ENTREVISTA CON MANUEL VICENT
El escritor habla de Viajes, fábulas y otras travesías, el libro que reúne los mejores artículos de sus recorridos por el mundo.
Manuel Vicent ha hecho del viaje una de las bellas artes. Sus novelas (Contraparaíso, Tranvía a la Malvarrosa, Son de mar) son relatos en los que la ficción se construye viajando y, en su tarea como escritor de periódicos, incluso en sus columnas, el viaje cumple un papel fundamental. Este periódico (El País, de Madrid) es el escenario de muchos viajes suyos, de los que ahora aparece una selección en Viajes, fábulas y otras travesías (Alfaguara).
–Usted siempre va con una maleta mínima.
–El espacio es infinito y esto significa que puede ser inmenso o mínimo; todo el universo cabe en una maleta pequeña si el espacio lo conviertes en una cosa mental, o sea, en una obra de arte.
–¿Y qué cabe en esa maleta mínima con la que hace los viajes?
–Caben seis camisas, seis calzoncillos, seis calcetines, los instrumentos de afeitarse, una chaqueta y tres pantalones, todo bien ordenado y bien doblado. Y cabe un block pequeño y un bolígrafo. Para los viajes muy largos, en los que tenga que atravesar el trópico, añado un sombrero de paja. Más que nada para que no se me escapen las ideas. El templo está hecho no para congregar a los fieles, sino para que los fieles no escapen de la asamblea. Más que para protegerse el sombrero es para que las ideas no se diluyan en el espacio.
–¿Y no lleva libros?
–No, libros no llevo. Para mí el libro es el paisaje y, sobre todo, la gente, los rostros de la gente. Llevarte un libro de casa es como ir a un buen restaurante y llevarte el bocadillo. Cuando voy a un lugar sólo me interesa el libro que la gente lleva escrito en su rostro.
–¿Con qué libro se ha hecho por ahí?
–En mi último viaje, por Sicilia, estuve en Siracusa; en la plaza principal hay un templo derruido de Apolo. Ese templo está guardado por una barandilla de hierro; junto a esa barandilla se reúne la gente mayor a charlar, se forman grupos y se debaten los problemas domésticos, mínimos, que se expresan en las facciones del rostro. Para mí esos gestos de esa gente normal, corriente, subalterna y tributable me parecen muchísimo más interesantes que toda la historia de Apolo. Después estuve en Stromboli viendo cómo el volcán vomita fuego. Bien, ese fenómeno de la naturaleza, si no está mancillada por el turismo, también lo veo como una manifestación muy pura que me atrae mucho.
–¿Y el viaje qué es para usted?
–Dar la vuelta alrededor de uno mismo. O, a lo sumo, alrededor de la cama.
–Su libro comprende 11 países y 18 ciudades.
–La primera parte son unos viajes que hice al corazón de Europa cuando España iba a entrar en el Mercado Común en los años ochenta. Viajé por toda Europa para conocer de primera mano todo lo que se nos venía encima. Como el tiempo ha pasado y los años distorsionan los hechos, las emociones y las sensaciones, ese tiempo ha convertido aquella literatura de viajes en literatura que se puede leer como fábula o ficción. La segunda parte son ciudades que en principio yo elegí porque me sonaban muy bien al oído; eran sonidos evanescentes que me recordaban lecturas de la niñez, y todo mi interés consistía en ir a esa ciudad determinada para ver si coincidía mi memoria con la realidad.
–¿Y coincidía?
–Nunca me llevé ninguna sorpresa, y tengo la sensación de que lo que uno sueña es de lo que vive, y los sueños siempre acaban por moldear la realidad que deseas.
–La última parte del libro lo lleva a Siracusa...
–Descubrí que en el hotel donde me hospedaba, por el que habían pasado Gide, Maupassant, Renan y todos los viajeros ingleses de principios de siglo... está edificado sobre una latomía, unas minas de piedra caliza que habían servido para levantar todos los dioses, templos, murallas, teatros y anfiteatros. El vaciado real de toda la mitología. Lo que existe de verdad es el vacío. En una de esas latomías, debajo de donde yo dormía, estuvo preso Platón, y ahí concibió el mito de la caverna.
–Un libro nuevo a las mesas de novedades. Dice usted que ahí las novedades se apuñalan.
–Por eso el mío nunca va o está poco tiempo. Ve el panorama y se larga.
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