Jueves, 24 de octubre de 2013 | Hoy
OPINIóN
Horacio González, en su carácter de director de la Biblioteca Nacional, participó en Panamá en el Congreso de la Lengua con representantes de treinta países de habla hispana. Las sesiones fueron inauguradas el domingo por el príncipe de Asturias y culminaron el miércoles.
Por Horacio González
¿Qué dice el príncipe de Asturias cuando debe abrir un congreso de la lengua? No sostiene un discurso trivial, con habituales solemnidades que a nadie extrañarían por partir del largo ejercicio al que acostumbran los congresos y simposios en su lista de proclamaciones, agradecimientos o juramentos admirativos hacia dignatarios, presidentes, ministros y premios nóbeles. No, consigue referir con cierta vivacidad el tránsito que hace el Quijote, como libro que acaba de salir de las imprentas españolas, por los imprevisibles caminos de la lectura en el Nuevo Mundo. ¿Y el propio Vargas Llosa, que a falta del rey de España en Panamá, es señalado en los discursos como la implícita autoridad indiscutida? Tampoco se excede en manierismos y efectismos, como sí lo hace el nicaragüense Sergio Ramírez, no obstante más aplaudido en razón de que sus alusiones metafóricas, facilitadas por años de apologías a la “magia del idioma”, lo hacen más aceptable. Vargas Llosa, que en Panamá presenta también su novela El héroe discreto –lo está haciendo en el mismo momento en que escribo esta nota–, estuvo próximo a esta palabra: discreto, pero le agregó cierto encanto a la discreción, si es que las dos cosas no son las mismas. Ejemplificó con un soldado colonial español cautivo de las tribus durante varios años, y cuando lo encuentran desgreñado apenas si reconoce su idioma. Lo contrastó con las crónicas del Inca Garcilaso, con muchos años viviendo en España, donde también siente la misma grieta en su conciencia, al ver cómo se rasga el recuerdo del idioma del incario. No son malos indicios para considerar el drama del idioma castellano a ambos lados del Atlántico, en su perspectiva histórica y su dilemática actualidad. Dos formas de uso de la lengua en circunstancias críticas de cautiverio, despojamiento y olvido. ¿Es de modo tan diferente que hoy están acechadas todas las lenguas? ¿Trató verdaderamente el Congreso este tema?
Sin embargo, en el Congreso prevalece el tema de la lengua como industria de la circulación de signos; como un reinado que tiene ahora su Eldorado en los millones de hablantes que de hecho representan un mercado transversal que recorre en flujos imprevisibles los países que tienen el español como primer idioma, pero fundamentalmente los que pueden pasar –como Estados Unidos o Japón– a cultivarlo como “segundo idioma”. Es evidente la relación entre expansión mercantil idiomática, enseñanza de la lengua, movimiento editorial y actividad en torno del gran relato de la “digitalización” y los viejos cimientos del “derecho de autor” en ardua discusión. ¿Congreso de la lengua? Sí, pero con énfasis en la lengua de negocios hablada en castellano como en el castellano hablando de lo que implica su propia fuerza retórica como negocio.
Aunque era imposible abarcar las infinitas ramificaciones temáticas imaginadas por el Instituto Cervantes, aquí y allá aparecían las hilachas irresueltas de esta gran mutación que pone en tensión la lengua castellana hablada en el mundo: ¿idioma donde aún hay ecos de Nebrija? ¿O es posible seguir asociando la experiencia de Nebrija como parte de una homogeneidad idiomática a construir en paralelo con las milicias conquistadoras? ¿Se podría proseguir con la fuerte intuición de que el castellano se fija en las obras –el Quijote, El Aleph, Los ríos profundos, Megafón o la guerra, Paradiso, El astillero, El crimen de la guerra, Facundo, Silva de la agricultura en la zona tórrida– antes que por la acción de los “senadores del idioma” o de los teóricos de la “cadena de valor del libro”? Es fácil decir que este congreso trató de ambas cosas con el mismo entusiasmo. Pero puede sospecharse que las intervenciones más interesantes son las que llamaríamos “culposas”. He aquí que surge el concepto de “relato”, tan agitado en la discusión argentina, por la boca de Juan Luis Cebrián, presidente del Grupo Prisa, al que nunca suele mentarse sin agregarse la palabra “poderoso”. No sólo no condena al “relato”, según el rápido diccionario fabricado en la Argentina del que resulta el sinónimo de “impostura” o “simulación”, sino que dice, ¡oh sorpresa!, algo así como “que todo es relato”. Da innumerables ejemplos en el sentido que sin un “relato” la acción humana pierde el tejido íntimo de su sentido. Pero se detiene especialmente en la invasión norteamericana a Irak, que necesitó del “relato de las armas nucleares de Hussein” para poder actuar con una “ética de convicción”. ¿Cómo, pues? ¿Había que venir a Panamá para enterarse de que el presidente del grupo que exporta normas narrativas para juzgar gobiernos “populistas” con la idea de que organizan una ilusión comunicacional puede libremente, al amparo de cierta protectora atmósfera académica, decir que ese “relato” ficticio costó millares de vidas e hizo aún más asfixiante el mundo contemporáneo?
