OPINIóN
› Por Jorge Coscia *
El nombramiento de Araceli Bellotta al frente del Museo Histórico Nacional ha desatado una cadena de rechazos, editoriales y, también, de entusiastas adhesiones. No sorprende que un hecho que nada tiene de extraordinario, como el reemplazo de un funcionario por otro, pueda ser objeto de polémicas y opiniones diversas. Pero en este caso particular, se ha llegado a desmesuras y escandalosas omisiones que justifican una reflexión de quien escribe, responsable del ente en cuestión. Un editorial de un más que centenario periódico ha llegado a hablar de políticas culturales facciosas, comparables con las que llevaron adelante la Banda de los Cuatro en China, Stalin en la Unión Soviética o Goebbels en la Alemania nazi.
La omisión del editorialista reside en olvidar que esos nefastos personajes no desplegaron sus políticas “facciosas” en la Argentina. Aquí, en su reemplazo, tuvimos otras facciones resultado de reiterados golpes de Estado, como los de Uriburu en 1930, Lonardi-Aramburu en 1955, Onganía en 1966, y el remate genocida de 1976, con “la banda de los tres”, Videla, Agosti y Massera. En ese punto, el redactor debería recordar que nuestros facciosos criminales de Estado fueron recibidos con beneplácito por los mismos espacios editoriales que hoy repudian nombramientos impulsados por un gobierno democrático, legítimo y que ejerce atribuciones otorgadas por la Constitución Nacional.
Los que se desgarran las vestiduras por el nombramiento de Araceli Bellotta al frente del Museo Histórico Nacional han omitido su formidable trayectoria intelectual y sus antecedentes como directora del Complejo Museográfico Provincial Enrique Udaondo, el más grande del país. Durante cuatro años, a pesar de las dificultades presupuestarias, Bellotta logró abrir quince salas y mejorar las condiciones de tan importante espacio ubicado en Luján. Otra omisión consiste en pasar por alto que la historiadora ha publicado numerosos libros, fruto de un apasionado y criterioso trabajo de investigación, que la llevó a las fuentes de nuestra historia reciente.
Como funcionario he propuesto a Bellotta con la finalidad de trasladar sus méritos al mayor museo histórico que administra la Nación. Lo hice sin menoscabar los antecedentes del reemplazado, pero con el confeso afán de mejorar un área que puede ser optimizada y profundizar la labor museística del espacio, integrándolo al circuito de la zona centro sur de la ciudad. Allí se expande una parte fundamental de la historia argentina, con el Cabildo, la Casa Rosada, su Museo del Bicentenario, la Manzana de las Luces y el viejo Parlamento Nacional.
Luego de casi cuatro años de gestión, tomé decisiones que se corresponden con una concepción de la historia que jamás oculté y que algunos interpretan como una “nueva historia oficial hegemónica”. Nadie puede equivocarse: la historia oficial no es la que defendemos los que abrimos el debate. Nos interesa revisarla en el análisis de sus hechos y consecuencias, pero sin dejar de lado esta voluntad, mantenemos una diversidad de espacios: del Museo Histórico Nacional a los museos Mitre y Roca; del Instituto Juan Domingo Perón al Browniano e Yrigoyeniano. Nadie puede escandalizarse de que promovamos lo excluido, lo que fue censurado en décadas de construcción prepotente de una historia al servicio de los intereses más concentrados y egoístas del país. Los mismos que, cada vez que la voluntad popular cuestionó su hegemonía, conspiraron con golpes de Estado, o de mercado, para mantener sus privilegios. Siempre con el falsario grito de que se encuentran amenazadas la libertad, la República, o, en el caso de la historia, “la Academia”. ¿O acaso no se utilizó esa historia oficial para la política que tantas veces llevó a la Argentina a su inviabilidad y a la exclusión de amplios sectores? Una historia de pocos significa beneficio para pocos.
No hay otra historia oficial que la que construyeron los poderes concentrados con la amalgama de papel, sangre y colonización pedagógica. La nuestra es una mera defensa de la memoria. Que nadie tema la disidencia ni el debate. Ningún gobierno puede instalar una historia oficial: ella se construye con décadas de hegemonía y concentración del poder. Pero también con censura, monopolización de los medios, exclusión social e insularidad de las academias y universidades.
En estos días, y a treinta años del fin de la dictadura, la explicitación de la pertenencia política debería ser un mérito y no una ofensa. Sea en una pechera, en una canción partidaria o en los argumentos de un libro. La antipolítica es una de las armas más eficaces de los poderes que amenazaron la democracia. Un historiador defiende el pulso de Margaret Thatcher para asesinar a cientos de argentinos en el mismo diario que se horroriza por un nombramiento de quien reúne los mas sólidos antecedentes para dirigir un museo.
Las vestiduras rasgadas de quienes se sienten amenazados por meritorios nombramientos me llevan a la siguiente reflexión: en estas últimas tres décadas, con luces y sombras, la democracia ha tenido reiteradas amenazas y condicionamientos. Hoy, con avances y una evidente consolidación de sus reglas. Aun así, el mayor riesgo para su plena vigencia es la desmemoria. Sospecho que es ésa la razón por la que, con exagerado dramatismo, se discute en estas horas.
* Secretario de Cultura de la Presidencia de la Nación.
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