HISTóRICA E INOLVIDABLE PRESENTACIóN DEL INDIO SOLARI EN GUALEGUAYCHú
El artista más convocante del rock argentino se reunió con Semilla Buccarelli, Sergio Dawi y Walter Sidotti, para delirio de 170 mil fans que coparon el predio entrerriano. Pero no sólo fue la más “redonda” de las fiestas, sino la más problemática e incómoda.
› Por María Daniela Yaccar
Desde Gualeguaychú
Hay un joven cubierto de barro prácticamente hasta el pecho. Un charco de lodo le acaba de succionar una zapatilla. Después, le secuestra la otra. Adiós: se las traga la tierra. El pibe se revuelca, se desespera, como si estuviera luchando contra algún ánima maldita que nadie más ve. Se nota que está un poco fisura, habla solo y no se resigna. Alrededor se le ríen. De pronto, él no es la única persona llena de barro. Hay cientos, miles de hombres y mujeres chapoteando en lodo. Varios pierden su calzado, se tambalean, caen, y el recital del Indio Solari parece otra cosa. Una catástrofe, una película bélica. Lo que sucede en el escenario es realmente épico, hermoso, imperdible –el gran artista del rock nacional se reúne con Semilla Buccarelli, Sergio Dawi y Walter Sidotti–, pero algunos de los fieles están como desangelados.
Cientos se van mientras suena la nostálgica “To beef or not to beef”, cerca del fin. Es obvio que no es porque quieren. Encima, se pierden parte de aquel momento tan importante, y a pesar de tanto sacrificio, económico y humano. Ocurre lo siguiente: al llegar al hipódromo tras una larga y apretada caminata, la multitud –jóvenes ante todo, pero también niños y personas grandes– se choca con un charco gigante de fango e intenta atravesarlo. En la odisea muchos pierden su calzado, el par o sólo una de sus zapatillas, lo cual no hace diferencia. Otros deciden: “yo ni en pedo paso”. Después, como mofándose, zapatillas arruinadas resurgen del pantano. Algunos no las recuperan jamás y siguen andando descalzos. Una lona cubre apenas la entrada al predio. Más adelante en las dieciséis hectáreas hay un círculo completamente vacío. Otra pileta de lodo, todavía más grande.
Los cuatro días anteriores al recital llovió en Gualeguaychú, pero esta noche –pese al alerta meteorológico anunciado– no cae una gota. El drama está en las consecuencias que dejaron las precipitaciones. Muchos fanáticos pagaron su entrada de 350 pesos para ver el show desde el asfalto. Y no hay una buena distribución de las pantallas: están todas cerca del escenario y muy bajas. En un momento suena “Beemedobleve”, uno de los mejores temas de Pajaritos, bravos muchachitos –el disco que se está presentando, cuarto del Fisgón Ciego– y entonces el Indio canta lo que todos experimentan esta noche: que “el barro se hace cruel, nos viene a sepultar”. Eso es justo lo que ocurre. A ninguno de estos 170 mil cuerpos humanos el barro le está resultando indiferente, y eso por más que salten y canten y griten y hagan pogo. Hay felicidad e incomodidad en dosis similares. Solari canta “Todos a los botes” y “Beemedobleve” después de tener que admitir la realidad que está viviendo su público: “Mucha gente trabajó para este recital, pero el barro quedó”. Sus canciones siguen siendo un oráculo.
Hay una relación inversamente proporcional entre el bajón que producen el frío y el estado del predio y lo que acontece en el escenario. Este ritual tiene un doble carácter. Es, a la vez, sublime y mágico; duro y cruel, como si lo bueno y lo malo dependieran lo uno de lo otro. Como si no hubiese modo de experimentar la magia sin atravesar la hostilidad. Lo sugirió Artaud, que pensó al teatro desde la crueldad. Lo dijo Nietzsche: “es tan rico el placer que tiene sed de dolor”. También el Indio: “el placer es tan oscuro como el culo de un topo negro”, “donde hay dolor habrá canciones”. Los que van a verlo saben, en parte, a lo que se someten. Por lo pronto, se someten a muchos sufrimientos previstos. Este no fue el caso: nadie imaginaba un campo así. A los que no se quedan a dormir en la ciudad les espera un viaje de horas con –mínimo– los pies húmedos. Antes, una caminata extensa hasta llegar al micro, el auto o la combi. Pero, a la par y paradójicamente, están teniendo una posibilidad única, la de ser testigos de un hecho histórico. Están viendo (los que pueden ver algo, el resto escucha) a cuatro de los Redondos. Llegar al pico de una montaña debe ser parecido. La gloria después del padecimiento.
