Dom 09.07.2006
espectaculos

EL SOMBRIO PANORAMA DEL ROCK MODELO 2006

Músicos, una especie en riesgo de extinción

Mientras Callejeros da nuevos pasos en su regreso a la escena, el under se debate en una situación de alto riesgo. El post Cromañón impone costos inflados, inspecciones y reglamentaciones más allá de lo razonable y un esquema de negocios donde las bandas nuevas parecen condenadas a la asfixia.

› Por Cristian Vitale

“Hoy, un pibe no es un pibe sino 15 pesos. Esto nos involucra a todos”, dispara Luis López, cantante de Rescate Emotivo, revolviendo el trasfondo económico que desató Cromañón. La tragedia se llevó 194 almas y transformó a la más sublime expresión de la juventud de todos los tiempos –sea cuales fueran su género y su “calidad”– en un claro intercambio mercantil, en el que primero está el péndulo oferta-demanda, después la importancia de los mecenas para ubicar mejor sus números, después el ejército de productores que fabrican hits y, por último, lo que debería estar primero: la canción. La escena del rock post Cromañón evoca la palabra “cosificación”. Entre el primer y el último peldaño de la cadena de hombres-cosa que arman el espectáculo –productores, empresarios, inspectores, organizadores, auspiciantes– no existe una relación mínimamente humana. No prima la importancia de la obra artística como factor de comunicación, sino el número seco y frío. No es nuevo –siempre el rock fue un negocio, al cabo– pero Cromañón, con sus muertes, extremó el tufillo a dinero fácil.

Paulatinamente, lo que alguna vez fue un ámbito dominado por sus propios protagonistas se fue transformando en territorio de una naciente burguesía a la que le importa poco el rock en tanto expresión cultural. La “caza de brujas” que Gustavo Cordera presagió días después del 30-D en el Festival de Villa Gesell es apenas un pequeño detalle al lado de lo que Cromañón generó. El rock no murió –es imposible que eso suceda–, pero mutó. Por no cerrar una puerta de emergencia, les abrió la gran puerta a sus agentes externos.

A trazo grueso, luego de un año y medio del suceso, sus consecuencias –evitando entrar en el terreno judicial– se cuentan de a centenas. Se podría empezar por doce: 1) Un notorio aumento en el valor de las entradas para los shows. 2) Alquileres de lugares para tocar por las nubes. 3) Achicamiento de la competencia. 4) Grupos que tienen que “matarse” para conseguir un lugar donde expresar su arte. 5) Grupos que tienen que ir a la provincia de Buenos Aires, donde, al parecer, las leyes del juego son algo diferentes. 6) Siete, ocho, nueve bandas que monopolizan el mercado y doce mil ninguneadas. 7) Un mercado inundado de discos –facilidad tecnológica mediante– y seco de shows. 8) Boliches casi clandestinos que abren y cierran, porque nunca llegan a cumplir con las medidas de prevención exigidas por las autoridades, algunas razonables y otras no tanto. 9) Demanda espiritual que sobra –tocar música– y un tendal de materia que falta: mangueras, matafuegos, luces de emergencia, controles ignífugos. 10) Rockstars con éxito asegurado y talentos que se pierden en la noche de los tiempos. 11) Festivales sponsorizados con bandas elegidas a dedo, vips de farándula y multimedios contando dinero, y cero contracultura. 12) Rock ATP cuyo fin no es acostarse más temprano sino incluir a toda la familia en él, con su jugosa consecuencia en la venta de tickets. El mercado ingresó con sus propias leyes en el mundo del rock.

