ni yo asumimos ese rol, y decíamos que era un grupo. Entonces, les abrimos las puertas a los músicos. “Denle muchachos, entren y compongamos todos.” Pero hoy reconozco que no aceptamos el rol de líderes tal vez por una cuestión de falsa modestia o falso socialismo: creo que todo hubiese sido más claro si el binomio Lizarazu-Losavio hubiese estado instalado como tal. No asumirlo trajo confusión y me terminó desgastando. Por eso nos separamos.
–¿No pesaron causas económicas también?... Larga Distancia, el último disco, no tuvo el mismo éxito comercial que Perro de Playa, por ejemplo.
–No. Ante dudas y temores, yo siempre busco que me dé placer lo que hago, sin pensar en el mercado. No es que diga “no quiero tener público”, porque de hecho estoy haciendo una nota y me expongo, pero cuando el marketing pese más que hacer canciones voy a terminar con mi carrera. No quiero perder la esencia del placer que, para mí, es la de crear canciones.
–¿Esa búsqueda del placer fue la que la llevó a irse a Córdoba?
–Fue una necesidad de abstraerme de la ciudad. De limpiarme y buscar otro paisaje. Busqué correrme de la escena: no estaba contenta y ni siquiera me daba placer tocar. Con Man Ray tenía responsabilidades que no quería tener, no porque no fuera responsable sino porque sabía que le iba a mentir a la esencia de la que hablé. Ese viaje fue una fantasía colectiva que pude cumplir. Cuando desarmaba mi casa y me llevaba las cosas, todos me decían “qué bueno, estás cumpliendo el sueño de tantos de nosotros”. Después de todo, elegí una profesión que bordea la libertad: no tener que fichar en un trabajo es una gran cosa, ¿no? Soy free lance y amo serlo.
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