Hace casi una década que la gente se amontona en las misas indias pidiendo por la vuelta de los Redondos, cantándoles a los Redondos, con remeras de los Redondos, con tatuajes de los Redondos, poniendo al palo temas de los Redondos en la calle, en la previa de fernet, cerveza, faso, vinito y asado. Pero, hasta este sábado, las misas venían siendo indias, no redondas. Esta vez pasa lo de siempre: el público camina hacia el hipódromo y corea “vamo’ lo’ Redó”, sin cuestionarse mucho. Quiere eso. Quieren eso los que nunca vieron a los Redondos por una cuestión generacional y quieren eso los que se enorgullecen de haber ido a Racing, Cemento o Huracán. Y el Indio debe estar al tanto de esto. Por algún motivo, viene mezclando en sus recitales temas nuevos, de sus trabajos como solista, con hits redondos (en este caso son diecisiete contra diez, respectivamente). El orden que elige no es producto del azar, tampoco. Va intercalando inteligentemente. De hecho, suele provocar el orgasmo colectivo terminando con “Ji ji ji”. Hay, pareciera, una suerte de transacción implícita. El Indio canta sus canciones nuevas –más oscuras, densas, difíciles y menos festivas–, pero no puede, no debe, bajo ningún punto de vista, para no desencantar, obviar esa parte de la historia que todos recuerdan con nostalgia. Incluso los que no la vivieron.
La cosa viene funcionando desde 2005 de modo metonímico: el signo por la cosa significada, la parte por el todo. Indio igual Redondos. Entre público y cantante media una ilusión, sostenida por su talento, su carisma, su creatividad inagotable y su pasado. No obstante, este 12 de abril ocurre algo distinto a todo lo que viene ocurriendo en los recitales del ahora llamado Fisgón Ciego: comparten escenario Dawi, Semilla, Sidotti y él. Y nadie podrá olvidar jamás que escuchó a ese saxo, ese bajo, esa batería y esa voz en vivo, en comunión, trayendo y atrayendo un misterio del pasado que ningún teórico puede terminar de explicar. El pasado es lo que los une pero los músicos eligen arrancar por lo último, y eso esperanza: el primer tema que hacen juntos es “La pajarita pechiblanca (scherzo)”, el último de Pajaritos..., elaborado conjuntamente. Luego, viajan directo a los ochenta, con “Ya nadie va a escuchar tu remera” y el inédito “Nene nena”. Y, como era de esperar, dan por terminada la noche con “Ji ji ji”.
El público está emocionalmente dividido: las demás crónicas cuentan que cerca del escenario hay una fiesta. En cambio, los cansados comienzan a abandonar el predio cuando los ex Redondos se retiran la primera vez, incluso antes. Aunque falte una pieza fundamental, esta noche será recordada por muchos como la más redonda de las misas indias. Aunque falte ese imposible: la guitarra furiosa y hendrixiana. Otra parte del todo.
“Cada vez somos más”, goza el Indio, y comienza un lindo viaje, no tan predecible, por algunos de los mejores temas de los cuatro discos de su etapa solista, incluyendo, claro, varias novedades de 2013 (“Chau Mohicano”, “A los pájaros que cantan sobre las selvas de Internet”, “Había una vez” y “A la luz de la luna”, además de “Beemedobleve”). En sus recitales cada vez se notan más las diferencias entre sus temas nuevos y los que cantaba con los Redondos (que, según él, son todos suyos): los de ahora exigen otro tipo de escucha, generan un clima enrarecido –pocos seguidores saben las letras–, más apocalíptico y todo está más enfocado hacia la voz. La banda que lo acompaña, Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, es súper potente y prolija: Gaspar Benegas, Baltasar Comotto (guitarras), Marcelo Torres (bajo), Hernán Arramberri y Martín Carrizo (baterías), Sergio Colombo (saxo), Miguel Angel Tallarita (trompeta) y Pablo Sbaraglia (teclados). Déborah Dixon cantó “Blues de la libertad”. A los 65 años, el compositor sigue inventando síntesis perfectas: “con los puños en alto deseando al final hacer la revolución con una canción de amor”.