Escena atomizada

Una vuelta de archivo por los tres primeros meses DC indica que habían bajado sus persianas el 90 por ciento de los boliches donde se tocaba rock en Capital. La lista es innumerable. Muchos de ellos no reabrieron jamás –los intentos de hacerlo con Cemento fueron en vano– y otros retornaron a la actividad bajo pautas totalmente distintas. Hoy la actividad está restringida a unos pocos lugares seguros (Luna Park, la Trastienda, los teatros de Colegiales y Flores, Obras) y un resto que abre y cierra según el humor de los inspectores municipales y el balance de los empresarios. Los operativos relámpago están a la orden del día. Hace poco cerraron La Vaca Profana por ruidos molestos mientras tocaba ¡Leo Maslíah! En The Roxy está prohibido tocar en vivo. También clausuraron el Marquee y The Road. Yel Teatro Verdi de La Boca –apto para mil personas– hoy puede albergar sólo 300. Incluso, es complicadísimo tocar en plazas y parques por las férreas disposiciones municipales.

Natural efecto de la ley de oferta y demanda: hay un achicamiento de la competencia y, por lo tanto, condiciones para el monopolio. Es lógico, en este marco, que los boliches que quedaron en pie eleven el precio de los alquileres. Tocar en lugares medianos o pequeños como Kimia o Speed King le cuesta a cualquier banda unos 1300 pesos, incluyendo sonido y luces. “Alquilar siempre es más caro. Sin sonido, cuesta 700 pesos mínimo más un porcentaje de puerta para el boliche”, informa Adriana, manager del grupo Bambú. Para un show más chico, en Remember por caso, hay que pagar 300 pesos, pero no pueden entrar más de 100 personas. Algo similar ocurre con el pub Castorera o Liberarte. “¿Cuánto hay que cobrar la entrada para salir hechos?”, se pregunta Andrea Alvarez. La percusionista habla de “operación encubierta”. “En cualquier momento cierran La Castorera y no nos sorprendamos si aparece Castorera Club, tipo La Trastienda Club, el que no está se queda sin silla.” Lugares aún más pequeños, como el teatro Piccolino o La Máscara de San Telmo, tuvieron que cerrar porque literalmente los volvían locos. “En Capital está prohibido el rock”, aventura Leo Pi, ex Oktubre Rojo.

El terror a los inspectores obligó a un reacomodamiento compulsivo en la manera de organizar un show. Se prefiere, por lo general, que sea temprano. Horario ATP, a las 18 o 19. Ocurre también que muchas bandas deciden no publicitar los recitales por temor a que los inspectores “se aviven” y los sorprendan de improviso con el volumen un decibel más alto. El dato que aporta Pi no puede soslayarse. Volvió la consumición mínima obligatoria, una modalidad que no se aplicaba desde fines de los ’80. Tres o cuatro pesos y a conformarse con un minivaso de cerveza aguada. “Si no se abren más lugares donde puedan realizarse espectáculos cuyos costos no se vayan al cielo, donde dejen de aprovecharse de esta desgracia, están matando lentamente a miles de futuros artistas”, señala Patrick Steve, de Smitten, y el testimonio se parece a los que año y medio atrás presagiaban este marco.

Si a los boliches chicos jamás les cierran las cuentas y el celo político de los inspectores atenta contra la normalización de la actividad en los medianos –los que albergan entre 400 y 500 personas–, entonces aquellos que ganaron la partida tuercen el eje del negocio hacia su beneficio. ¿Cuánto cuesta tocar en El Teatro? Se habla de 10 mil pesos en total si es sábado, y de seis mil si es viernes o domingo. El paquete de gastos incluye los flyers publicitarios, afiches (mil pesos mínimo), publicidad (una minipauta en Rock & Pop cuesta 800 pesos), flete ($ 120) y 300 más a repartir entre plomos, sonidistas y catering. Más, por supuesto, el alquiler del local, que goza de una demanda inédita. La Trastienda, otro sitio que cayó parado, alquila el local por unos 3500 pesos, si no pacta una coproducción con el artista. “Montar una fecha en un buen lugar y haciendo todos los deberes termina saliendo aproximadamente once mil pesos”, resume Hernán Sforzini, del grupo reggae Holy Piby.

