Lunes, 6 de enero de 2014 | Hoy
EL DOCENTE E INVESTIGADOR RAúL MANDRINI HABLA DE SU LIBRO AMéRICA ABORIGEN
Especialista en pueblos originarios, realizó una monumental investigación sobre la vida de las comunidades americanas de Canadá a Tierra del Fuego y desde sus orígenes hasta la llegada de los españoles. “No oculto mi simpatía ante la sociedad indígena que estudio”, dice.
Por Cristian Vitale
Primero marcó el terreno: toda la América precolombina. Después, pensó el fin: plantear una historia destinada a lectores no especializados. Y al final concretó a través de un libro que, bajo el título de América aborigen (De los primeros pobladores a la invasión europea), intenta en casi 300 páginas con fuente chica condensar la vida total de las diversas comunidades originarias desde sus orígenes hasta la llegada de los españoles (unos catorce mil años), y desde las tierras frías del Norte hasta las no menos heladas del Sur. Es decir, bastante más que el típico circuito incas-aztecas-mayas. “Este libro es la respuesta a una necesidad frecuente, la de poder ofrecer a los lectores interesados pero sin formación especializada la posibilidad de acceder a grandes campos del conocimiento”, sostiene el hacedor de la ciclópea tarea, Raúl Mandrini. “Noté que había un profundo divorcio entre las obras generales accesibles, algunas ya muy antiguas, otras muy superficiales, y el estado del conocimiento. Y que algunos buenos manuales eran excesivamente técnicos para quienes no tuvieron una formación previa en el área”, extiende este docente de Historia egresado de la Universidad de Buenos Aires, que hasta 2009 fue profesor titular de Historia americana prehispánica e investigador del Instituto de Estudios Histórico-Sociales de la Universidad del Centro (Unicen), y hoy mantiene viva la llama como investigador ad honorem en el museo etnográfico Juan Ambrosetti, de la UBA.
–¿Cuáles serían los límites de hacer un libro de divulgación masiva sin que pierda rigor científico?
–Depende. Hay quienes piensan que divulgar es vulgarizar y, por lo tanto, presentan trabajos superficiales y anecdóticos, es decir, que suponen serán “entretenidos”. El verdadero desafío es poder hacer un trabajo accesible, que deje de lado la erudición innecesaria, los tecnicismos y el lenguaje críptico, pero sin caer en la superficialidad. Uno no debe escribir para saciar su vanidad y mostrar cuán sabio es. El verdadero objetivo es transmitir ideas y conocimientos.
Mandrini ya lo ha hecho en varios libros con eje en el mundo indígena como Volver al país de los araucanos, coescrito con Sara Ortelli en 1992; Los indígenas de la Argentina, la visión del “otro” (2004) y La Argentina aborigen. De los primeros pobladores a 1910, publicado en 2008 por la misma editorial que América precolombina (Siglo XXI). “Fue la docencia universitaria la que me enfrentó a la América precolombina como campo de interés global. Durante veinticinco años dicté esa materia para estudiantes de la carrera de Historia y eso me obligó a pensar ese enorme espacio y ese largo tiempo como una unidad de problemas. Este campo se caracterizó por la diversidad de actores sociales y por profundas transformaciones que fueron provocando en mí una sucesión de asombros. Me asombra la diversidad, en un mundo que se suponía casi homogéneo. Me asombra la dinámica histórica y los procesos de cambio en sociedades que suponíamos estáticas. Me asombra la capacidad de expresión simbólica de esos pueblos y naciones que fueron verdaderos actores de su historia”, apuntala el historiador.
–¿En qué sentido compromete a la razón y en cuál al sentimiento cuando realiza sus investigaciones? ¿Hay alguna cuestión “emotiva”, digamos, que subyace como principio motor?
–Los historiadores, en tanto científicos sociales, buscamos conocer el pasado para explicar y comprender nuestro presente y no para justificarlo o justificar nuestras posturas. Esta búsqueda de explicaciones implica desechar juicios de valor, pero esa búsqueda legítima y deseable de objetividad no significa neutralidad ética. Como individuos inmersos en una realidad tomamos posiciones y emitimos juicios. ¿Podríamos ser neutrales ante el racismo, el genocidio o las discriminaciones de cualquier tipo? Hacerlo, aunque sea en nombre de la objetividad, sería un acto de hipocresía moral. En resumen, yo busco ser objetivo, pero no soy neutral ni oculto mi simpatía ante la sociedad indígena que estudio. Es lo mismo que siento por todos aquéllos, pueblos o individuos, que fueron y son perseguidos, eliminados o condenados a la marginalidad y la miseria, sea en nombre del progreso, de presuntos destinos manifiestos, superioridad racial, social, sexual o cultural o, más recientemente, del desarrollo o la modernización.
–¿Por qué el “recorte” temporal abarca la completud de la América prehispánica, y por qué el espacial, todas las latitudes?
–Es que si me propongo mostrar, frente a quienes sostenían y aún piensan que la historia del continente empieza con Colón, debo por fuerza remontarme a los comienzos: mostrar que el continente tiene una larga historia por detrás y que los primeros pobladores eran contemporáneos de los grandes cazadores del Paleolítico superior europeo. Si afirmo, contra lo que muchos creen, que América no era un espacio casi vacío, sino que estaba en su mayor parte poblado, debo presentar una vista de todo el continente.
–¿Cuesta evitar el sesgo positivista y liberal que caracteriza a la historiografía académica argentina? Hay –o hubo– en ella una visión sobre el “otro”, una construcción que ha desdeñado durante mucho tiempo a las poblaciones originarias.
–Creo que esa afirmación, hoy, no es totalmente correcta. En realidad, es en el campo académico donde más se han superado esas características, que siguen siendo muy fuertes en algunos historiadores aficionados, entre ellos muchos de la Academia Nacional de la Historia, institución que, salvo excepciones, tiene muy poco de académico. Diría que hoy el campo historiográfico en la Argentina es mucho más variado y heterogéneo. Sin embargo, es cierto que, a través de la enseñanza escolar, muchas ideas o conceptos de esa historiografía tradicional han pasado a formar parte del sentido común.
–Hay quienes, en los últimos años, están discutiendo el término aborigen para definir a los pueblos originarios. ¿Qué postura tiene usted ante esta cuestión etimológica?
–Ante todo, hay que aclarar que los habitantes originarios del continente nunca tuvieron una identidad común y, por lo tanto, no hay, en ninguna lengua americana, una palabra que designe al conjunto de la población del continente. Fueron los europeos quienes los englobaron bajo un nombre común, “indios”, usado inicialmente por Colón, que fue aplicado tanto a las poblaciones vencidas y dominadas como a aquellos que quedaron fuera del control colonial. A esos pueblos no los unía la lengua, las tradiciones, las creencias o las costumbres sino el hecho de ser “los otros”, los no europeos, los vencidos.
–La alteridad negativa.
–A través de un término que pronto adquirió otros significados, como los de bárbaro y salvaje, y es justamente esa valoración negativa la que provoca el mayor rechazo del término indio. Pero, ¿con qué reemplazarlo, si no existe en las lenguas locales término equivalente? Se debería decir “las poblaciones que vivían en el territorio hoy llamado América antes del momento de la invasión europea en el siglo XVI, y sus descendientes”. Es más correcto, sí, pero más incómodo, de modo que se optó por otras palabras, también europeas pero sin esa carga negativa como indígenas, aborígenes u originarios. Las tres significan lo mismo pero, repito, sin esa carga negativa, aunque el principal riesgo de su uso es atribuir a esos pueblos una unidad que nunca tuvieron.
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