CHUCK BERRY TOCó COMO PUDO ANTE UN LUNA PARK LLENO
A los 86, el legendario cantante y guitarrista ya no está en condiciones de presentarse en público, pero su familia lo lleva de gira como para sacarle las últimas monedas.
› Por Mario Yannoulas
Un hombre no es su obra. La obra trasciende espacios, tiempos, es generosa, se fortalece siempre que alguien la retoma para hacer lo propio, puede incluso ser sacralizada. Los hombres, en cambio, son finitos, irrepetibles, contradictorios y muchas veces miserables. La humanidad frágil de Chuck Berry, envuelta en su adorable camisa de brillo carmesí, ponía al desnudo la debilidad de un cuerpo frente al paso de la historia. Su obra está entre lo más trascendente del siglo XX, influyó sobre los Beatles, Stones y Dylan, parió música y cultura, puso a varias generaciones patas para arriba. Pero hoy el guitarrista y cantante es un humano endeble que no está en condiciones de presentarse en público, y al que su entorno –principalmente su familia– hace girar por última vez, como si se tratara de sacudirlo para sacarle las monedas que le quedan.
Con apenas algunas anécdotas se puede pintar la malograda presentación del legendario músico norteamericano junto a su banda de Saint Louis del domingo, ante un Luna Park colmado por seis mil personas. Pero una parece alcanzar: Chuck Berry ya no recuerda cómo es “Johnny B. Goode”. Si un artista no es capaz de tocar su máximo éxito, el que probablemente haya interpretado en cada show de su vida, ¿qué se puede esperar del resto del repertorio? Es una imagen muy triste, como lo será el día en que Keith Richards olvide cómo hacer “Satisfaction”. El momento probablemente llegue, pero eso de ninguna manera puede ser un espectáculo.
Las primeras estrofas de la sempiterna “Roll Over Beethoven” le permitieron mostrar la potencia y claridad de su voz, y hasta salió airoso de “School Day”. Todavía quedaba la expectativa de que esos rasgueos fuera de tono fuesen un gesto de genialidad y no el de músico imposibilitado de saber no sólo dónde está, que sería lo de menos, sino qué canción está tocando.
Su hija, la cantante y armoniquista Ingrid Darlin BerryClay, asumió el rol de conectar el escenario con el público y de cantar todo lo que el viejo Chuck no recuerda. Otro de sus hijos, el guitarrista Charles Edward Berry Jr., le hablaba entre tema y tema –seguramente anunciando qué venía– y lo contemplaba desde un costado con una mueca incómoda. Chuck intentaba afinar, le pedía un “Sol” a la banda y sólo lograba destemplarla más. Después de pasar accidentadamente por piezas como “Sweet Little Sixteen”, “Memphis Tennessee” y “Nadine”, ya no había esperanzas de que el show pasara a ser aceptable. La banda estaba sumergida en la abulia y ni siquiera atinaba a dar respuestas, cuando la hija de Berry convocó a algunas chicas a bailar. Todo terminó con el personal de seguridad intentando echar por la fuerza a las decenas que subieron al escenario y que con su entusiasmo podían abatir al desamparado cuerpo del artista, que en su gesto ya no tenía humor sino una visible congoja.
La última mirada de Chuck Berry ante el público argentino fue más expresiva que cualquier cosa que se pueda decir sobre lo ocurrido el domingo. Sus ojos eran un oceánico pedido de disculpas: a todo aquel que sabe que su música torció la historia en su favor, pero fundamentalmente a todo ser humano con sensibilidad, se le tuvo que hacer un nudo en la garganta. Se retiró escoltado por dos asistentes que lo llevaron tras bambalinas casi arrastrando, mientras él intentaba hacer su característico “paso del pato”. El público, que en algunos casos había pagado alrededor de mil pesos por estar, se limitó a aplaudir con mucho respeto por ese prócer del rock & roll. No fue un show para el olvido, sino para el recuerdo: recuerdo de qué son capaces de hacer las personas con el autor de una obra inmortal. Por la paradoja de que algo que inventó se haya transacionalizado al punto de que sea rentable emprender una gira tan extensa sin ningún propósito artístico y que consista apenas en ponerlo frente a un micrófono para que algunos más puedan decir –esta vez con tristeza– “yo lo vi”. Dicho esto, al viejo Chuck, eternamente gracias.
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