OPINIóN
› Por Hugo Urquijo *
Dos hombres esperan al costado de un camino a otro a quien dan en llamar Godot. Un Godot (¿Dios?) que no llega. O no responde. Es una instancia muda que no les envía otras señales que mensajes o mensajeros que los confunden aún más. Y no dejan de todos modos de ejecutar la acción más angustiante por la que un ser humano puede pasar: la espera. La única situación en la que el tiempo no NOS pasa. Lo sentimos pasar. Como un tic tac amplificado que nos anuncia que la muerte se acerca segundo a segundo. Seguir esperando es ya una acción absurda. Y más absurdo es todo lo que se intenta hacer para distraerse de esa angustiosa espera. Así nació el Teatro del Absurdo.
Dirigí Esperando a Godot en el Teatro San Martín en 1979, en la Sala Casacuberta, y la repuse en el ’80, en la Martín Coronado, en dos versiones opuestas en su estética y en su lenguaje escénico. Si no experimentamos con Beckett, ¿con quién vamos a hacerlo? En la primera, barroca, el escenario se poblaba por momentos de objetos. Pasaban las cuatro estaciones. Crecían lechugas y zanahorias, luego se secaban, venía el invierno. Nevaba. El árbol crecía a la vista del público y, del mismo modo, al final, se escapaba. Quería transmitir escénicamente la idea del paso de las estaciones y de los años.
Inútil abstraerse de la idea de que Beckett, cuando la escribió, vivía la desesperanza del ser humano respecto de la especie humana: dos guerras mundiales, una detrás de otra, el mundo empobrecido y diezmado, un genocidio atroz, las esperanzas rotas. Creo que nunca antes ni después tuve la sensación de tener entre manos un material dramático que, además de riquísimo, era como hecho de trozos de hielo. Tanto es el desaliento con que nos enfrenta como directores y actores.
Pretendí ir contra la obra mostrando el modo en que Vladimiro y Estragón se perdían la vida que pasaba a su alrededor. Inútil. La obra se imponía de cualquier manera. Entonces, al año siguiente la hice con el arbolito seco y esmirriado casi en el proscenio de la Coronado y el escenario pelado, desnudo y abierto hasta el fondo y hacia los costados. Como un infinito negro alrededor de los personajes.
A veces la desesperanza que transmite una obra remite al espectador a recuperar el sentimiento contrario. Eso pretendía yo en medio de la dictadura ignominiosa que vivíamos en esos años.
* Director, dramaturgista, médico psicoanalista.
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