EDGARDO COZARINSKY HABLA DE “TRES FRONTERAS”, SU NUEVO LIBRO
El escritor y cineasta prefiere “la solidaridad emocional que me despiertan aun los personajes más aberrantes”. Además, prepara un libro “muy curioso” sobre cines desaparecidos.
› Por Angel Berlanga
El cosmopolitismo, el gran abanico de escenarios, de nacionalidades de personajes, de épocas del siglo XX, es uno de los sellos distintivos de los cuentos de Tres fronteras, el volumen que acaba de publicar el narrador y cineasta Edgardo Cozarinsky, autor de los libros La novia de Odessa y El rufián moldavo, director de Ronda nocturna y de El violín de Rothschild. Esa multiplicidad puede extenderse a la gran cantidad de obras que este hombre, que vivió entre 1974 y 1999 fuera del país y que ahora pasa aquí buena parte del año, presentó en los últimos tiempos, desde la pieza teatral Squash a la microópera Raptos, estrenada en el Centro de Experimentación del Teatro Colón, trabajos que se suman a ensayos, documentales y películas. “En este momento estoy concentrado en la redacción de una novela”, dice Cozarinsky, que anticipa, además, que en la segunda mitad del año aparecerá Palacios plebeyos, “un libro muy curioso sobre los cines desaparecidos, un tercio ensayo, un tercio chisme, un tercio cuento: parte desde lo factual para levantar vuelo hacia lo imaginario”.
Esa composición –y acaso proporcionalidad– puede intuirse en los relatos de Tres fronteras, escritos a lo largo de los últimos tres o cuatro años y presentados en el Malba. En El ídolo de Beyoglu, por ejemplo, se entrevé al conscripto clase 1939 Cozarinsky que asiste a un bar atendido por un turco que tal vez no les cobre a él ni a sus compañeros con tal de que lo escuchen contar sobre la mujer del afiche exhibido, una pulposa artista griega con la que se acostó, dice, allá en Estambul. Ese carácter esquivo para la casilla del género queda claro con lo que cuenta acerca del único cuento ya publicado, Las chicas de la rue de Lille: “Apareció como texto de memoria en El pase del testigo y me observaron que era difícil distinguir entre lo que era ficción y no ficción en mi prosa. Así que decidí volver a publicarlo, con mínimas alteraciones, en un libro de relatos”. No es más ni menos “documental” que El fantasma de la Plaza Roja. En ese cuento evoca su última noche con Enrique Raab, el lúcido crítico cultural que fue secuestrado durante la última dictadura.
–Muchos de los personajes de sus cuentos andan, de alguna forma, marginados. ¿Qué le resulta atractivo de esa condición?
–Es que sólo logro interesarme en personajes extranjeros a las estrategias de poder que imperan en la sociedad en que vivimos. Si tuviera que ocuparme de los “triunfadores” de nuestro mundo sólo podría hacerlo en clave satírica, y es algo que no me interesa. Me gusta explorar la solidaridad emocional que me despiertan aun personajes tan aberrantes como el de El número del hijo, ese judío que cambia su identidad.
–Otro rasgo que aparece bastante en sus relatos es la conexión entre sexo y dinero. ¿Tiene alguna especie de observación sobre la ligazón de ese asunto?
–Creo que es un dato de la realidad y me interesa por dos aspectos: primero, porque el paso de dinero siempre es simbólico. Y luego porque el tráfico de influencia entre personas de distinta edad y condición es en sí mismo un argumento erótico. En su sentido profesional, la prostitución no me interesa demasiado: si la exploré en Ronda nocturna fue porque me parecía una llave para transitar velozmente entre ambientes y situaciones que no se abren ante personas que ejercen otro oficio. Pero en la sociedad en la que vivimos, todo trabajo rentado se ha convertido en una forma de prostitución, de venta de nuestro tiempo, de nuestra capacidad, de nuestra presencia, de nuestra vida.
–El escritor de En tránsito, ¿es algún autor específico?
–Ningún personaje mío es alguien. Los compongo a partir de elementos dispares que puedo ensamblar en un todo que a veces es coherente y otras, como lo somos casi todos, es incoherente. En Navidad del 54, un cuento que apareció publicado en La novia de Odessa, el escritor tenía mucho de Gombrowicz, pero para evitar esa identificación lo hice vienés, no polaco. En En tránsito el modelo es, desde luego, Walter Benjamin, pero todo está traspuesto: su magna obra inconclusa no es sobre las galerías comerciales del siglo XIX sino sobre las estaciones de tren; no va a suicidarse en Port Bou sino a morir en Auschwitz, etcétera.
–¿Cuáles suelen ser los puntos de partida de sus cuentos, qué los dispara?
–A veces puede ser una frase oída, o una cara vista en la calle, o un recuerdo o un sentimiento. Pero lo que me interesa es la puesta en relación, en “conversación” me gusta pensar, de elementos dispares, venidos de lados distintos. Se lo ejemplifico con un cuento: en el más largo de este volumen, el título Mujer de facón en la liga es una frase que le oí a menudo a mi padre entrerriano; el rapto como gesto amoroso, por otra parte, es un sentimiento que me ronda desde hace tiempo, y la idea de ubicar una historia de locura pasional en la mediocridad del peronismo triunfante (“Año del Libertador San Martín”, la canción Por cuatro días locos..., la necesidad de afiliarse al partido para obtener aun un puestito insignificante) quizá sea un exorcismo del horror de mi infancia vivida en esos años.
–“La literatura tiene que ver con una manera no sistemática de abordar la realidad, sin dejar a un lado lo imaginario.” ¿Podría ampliar esa frase suya?
–Creo que es algo que compartiría todo escritor que tome en serio su trabajo. La ciencia siempre ha ido a la zaga de lo literario. Leo, por ejemplo, a Marx y a Freud como escritores; su “saber” me parece prisionero del siglo XIX que los formó, pero sus intuiciones siguen iluminándonos.
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