Jue 06.02.2014
espectaculos

Girar el plato

› Por Liliana Herrero *

Hay que refundar y hay que inventar. Hay que crear un nuevo horizonte musical, artístico y cultural en la Argentina. Si lo hacemos es porque somos capaces de pensarnos a nosotros mismos con toda la complejidad que eso supone. Muchos hemos estado hablando y hasta el hartazgo de Cosquín, tal vez más por lo que mostró este año y menos por lo que ha significado históricamente. Por eso me parece importante hablar de Cosquín. No están allí las formas renovadoras del folklore, tampoco están los modos más dignos y sobrios de la tradición, no hay una reflexión sobre su propia memoria y tampoco la hay sobre su alianza con los medios y el mercado. Si algo es, si algo se muestra allí, es un apresurado desfile de músicos que ni siquiera alcanzan a desarrollar una propuesta porque, como la misma televisión lo señala, el tiempo es tirano. Nunca hay tiempo. Sólo lo hay para las formas espectaculares, rápidas y, las más de las veces, pobres en su propuesta artística. Hay jerarquías, eso sí. Algunos tienen tiempo de probar sonido más o menos dignamente, otros absolutamente nada y salen al ruedo como pueden sabiendo que ni siquiera se escucharán entre sí. Es interesante aclarar que los que prueban sonido tampoco tienen la garantía de que luego, en el espectáculo mismo, sonarán bien. He tenido las dos experiencias. Ahí nadie garantiza nada y los muchachos que trabajan en la técnica del festival lo hacen a destajo desde muy temprano hasta muy tarde, hasta la madrugada.

La música que es una extraordinaria conversación y diálogo queda sometida a las reglas más encarceladoras: todo rápido, todo fuerte, cualquier arenga que a uno se le ocurra para captar en doce minutos o media hora, o una hora como mucho, lo que se pueda. Los músicos parecen pescadores de personas buscando aceptación y reconocimiento. El sonido es una competencia notable con todos los sonidos que desde las peñas o desde la parte de atrás del escenario se superponen con los del que está actuando. Esa superposición de ruidos lleva inevitablemente al grito. Pero no al grito abismal y fundante del que hablaba Leda Valladares, sino al grito que debe imponerse por encima de los otros sonidos. Por lo tanto, el sonido o lo que va a escucharse ya está trazado de antemano con notable prolijidad. El sonido ya prefigurado condiciona y encuadra previamente todo lo que va a pasar allí: así hay que cantar, así hay que tocar y son necesarios tales y cuales instrumentos. Si vas con una guitarra criolla sin enchufar, como hizo Juan Falú, bueno, es casi imposible que se escuche. Si vas a cantar una frase memorable de Jaime Dávalos –por ejemplo, en la zamba “La nostalgiosa”: “Quiero hundirme en esos ríos turbios donde el barro huele a temporal”–, poniendo el acento en la intencionalidad emotiva de esos versos, también estás listo.

Girar el plato, el escenario, es un recurso técnico que puede ser usado como elemento disciplinador, correctivo y sancionador por los organizadores de Cosquín. Es lo que hicieron con nosotros (Lilian Saba, Marcelo Chiodi y yo, invitados por Juan Falú) cuando aún nos faltaba por tocar el último tema. Nada más y nada menos que la “Vidala del nombrador”, de Eduardo Falú y Jaime Dávalos. Con apretar un botón electrónico, te sacan de la vista del público, si se hacen estas críticas que resguardan la dignidad musical de cualquier país.

Pero ojo, pues en Cosquín girar el plato puede transformarse en un alerta sobre la intromisión de tantos factores ajenos a la música, como influencias políticas y coacción del tiempo televisivo. Puede transformarse en un verdadero giro que nos conduzca a rediscutir el folklore argentino y su organización como espectáculo popular, y la creación de públicos que no sean cada vez más obligados a estereotipar el gusto. Tal vez sea mejor decirlo con el gran poeta catamarqueño Luis Franco: “Aquí estoy con el espanto y el encanto del que siente abrírsele un sentido nuevo”. Pero ese sentido nuevo sólo aparecerá como un horizonte para nuestras vidas y para este país cuando la política que festejamos en tantos planos no se acoja a los mismos criterios con los que se hacen estos espectáculos. Quiero para la música un acorde bien tocado, quiero para la política un pensamiento para la cultura, un horizonte armónico que sea homologable a las formas más avanzadas de justicia, como muchas de las acciones que este gobierno ha realizado. Quiero festivales y conciertos que incluyan a todos los que venimos haciendo de la música nuestras formas de vivir en las mismas condiciones, con los mismos derechos, con las mismas posibilidades, y no con la lógica de las jerarquías del mercado y de los medios que declaramos combatir.

Tengo una certeza. Si cuando fuimos invitados por Juan Falú a homenajear a Eduardo Falú hubiéramos subido con un cartel atrás que reivindicara cualquier tema de las discusiones pendientes más notorias, nadie nos hubiera sacado de escena. Bastó que nosotros criticáramos a la organización del festival para que esa rueda mágica expulsiva comenzara a girar con locutores diciendo que ellos habían sido víctimas de censura treinta años atrás en el mismo momento en el que nos deslizaban hacia el lado oscuro del escenario en este presente concreto.

Esto me lleva a pensar también que estos festivales son capaces y están preparados eficazmente para soportar cualquier crítica; llámese Monsanto, Famatina, Qom o lo que fuera. Cuestiones en las que estoy de acuerdo en intervenir, reivindicaciones que de hecho he apoyado. Pero eso, diría que hasta es elegante para ellos y demuestra qué democráticos son. Todo estará bien si lo que se dice o se manifiesta no incluye ninguna crítica a las condiciones de producción del festival. Pensemos pues en esto. La democracia debe demostrarse también en las formas de organización de un evento, como en este caso, el de Cosquín, que es portador notorio de memorias, que tiene la obligación de preservar, no de retirarlas bruscamente con un giro de escenario o un apagón de luces.

Girar el plato es sacarte de escena, pero también extremar el giro permite volver a aparecer.

¿No será que ha llegado definitivamente la hora de inventar innumerables encuentros de músicos que estemos dispuestos a pensar y diseñar un escenario en el cual ningún plato gire, en donde no concedamos alegremente a las lógicas mediáticas y mercantiles, en donde no haya presiones provenientes de las formas de la política más oscuras? Quiero decir que si pudiéramos alejarnos de los estilos del clientelismo y los compromisos comerciales, podríamos comenzar a pensar en serio en los grandes músicos y poetas de este país. Y entonces sí seremos felices huéspedes de una memoria que late en este presente con vigor y sonoridades nuevas, sea el género musical que fuere.

* Cantante

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