En El Teatro de Colegiales entran casi 900 personas, y una banda para salir “hecha” cobrando una entrada de 15 pesos, tiene que meter 773 personas. “Si lo llenás, te llevás unos 1500 pesos. ¿No será mucho riesgo por tanta plata? Rogá que el lugar se llene y no invites a nadie, porque de esa manera tu cantidad de entradas a ganar baja”, sigue Sforzini. Otro ribete es, precisamente, el precio de las entradas. Antes de Cromañón aún se podían pagar 8 pesos –aunque a costa de carecer de papel higiénico en los baños o seguridad apropiada– para un Cemento. Hoy, El Teatro no arregla por menos de 20 pesos, por más que las bandas lloren a sus pies. Los más populares como Jóvenes Pordioseros o La Mancha de Rolando han tenido que ceder ante la tozudez del negociante, aunque nadie garanticeque el sobreprecio sea usado en beneficio del público. De esto resulta una relación asimétrica entre el precio de la entrada, la cantidad de gente que puede ingresar “legalmente” y lo que el lugar cobra en concepto de alquiler. “Cambió todo el sistema de shows. Los lugares son otros, los grupos grandes tocan en lugares que antes eran para grupos medianos, los chicos tienen que jugarse por lugares que antes eran para grupos medianos. Todo está muy extraño”, sostiene Alvarez. Un bonus: para ser soporte de una banda consagrada hay que pagar 600 pesos.

El precio de
la seguridad

A menos que un grupo de rock sea contratado por una productora importante y acceda mansamente a las leyes del juego, el futuro es negro. El eje que mueve todo el mecanismo se llama seguridad. Para garantizar el normal desarrollo de un espectáculo –con todas las medidas de prevención exigidas–, los empresarios necesitan dinero y el dinero sale del público o del músico: entre ambos se reparten los gastos. Ejemplos: una inversión que antes del 30-D no superaba los 200 pesos para shows de entre 500 o 1000 personas, hoy trepó a 1000 y no hay fin de la convertibilidad que lo explique. Acá juega de nuevo la ley de oferta y demanda. A mayor costo, mayor comodidad del espectador. Y viceversa.

Suena mejor que El Teatro de Colegiales contrate 60 personas para velar por la seguridad de dos mil personas, que 20 –como hacía Chabán– para controlar al doble que entraba en Cromañón. Pero Ricardo Tapia, cantante de La Mississippi, señala un claroscuro. “Viajando por el país pude comprobar el horrorque causó todo esto y las medidas exageradas y equivocadas que causó en muchos lugares, como llenar de policías el frente de los escenarios donde la mayoría del público son adolescentes que bailan, en lugar de cuidar a esos mismos chicos y asegurarse de que estén cómodos. Porque son nuestros hijos, o de otros, no molestias que hay que olvidar u ocultar. La seguridad barata y las coimas caras siguen igual.”

Fabián Leroux, de Resistencia Suburbana, hace hincapié en el trasfondo político. “El músico y el público sienten que las autoridades piden más inspeccionesy medidas de seguridad para seguir atornillados a sus cómodos asientos de funcionario. La sensación es que ahora todo se puede incendiar. Entonces, para prevenir ponen miles de trabas. Los bolicheros le tienen más miedo a un inspector que a un foco de incendio en su local. Están haciendo que esto sea un negocio para pocos, ya que los pocos habilitados hacen valer esta posición.” En ciertos lugares, como Ruca Chalten, se les hace firmar una declaración jurada a los músicos que los obliga a hacerse cargo si ocurre alguna desgracia. Dice Nan, de Richter: “La paranoia de las clausuras excedió todos los límites. Nos han cancelado recitales por clausuras en varias ciudades del país, desde La Pampa hasta pueblos recónditos de la provincia de Buenos Aires donde jamás vieron una aglomeración de gente y jamás tuvieron algún problema de seguridad en un espectáculo”.

Las alternativas, como durante todo este año, siguen siendo tres: o se paga un montón de plata para tocar o se toma la vida por asalto con festivales autogestionados, shows en parques públicos –si es que se consigue la habilitación– o espacios alquilados sin terceros, o se cede ante las imposiciones de una productora. Sea cual sea la salida, la realidad sugiere que el negocio del rock está estrangulando al rock.

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