Es que a veces los mejores discursos surgen paradójicamente de los personajes más encumbrados, cuando en un momento en que se escucha un rasguido terrible de conciencia, el discurso dicho o preparado por algún asesor permite que se vea el alma burocrática sorprendida por un raro descubrimiento. En estos congresos debe buscarse lo “fuera de lugar”, una vez deducida la lengua standarizada que proviene de la “teoría de la información”, de la “sociedad del conocimiento” o el pedagogismo lineal. No es que sean conceptos errados, sino que están indebidamente en el lugar de otra cosa que no es dueña de sus propios nombres –la revolución tecnológica se expresa con metáforas de viejas artes, la marinería, la arquitectura, los elementales juegos escolares–, y esos nombres que aluden a arcaicas denominaciones de la historia de la escritura (“tableta”) implican cierto abuso terminológico, al pasar hacia el plano empresarial a ideas que provienen de los más viejos tratos de la cultura. Un congreso de la lengua, antes que nada, permite percibir de qué modo los entendidos y académicos vacilan o aceptan indebidamente los nombres, que vienen de las más arcaicas especialidades de la vida cultural (gramáticos, filólogos) para situar demasiado fácilmente su nuevo lugar en el crítico mundo contemporáneo.
Un momento realmente interesante del congreso fue cuando el director del Instituto Cervantes hizo gala de una esperable cortesía ritual al mencionar al poeta nacional panameño Ricardo Miró, en su poema “Patria”, la sala repleta de miles de docentes de las escuelas del país, primero con un murmullo lejano y luego a voz llena, comenzaron a acompañar el poema, de indudable aire rubendariano. El rito ocasional repentinamente encarnaba en la memoria lectora escolar, siempre acechando. Demostraba que los ritos no son tan sólo su complacencia, sino su inesperado punto de emoción compartida. Justamente esta idea como lectura vinculada al sentimiento de drama (que es lo único que puede salvar a una memoria litúrgica), si no se lo tiene en cuenta, puede provocar que los globalizados planes de enseñanza del castellano como “segundo idioma mundial” queden sólo en manos de los conceptos que más se escucharon: “cadena de valor del libro”, “soporte informático”, “analfabetismo digital”, “industrial cultural”. La lengua peligrosamente cercana a los flujos financieros y a la lectura como una expansión territorial, cuando si algo constituye la lectura, es la elaboración de un territorio invisible sin estacas ni gerenciamientos de experiencias proliferantes que suenan muy próximas a la fantasmal equiparación entre lengua y negocios, lengua y poder.
Panamá vive en un torbellino globalizador. Es uno de los países que mejor representa este problemático concepto de circulación de mercancías, lenguajes y emotividades premoldeadas en un laboratorio monolingüístico, con la consiguiente cuota de inventing traditions. Balboa, el conquistador, es encumbrado al papel de “primer globalizador”, la moneda corriente es oficialmente el dólar aunque en una invisible contorsión semántica se lo llama “balboa”. Un problema esencial de la lengua, sus magníficos y reveladaores equivalentes. Bolívar, que había considerado el itsmo de Panamá su “itsmo de Corinto”, no consigue significar una partícula idiomática de historicidad específica, a no ser que también sea sometido a la plusvalía que fabrica no ya objetos sino sujetos expropiados, cuyo excedente es un tributo a la concepción de una expansión idiomática como un acto geoideomático y de planificación gramatológica en gabinetes de espectrales monarquías.
José Luis Moure, presidente de la Academia Argentina de Letras, hizo una interesante exposición sobre las diferencias entre el argentino Alberdi y el colombiano José Rufino Cuervo, como dos visiones de la autonomía idiomática latinoamericana, el primero acentuando un incisivo separatismo, el segundo lamentando una futura disgregación del castellano americano como le había ocurrido al latín siglos antes. Pero el Instituto Cervantes, que invitó a la discusión, y este artículo es la prueba, no podrá evitar esclarecer con criterios más precisos la diferencia entre la economía del libro, la geopolítica del idioma, la diversidad imperante hace siglos conviviendo con normatividades ciertamente más amplias, y el tratamiento del lenguaje como fuerza viva encallada en pliegues remotos de la conciencia, en magmas eruditos o plaquetas fijas del verbo individual derruido. La discusión sobre el Instituto Borges en nuestro país no pretende ejercer normatividades, forjar planes educativos ni regir los meandros de la industrial cultural. Este instituto es un ámbito de debates. Agradeciendo la invitación que el Instituto Cervantes nos ha hecho, también debe comprenderse que hay núcleos específicos de una discusión fundamental que escapa por todas las fisuras que estos congresos proponen. El lenguaje es precisamente esa fisura.
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