A Solari se lo ve más cómodo cantando los temas ricoteros que los actuales. Con la voz tiene sus momentos. El, muchas veces se ha quejado de cómo lo perjudica el clima. Esta noche hay errores, rítmicos y también de afinación. Y hay temas de esta década en soledad, como “Black Russian”, de El perfume de la tempestad, que en vivo no terminan de funcionar, porque lo más bello es cómo él trabaja las distintas voces, cosa que no puede traducir en un recital. Pero la calidad del canto del Indio no es lo más importante de este hecho. Obviamente, este acontecimiento excede cuestiones técnicas. Por arriba de eso están lo sociológico, lo político, lo cultural, lo cuasi religioso. Lo que muestra el documental Piedra que late. Y el Indio, a esta altura, es más que un cantante. Es un guía, un líder espiritual y también político elegido por cada vez más personas que dicen que lo seguirán hasta la luna.
El cantante dice nada más que esto sobre el barro: que hubo hombres trabajando con máquinas y que el barro quedó acá. Podría explayarse un poco más. Hay miles de personas que vinieron a verlo y que se encuentran no con un designio de la naturaleza, sino con un descuido de seres humanos que les impide transitar por el terreno, ver y escuchar el recital como corresponde. Y son miles de personas que pagaron por eso, y que merecen otra cosa (y no por pagar). No es justo para un público que le devuelve tanta devoción.
En el recital, el Indio habla de otras cosas. Suele bajar línea respecto de ciertos temas, dar alguna recomendación. “La memoria es el paraíso que tenemos”, exclama, luego de recordar a los veintiún desaparecidos de Gualeguaychú y dedicar el recital a las Madres de Plaza de Mayo, que el 30 de abril cumplirán 37 años de lucha. En otro momento toca otro tema serio: recomienda al público la realización del test del VIH. Antes de entonar “Me matan limón”, bromea: “Bueno, vamos a hacer el tema de una novela”, en alusión, claro, a Escobar, el patrón del mal. Se supo que el vocalista se negó a usar su voz para reivindicar la pelea de la Asamblea Ciudadana Ambiental contra Botnia, argumentando, mediante una carta firmada por él y su manager, que “ha sido una constante su determinación de que sus shows sean exclusivamente de índole artística”.
Las cifras oficiales afirman que a este recital asistieron 170 mil personas, número que supera al de 2013 en Mendoza: 120 mil. El del sábado fue el recital con entradas pagas más grande de la historia argentina. Desde que el Indio se presentó por primera vez como solista en el Estadio Unico de la Plata, en 2005, la cantidad de espectadores fue en ascenso. Entonces, los shows comenzaron a realizarse en espacios abiertos de gran capacidad, como autódromos o hipódromos.
Hay un momento en el que la masividad empezó a ser más importante que la calidad de los espectáculos o la comodidad del público en los recitales del Indio. Solari hereda de PR la cultura del aguante. Pero no estaría mal preguntarse cuál es el límite. Qué grado de oscuridad tolera el placer. Si, en medio de la polémica por la exención impositiva que le concedió el Concejo Deliberante, la productora En Vivo Group S.A. reveló que gastó 20 millones de pesos para acondicionar el predio, entre otras cosas, no se termina de entender por qué el terreno presentaba esas condiciones. Es algo que tendrá que repensar el público, pero, sobre todo, los organizadores del espectáculo.
En contraste, el del Indio parece ser un público poco problemático. El sábado, antes del show, esta cronista conversó con dos periodistas del diario El día que destacaban esa condición de los visitantes, quienes colmaron hoteles y se instalaron en carpas por los espacios públicos de la ciudad, pero sin molestar a nadie. Sólo una parte de la sociedad de Gualeguaychú estaba enojada ante el desembarco “indígena”. El periodista Daniel van der Veken (Fortuna Web), por ejemplo, hizo correr la versión de que los ricoteros se habían comido un pato de la laguna del Parque Unzué y un pony.
Todas estas cosas fue el recital del Indio en Gualeguaychú el sábado por la noche: el recital más grande de la historia del rock argentino, la más redonda de todas las misas indias, la más poblada y, posiblemente, una de las más problemáticas.
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