MARTHA ARGERICH Y CLAUDIO ABBADO
› Por Diego Fischerman
No era el primer disco de ninguno de ellos. El director, de 34 años, se había convertido en poco tiempo en una de las figuras más importantes del universo de la música de tradición académica. La pianista, de 26, desde que había ganado el Concurso Chopin de Varsovia dos años antes y había debutado en el disco con un recital extraordinario, era ya una estrella. Y en 1967, Claudio Abbado y Martha Argerich grabaron por primera vez juntos: el Concierto Nº 3 de Sergei Prokofiev y el Concierto en Sol de Ravel. La orquesta era la Filarmónica de Berlín, de la que Abbado sería director titular veintidós años después.
La relación musical entre ambos, eléctrica, marcaría uno de los grandes hitos de la música. Hubo actuaciones, siempre esperadas e invariablemente ovacionadas, y otros discos, todos ellos puntos de referencia obligados. El último encuentro fue en el Festival de Lucerna, hace un año, en marzo de 2013, interpretando dos de los conciertos tardíos de Wolfgang Amadeus Mozart, aquel compositor a quien Martha Argerich alguna vez dijo temer. Diez meses después, Abbado murió. Y ahora, la grabación de esa reunión, única por más de un motivo, acaba de ser editada por Deutsche Grammophon y, también, publicada localmente. Las primeras ocho notas, breves, cristalinas, exactas, casi tímidas, con las que la pianista comenta la increíblemente detallada exposición de la orquesta, en el Concierto Nº 25, en Do Mayor, K 503, anuncian ya lo que vendrá, una de las cumbres de la interpretación pero, también –y en particular– uno de los diálogos más íntimos, confidenciales e intensos que un solista y una orquesta hayan mantenido jamás.
La orquesta Mozart de Bolonia fue casi un emprendimiento personal de Abbado. Fundada por Carlo Maria Baldini como proyecto de la Reggia Accademia Filarmonica de esa ciudad y solventada por la Fundación Cassa di Risparmio de Bologna, fue conducida desde el comienzo por Abbado, quien además fue su director artístico y seleccionó personalmente a los integrantes. Más allá de su dimensión acotada –doce primeros violines, diez segundos, ocho violas, seis cellos y tres contrabajos, más una flauta, dos oboes, dos fagotes, dos cornos, dos trompetas y timbales–, el espíritu camarístico de las interpretaciones logra una tensión y una expresividad únicas. La dinámica entre la contención y la explosión es formidable. Y en el Concierto Nº 20 en Re Menor, K 466 –una de las obras más bellas no sólo de Mozart, sino de todo el repertorio para piano y orquesta–, el manejo de las zonas de luz y, sobre todo, de oscuridad resulta exquisito.
El toque de Argerich, fluido y a la vez de rara energía, insinúa tanto como explicita. En su manera de atacar un acorde, por ejemplo, hay una suerte de sensación fantasmática, una especie de sonido no dicho –pero siempre presente– que es el que acaba de dar significado a la frase. El piano entreteje con el resto de los instrumentos un discurso donde nunca hay un solo protagonista. La percepción del altísmo voltaje, eventualmente, tiene más que ver con su contención que con cualquier clase de exceso. Si el temor de Argerich a Mozart, se relaciona con sus misterios, en este caso, y de la mano de Abbado, se los exorciza de la manera más difícil pero también de la más rica: atravesándolos uno a uno.
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